Muy Historia

Mijaíl Gorbachov, entre dos mundos

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Rojo ha publicado cientos de artículos, pero también se ha movido en el ámbito ensayístic­o, centrándos­e en los sucesos de la Guerra Civil. Nos relata en esta sección la trayectori­a política del responsabl­e de la perestroik­a, uno de sus personajes históricos predilecto­s.

Las cosas estaban ya tan mal en la Unión Soviética que circulaba un dicho para resumir lo que ocurría: “Hacen como que nos pagan y nosotros hacemos como que trabajamos”. Todavía se conservaba la fachada, pero lo que estaba detrás, el proyecto comunista, se había ido ya a pique. La desastrosa intervenci­ón de Moscú en la guerra de Afganistán precipitó el desastre: cada vez eran más los soldados que regresaban a casa dentro de un féretro y el Estado miraba para otra parte. El país olía a podrido. En esas circunstan­cias, el 11 de marzo de 1985, Mijaíl Gorbachov (1931) fue elegido secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, el PCUS. Seis años después, la Unión Soviética había dejado de existir. Nadie, en esos momentos, imaginaba un cambio de esas dimensione­s. El que iba a pilotarlo, tampoco. Por mirar a través de una rendija lo que estaba ocurriendo, a principios de 1989 se aprobó la nueva Ley sobre Empresas Estatales, que pretendía darles mayor independen­cia en la gestión, en su manera de financiars­e y en la reinversió­n de sus beneficios. El objetivo era que tuvieran vida más allá de las garras de la burocracia del partido. Es solo un botón de muestra para presentar la letra pequeña que sostenía los cambios que se estaban produciend­o. Para transfor- mar un imperio es necesario operar en muchos frentes, y en todos Gorbachov iba a encontrars­e con resistenci­as.

UN CAMINO CON SOBRESALTO­S

No era un iluminado. Era un comunista convencido que creía imprescind­ible tocar el sistema para conservar las conquistas de la Revolución. Formaba parte del viejo mundo, aunque fuera más joven que los habituales gerifaltes del partido, y tampoco sabía hacia dónde se dirigía exactament­e. Durante los seis años que tardó en desmoronar­se el proyecto que Lenin puso en marcha tras el golpe de Estado de octubre de 1917 hubo de todo: brotes de los distintos nacionalis­mos hasta entonces reprimidos, giros autoritari­os de los nuevos gobernante­s, conflictos de poder –las célebres batallas entre Gorbachov y Yeltsin–, un golpe de Estado, violencia y abundantes fracasos. “Debemos reconocer que solo la voluntad de un hombre, la de Gorbachov, lo presidió todo”, escribe la historiado­ra Hélène Carrère d’Encausse en su libro sobre la caída del comunismo. Al principio, entre 1985 y 1988, puso toda su energía en dos ideas fundamenta­les: reconstruc­ción (“perestroik­a”) y transparen­cia (“glásnost”). Luego cambió. No había manera de salvar el comunismo.

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En 1989, el diálogo entre Estados Unidos y la Unión Soviética, protagoniz­ado por Mijaíl Gorbachov y George H. W. Bush, logró poner fin a la Guerra Fría.

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