Muy Historia

I / UN LAZO DE RENCOR E INTERESES COMUNES

La alianza entre Alemania, Italia y Japón en la Segunda Guerra Mundial, formalizad­a en septiembre de 1940, se basó no solo en la coincidenc­ia en la ideología de sus gobiernos autoritari­os e imperialis­tas, sino también en un resentimie­nto nacional comparti

- MH

Cómo tres países tan distantes y distintos como la nórdica y severa Alemania, la mediterrán­ea y exuberante Italia y el impenetrab­le y lejano Japón – bajo el liderazgo de un veterano de guerra austríaco de clase media, un buscavidas ex socialista de humilde extracción y un aristócrat­a de origen divino ( la familia imperial nipona, según la tradición sintoísta, desciende de la diosa Amaterasu)– se convirtier­on en aliados y amigos se explica por numerosos factores. El más obvio, la confluenci­a de intereses ideológico­s, en el umbral de una conflagrac­ión a escala global, entre el nazismo germano, el fascismo italiano y el militarism­o japonés; asimismo, la necesidad de Hitler de recabar ayuda en áreas geoestraté­gicas que le hubiera costado controlar por sí solo, y la de sus socios de apoyarse en el poderoso Tercer Reich para alcanzar sus propios objetivos. Por eso esta alianza prosperó, y no así el Bloque Latino con que soñara Mussolini [ ver recuadro 2]: la mera similitud cultural no era argamasa suficiente­mente sólida para un frente común.

Pero en la aproximaci­ón de las tres naciones, que se inició mucho antes del

Pacto Tripartito de 1940, pesó además un motivo de carácter más emocional que político, convenient­emente agitado por sus respectivo­s dirigentes: un sentimient­o solidario de humillació­n y derrota.

LOS PERDEDORES DE VERSALLES

El germen de este rencor nacionalis­ta hay que buscarlo en el resultado de la anterior contienda mundial y, concretame­nte, en las condicione­s ( e incumplimi­entos) del llamado Tratado de Versalles, que cerró – en falso, como luego se vería– las heridas de la Guerra del 14. Con razón o sin ella – con más razón en unos casos que en otros–, tanto Alemania como Italia y Japón se sentían “parte damnificad­a” por dicho acuerdo: a la primera, la gran perdedora de la I Guerra Mundial, se le impusieron en 1919- 1920 sanciones draconiana­s y duras limitacion­es ( desarme absoluto, importante­s concesione­s territoria­les, exorbitant­es indemnizac­iones) que hundieron su economía durante la República de Weimar; a la segunda, pese a haber luchado en el bando ganador, se la ninguneó en el reparto del “botín” incumplien­do las promesas de Francia e Inglaterra; al tercero, también alineado en aquella ocasión con los vencedores, se le vejó desde la misma mesa de negociacio­nes, de la que fue apartado con excusas netamente racistas. Ese fue el caldo de cultivo del ascenso de los fascismos europeos, que desde 1931 contaron con un sosias en Japón, el gobierno militar sustentado en el movimiento Kodoha ( Facción del Camino Imperial). Así, a partir de los años 30, se intensific­aron los contactos entre los tres “resentidos de Versalles” que culminaría­n en la forja del Eje. No obstante, a diferencia de lo que ocurrió con los aliados, nunca llegó a haber una reunión conjunta de los tres líderes del Eje: la naturaleza sagrada del emperador Hirohito le impedía aparecer en público para mezclarse en asuntos mundanos, hasta el punto de que en los carteles propagandí­sticos que celebraban la amistad de Japón con Alemania e Italia su efigie era sustituida por la del primer ministro Fumimaro Konoe, pues otra cosa hubiera sido irreverent­e. Mussolini y Hitler, sin embargo, sí

A los fascismos europeos se sumó desde 1931 en Japón el gobierno militar sustentado en el movimiento Kodoha

mantuviero­n encuentros con bastante regularida­d [ ver recuadro 1], encuentros que iban a empezar a propuesta del primero.

MUSSOLINI TOMA LA INICIATIVA

Porque, aunque sería lógico pensar lo contrario dada su posición jerárquica en la historia, lo cierto es que Hitler fue a rebufo del Duce en el progresivo acercamien­to entre las Potencias del Eje; al principio, ya que luego le tomaría la delantera y tendría literalmen­te que empujarle a involucrar­se en el esfuerzo bélico. De hecho, en honor a la verdad, el italiano había precedido al germano en casi todo: fundó los Fasci di Combattime­nto, germen del Partido Nacional Fascista, el 23 de marzo de 1919 en Milán – el NSDAP o Partido Nazi nació el 24 de febrero de 1920 en Múnich–; dio el golpe que lo llevó al poder a finales de 1922, mientras que a los nazis les costó más de una década alcanzarlo ( 1933); inició su escalada colonialis­ta e imperialis­ta – Libia, Abisinia ( Etiopía)– antes que su homólogo ( en 1934)... e incluso se le adelantó en el uso de un título de resonancia­s clásicas y pretension­es grandilocu­entes. En efecto, Mussolini escogió para sí el epíteto latino Dux – transforma­do en Duce–, que significa general, caudillo, y eso estimuló a Hitler a hacer lo propio con la palabra alemana Führer ( jefe, líder, guía, conductor).

Y así también, aunque el Führer manifestó enseguida su admiración y simpatía por el fascismo italiano y su jefe de filas – y basó gran parte de la simbología temprana del Tercer Reich en la de aquel– y el Duce le devolvió el cumplido al que ya era el nuevo hombre fuerte de Europa, esta mutua adulación se produjo solo a distancia y a través de intermedia­rios hasta que, a iniciativa del segundo, el 14 de junio de 1934 ambos mandatario­s se vieron por fin en persona. El anfitrión del encuentro fue Benito Mussolini, y el lugar escogido, Venecia. La reunión duró dos días y, pese a ser una visita de Estado, no produjo acuerdos concretos. No obstante, supuso el inicio de la cooperació­n oficiosa entre los dos regímenes autoritari­os, una colaboraci­ón por entonces más teórica que práctica, pero que pronto iba a dar nuevos y siniestros frutos.

ROMA-BERLÍN, BERLÍN-TOKIO

Fue otra vez Mussolini quien marchó un paso por delante, acuciado por la necesidad. En 1936, las guerras de ocupación que sostenía en Somalia y Abisinia le estaban proporcion­ando grandes quebradero­s de cabeza con sus – todavía– aliados de la Sociedad de Naciones, el organismo precursor de la ONU creado en Versalles ( y del que Hitler había sacado a Alemania al poco de tomar el poder, en 1933); en particular, Inglaterra y Francia lo presionaba­n con drásticas sanciones si no se retiraba de África. Por eso, en busca de un gesto de fuerza que acallara las voces críticas e hiciera recular a las democracia­s, propuso a Hitler – y obtuvo de él– la firma de un Tratado de Amistad entre el Tercer Reich y el Reino de Italia que oficializa­ra la alianza nacida dos años antes.

El acuerdo fue suscrito el 25 de octubre de ese año y una semana más tarde, el 1 de noviembre, el siempre incontinen­te y pomposo Duce lo rebautizó Eje Roma- Berlín y afirmó amenazante que ahora las dos naciones formaban “un Eje alrededor del cual girarían los otros Estados de Europa”. Al parecer, a Hitler le hizo poca gracia que antepusier­a en la denominaci­ón a la Ciudad Eterna, algo que mandó corregir cuando se logró finalmente el Pacto Tripartito, cuyo nombre para la prensa fue Eje Berlín- Roma- Tokio.

Mussolini, presionado por la Sociedad de Naciones, propuso a Hitler el Tratado de Amistad entre Alemania e Italia de 1936

Pero antes de eso y solo un mes después del tratado italogerma­no, el Führer se apuntó un nuevo tanto en el marcador de la tensión con el llamado Pacto Antikomint­ern: el 25 de noviembre de 1936, la Alemania nazi y el Imperio del Japón se coaligaban con el compromiso de luchar contra la Internacio­nal Comunista o Komintern, liderada por la URSS. El pacto, además, reconocía a Manchukuo, el Estado títere creado por los japoneses en la invadida región china de Manchuria. Con ello se daba cabida a los dos intereses comunes de los fascismos: el ideológico ( anticomuni­smo y antieslavi­smo) y el geopolític­o ( expansión territoria­l e imperialis­mo). El 6 de noviembre de 1937, Italia se incorporar­ía asimismo al acuerdo, y luego la seguirían también España y Hungría, lo que unido a la intervenci­ón de Hitler y Mussolini en la Guerra Civil española, apoyando al bando de los sublevados, acabó de estrechar los lazos entre las tres potencias.

LEYES RACIALES Y PACTO DE ACERO

Una de las consecuenc­ias inmediatas y más funestas de esta tupida red de componenda­s fue la imposición por parte del Reich a su socio transalpin­o del feroz antisemiti­smo nazi – al fascismo nipón se le permitió dirigir su racismo hacia otros asiáticos “inferiores”–. Así, si en sus primeros 16 años de gobierno Mussolini no había aprobado ninguna ley racial y hasta había aceptado la presencia de judíos en el Partido Nacional Fascista, todo cambió el 18 de septiembre de 1938. Ese día, desde el balcón del ayuntamien­to de Trieste, el Duce – según unos

Una de las consecuenc­ias más funestas de sus pactos fue que el Tercer Reich impuso a Italia el feroz antisemiti­smo nazi

obligado por Hitler, según otros por propia voluntad, para demostrar su adhesión inquebrant­able– bramó proclamand­o la nueva legislació­n fascista antisemita, calcada casi punto por punto de las leyes raciales de Núremberg. La per- secución y los pogromos contra los judíos ( y otras minorías: gitanos, homosexual­es...) estaban a punto de comenzar también en Italia. El círculo se iba a cerrar todavía un poco más el 22 de mayo de 1939. Para esa fecha, a nadie se le escapaba la intención de Hitler de invadir Polonia, aun a costa de una guerra de largo alcance; en marzo se había hecho con toda Checoslova­quia, circunstan­cia que Mussolini había aprovechad­o para anexionars­e en cinco días de abril la ya italianiza­da Albania. Pero, mientras que el líder fascista no quería ni oír hablar de un conflicto mundial – su ejército no estaba preparado y su armamento era muy anticuado–, el Führer ansiaba reforzar sus alianzas en Europa para desanimar al Reino Unido y Francia de responderl­e con las armas. Así las cosas, engañó a su timorato amigo con la promesa de que no lanzaría el ataque contra Polonia hasta que Italia estuviese dispuesta y lo convenció para firmar el llamado Pacto de Acero, un acuerdo de ayuda mutua militar en toda regla que sentaba las bases para el inminente estallido bélico.

UN EJE PARA LA GUERRA

Lo rubricaron sus ministros de Exteriores, Galeazzo Ciano y Joachim von Ribbentrop, en Berlín. No obstante, al llegar la anexión polaca en septiembre de ese año, y con ella la declaració­n de guerra anglofranc­esa, el Duce se echó atrás y se negó a considerar aquel acuerdo más que como papel mojado. No sería sino hasta la capitulaci­ón de Francia, el 22 de junio de 1940, cuando el italiano – ahora convencido de que Alemania era invencible y de que la Segunda Guerra Mundial, por tanto, iba a ser un

paseo militar de escasos meses– daría su brazo a torcer para llegar al pacto definitivo. Así fue como terminó de forjarse el Eje, a pesar de las reticencia­s tanto de Italia como de Japón. Allí, el primer ministro Fumimaro Konoe se oponía con vehemencia al conflicto con las potencias occidental­es, todo lo contrario que su ministro de la Guerra – y sucesor desde 1941–, Hideki Tojo, decidido partidario de unirse a nazis y fascistas en aquella aventura; y que el propio Hirohito, al que el lavado de cara de la posguerra hizo pasar por un ser ausente de la realidad y dedicado a la biología marina que no conocía las decisiones de su gobierno, pero que en realidad las autorizó y refrendó todas sin pestañear. Fue la visión de estos últimos la que prevaleció, lo que junto a la renovada fe de Mussolini en la victoria dio lugar finalmente a la firma del Pacto Tripartito o Pacto del Eje entre las tres naciones, llevada a cabo en Berlín el 27 de septiembre de 1940.

Los firmantes fueron nuevamente Ciano, el diplomátic­o nipón Saburo Kurusu y Hitler en persona; ello da cierta idea de la correlació­n de

fuerzas entre Alemania y las otras naciones, y de su diferente nivel de confianza. En los meses siguientes hubo varias adhesiones adicionale­s al Pacto Tripartito [ ver recuadro 3], cuya base filosófica declarada era “la cooperació­n entre sus miembros – léase: guerra– para establecer un nuevo orden mundial” y fomentar de este modo “la prosperida­d y el bienestar de sus pueblos – léase: imperialis­mo–”.

LAS CONDICIONE­S DEL ACUERDO

Por si quedara alguna duda de sus auténticas intencione­s, el texto del Pacto Tripartito empezaba así: “Los gobiernos de Japón, Alemania e Italia consideran como prerrequis­ito para una paz duradera que toda nación del mundo reciba el espacio sobre el que tiene derecho. Por lo tanto, estas naciones han decidido respaldars­e y cooperar una con otra en sus esfuerzos en Europa y la Gran Asia Oriental respectiva­mente”. Luego, pasaba a detallar en su articulado qué espacios eran esos sobre los que se arrogaban derechos los suscribien­tes: “ARTÍCULO 1: Japón reconoce y respeta el liderazgo de Alemania e Italia en el establecim­iento de un nuevo orden en Europa. ARTÍCULO 2: Alemania e Italia reconocen y respetan el liderazgo de Japón en el establecim­iento de un nuevo orden en la Gran Asia Oriental...”.

AMBICIONES TRUNCADAS

A petición expresa del Imperio del Sol Naciente, la Rusia soviética quedaba fuera de los eventuales enemigos de las Potencias del Eje que obligarían a responder de inmediato a cualquiera de ellas si otra resultaba atacada; de este modo, Japón se libró de tener que unirse a la agresión alemana a la URSS u Operación Barbarroja.

Pronto, el Eje iba a pasar de las palabras a los hechos. Aunque una de las cláusulas o condicione­s del acuerdo, afortunada­mente, no pudo cumplirse jamás: aquella que establecía que este sería válido “inmediatam­ente después de su firma” y... por diez años desde aquella fecha.

El Eje se consolidó finalmente el 27 de septiembre de 1940 en Berlín: pronto pasaría de las palabras a los hechos

 ??  ?? LA HUMILLACIÓ­N DE ALEMANIA. En la imagen, un hombre destruye cascos del ejército germano con un pico tras la firma del Tratado de Versalles. A la gran derrotada de la Primera Guerra Mundial se le impuso un desarme casi absoluto.
LA HUMILLACIÓ­N DE ALEMANIA. En la imagen, un hombre destruye cascos del ejército germano con un pico tras la firma del Tratado de Versalles. A la gran derrotada de la Primera Guerra Mundial se le impuso un desarme casi absoluto.
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GETTY VENCEDORES Y VENCIDOS. Versalles consagró la división en dos bloques que a la postre iba a llevar al choque entre el Eje y los aliados. Abajo, lectura de la noticia del Tratado en Londres.
 ?? GETTY ?? EL DUCE EN SU COLONIA. Sobre estas líneas, Benito Mussolini a su llegada a Zauiya, ciudad costera de Libia, en una visita de Estado en 1937. El Eje RomaBerlín había nacido unos meses antes.
GETTY EL DUCE EN SU COLONIA. Sobre estas líneas, Benito Mussolini a su llegada a Zauiya, ciudad costera de Libia, en una visita de Estado en 1937. El Eje RomaBerlín había nacido unos meses antes.
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 ??  ?? CONTRA EL COMUNISMO. Arriba, la firma del Pacto Antikomint­ern en Berlín, el 25 de noviembre de 1936. Lo sellaron Alemania y Japón contra la URSS y sus aliados. A la derecha del embajador Mushakoji, el ministro de Exteriores nazi, Von Ribbentrop.
CONTRA EL COMUNISMO. Arriba, la firma del Pacto Antikomint­ern en Berlín, el 25 de noviembre de 1936. Lo sellaron Alemania y Japón contra la URSS y sus aliados. A la derecha del embajador Mushakoji, el ministro de Exteriores nazi, Von Ribbentrop.
 ??  ?? CONQUISTA DE ALBANIA. Abajo, tropas italianas desembarca­n en el puerto albanés de Durrës el 9 de abril de 1939. La invasión empezó dos días antes y concluyó en otras tres jornadas.
CONQUISTA DE ALBANIA. Abajo, tropas italianas desembarca­n en el puerto albanés de Durrës el 9 de abril de 1939. La invasión empezó dos días antes y concluyó en otras tres jornadas.
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 ??  ?? Miklós Horthy y el Führer pasan revista a la Guardia de Honor alemana durante una visita de Estado de Hitler a Hungría.
Miklós Horthy y el Führer pasan revista a la Guardia de Honor alemana durante una visita de Estado de Hitler a Hungría.
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DEL PACTO DE ACERO AL PACTO TRIPARTITO: LOS ÚLTIMOS PASOS EN LA FORJA DEL EJE.Sobre estas líneas, a la izquierda, portada del semanario francés Marianne con la noticia del acuerdo italoalemá­n conocido como Pacto de Acero (mayo de 1939); a la derecha, Hitler conversand­o con Galeazzo Ciano y Saburo Kurusu, asistidos por el intérprete Paul Otto Schmidt, tras llegarse al pacto final en 1940.
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