El imperialismo JAPONÉS
Entre finales del siglo XIX y principios del XX, se gestó una eclosión ultranacionalista en Japón que provocó guerras internas y externas e hizo asumir el militarismo como única forma de supervivencia.
La espina dorsal de la política exterior japonesa durante los prósperos años del shogunato Tokugawa fue un calculadísimo aislamiento de las perniciosas influencias culturales, sociales, económicas y comerciales de Occidente. La insularidad de Japón definió acusadamente su carácter. Y en buena medida explica la eclosión ultranacionalista que habría de gestarse en las décadas finales del siglo XIX y principios del siglo XX.
El País del Sol Naciente despertó violentamente de su letargo el 8 de julio de 1858, cuando cuatro buques estadounidenses armados hasta los dientes hicieron acto de presencia en la bahía de Edo. Bajo la amenaza de la fuerza, el shogún fue obligado a firmar el Tratado Harris, que finiquitaba el aislamiento nipón garantizando a los americanos la apertura de varios puertos para el comercio y la rúbrica de sendos “acuerdos desiguales” con Estados Unidos y Reino Unido, que garantizaban a ambas naciones la extraterritorialidad en los puertos, lo que significaba que quedaban completamente al margen de las leyes niponas y la autoridad del shogún. La indignación social no se hizo esperar. Semejante humillación no era plato de buen gusto, y pronto un sustancial porcentaje de la población comenzó a señalar y culpar al decrépito régimen del shogunato como responsable de las concesiones y la rendición a las potencias occidentales.
LA RESTAURACIÓN IMPERIAL
La guerra Boshin ( 1868- 1869), entre partidarios y detractores del shogún imbuidos de un acentuado frenesí xenófobo, se saldó con la caída del régimen y la restauración del emperador como figura central de la política japonesa. La nueva élite gobernante encontró un delicado balance entre xenofobia por principio y pragmatismo por necesidad, mirando de reojo a Occidente con el objetivo de modernizar el país e incorporando finalmente a Japón a la inercia de la Revolución Industrial a partir de los años 80 del siglo XIX. Uno de los principios motores del período Meiji fue situar a Japón en el mapa de las potencias internacionales y terminar de una vez por todas con los odiosos “tratados desiguales”, sacudiéndose
las humillaciones de las últimas décadas sin por ello dejar de imitar todos aquellos aspectos que aceleraran la integración de Japón, con relaciones de igual a igual, en el sistema internacional. Estas necesidades políticas y económicas convivían con el auge imparable de un nacionalismo que cambió de orientación a medida que Japón ganaba terreno y confianza en la escena internacional.
COREA, CHINA Y FORMOSA
De un nacionalismo basado únicamente en el rechazo aislacionista de todo lo extranjero se pasó a otro mucho más agresivo, de corte netamente imperialista, que se miraba en el espejo del modelo de construcción nacional alemán, con un componente étnico muy acentuado que explica la exitosa difusión de los prejuicios xenófobos. La vertebración de un nuevo Estado en el que los militares jugaban un papel extraordinariamente protagonista fomentó el complejo de superioridad racial y el mesianismo civilizador – muy especialmente, con respecto a las otras naciones asiáticas–, así como un nacionalismo exacerbado que se establecía en torno al progresivo reconocimiento como religión de Estado del sintoísmo ( en detrimento del budismo, de origen foráneo), que llevaba aparejado un fervoroso culto a la persona del emperador y un patriotismo excluyente.
Poco a poco, Japón asumió que el imperialismo era una necesidad de supervivencia en un mundo en el que los Estados más fuertes subyugaban a los más débiles; se trataba casi de una obligación insoslayable en una escena internacional de competencia feroz. Ello, sumado a la inflamación patriótica y xenófoba cimentada en el aislacionismo Tokugawa y en el militarismo nacionalista hegemónico y antioccidental, forjado durante los primeros tiempos de la era Meiji, era un cóctel letal: Japón reclamaba su espacio vital y, lo más importante de todo, ya tenía medios para conquistarlo.
La víctima más propicia para comenzar a forjar un nuevo imperio era Corea. Los sectores más reaccionarios de la sociedad nipona exigían que el rey de Corea reconociera la autoridad y supremacía del emperador japonés y, aunque
algunos personajes influyentes en la corte defendían una intervención armada directa, se optó por un modelo de imperialismo más blando, pero no menos decidido. La presión de los cañones navales de los buques japoneses acabó empujando a Corea a abrir de mala gana algunos de sus puertos al comercio con Japón. Poco a poco, este intentó erradicar la influencia china en el gobierno coreano con políticas cada vez más agresivas, lo que provocó una tensión creciente que se tradujo en revueltas contra el gobierno prochino coreano y en un intento fallido de golpe de estado, apoyado por Japón, en 1884. Las tensiones se fueron enquistando hasta que en 1894, finalmente, el desencuentro entre China y Japón, en pugna por el control de Corea, cristalizó en la Primera guerra sino- japonesa. La superioridad nipona en tierra y mar, materializada en el aplastamiento de buena parte de la flota de China, empujó a esta a pedir una paz onerosa, rubricada con el Tratado de Shimonoseki en abril de 1897. En él, además de reconocer la independencia de Corea y abonar una sustanciosa indemnización de guerra, China hacía importantes concesiones territoriales a su enemigo; fundamentalmente, Formosa ( posteriormente Taiwán) y la península de Liaotung.
DE LOS BÓXERS A LA GUERRA CON RUSIA
Japón se afanó entonces en fortalecer su perfil de potencia internacional incrementando el gasto militar y jugando un papel decisivo en la represión de la revuelta de los Bóxers en China, en la que se vieron implicadas todas las grandes naciones en 1899. Fue un movimiento que demostraba la implicación cada vez mayor de los nipones en los asuntos de envergadura mundial. Pero sería precisamente la guerra de los Bóxers la que abriese otro frente de agria disputa con otra gran potencia. Aprovechando el conflicto, Rusia movió ficha y ocupó Manchuria, negándose a retirar sus tropas una vez la revuelta estuvo sofocada. Japón se
Japón dio el último paso al Imperio en 1910 al anexionarse la península coreana sin ninguna oposición
sentía ya fuerte como para interpelar al zar de tú a tú; gracias, en parte, al recién rubricado tratado de alianza anglo- japonesa que, en la práctica, era un espaldarazo a la voluntad nipona de forjarse una esfera propia de influencia en Asia garantizándose la no intervención de terceros y, no menos importante, la censura a la presencia rusa en Manchuria. Tras arduas e infructuosas negociaciones bilaterales llevadas a cabo en 1902 y 1903, Japón se vio lo suficientemente seguro como para recurrir a las armas. Estalló así la guerra ruso- japonesa en 1904, sellada con una incontestable victoria nipona en el Estrecho de Tsushima, donde los buques japoneses arrollaron a la flota del Báltico.
NACE UNA NUEVA POTENCIA
Fue una notable victoria estratégica para los nipones, rubricada en el Tratado de Portsmouth en septiembre de 1905, y una humillante derrota para los rusos, que inclinó definitivamente la balanza del poder en Extremo Oriente a favor de Japón. Este obtuvo pingües compensaciones territoriales, pero también sufrió numerosas pérdidas humanas y estuvo al borde de la bancarrota, de la que fue salvada solo por la “generosa” intervención de prestamistas estadounidenses. Con las manos ya completamente libres, Japón dio el último paso al Imperio en 1910 al anexionarse la península coreana sin oposición, lo que avalaba el reconocimiento por parte de las otras potencias del País del Sol Naciente como un igual. Esa posición quedó reforzada en la I Guerra Mundial. Japón tuvo un papel marginal en el conflicto, pero tomó partido por el bando aliado. Durante la contienda conquistó Shandong, en China, y se apoderó de los territorios alemanes en el Pacífico Sur, adquisiciones que fueron ratificadas durante la Conferencia de Versalles, tras la cual Japón consolidó su posición al convertirse en uno de los cuatro miembros permanentes del Consejo de la Sociedad de Naciones. La guerra consintió al país reforzar sustancialmente su sector industrial y, en general, comenzó en el período de entreguerras una época boyante. También, un proceso de democratización liberal en el que, aparentemente, el fervor nacionalista-imperialista se vio relajado, al menos hasta que Corea y China comenzaron a agitarse en su
empeño por liberarse del yugo nipón. La brutal represión de una manifestación independentista en Corea, en marzo de 1919, y el Movimiento del Cuatro de Mayo, que abogaba por la devolución a China de los territorios sustraídos por Japón a Alemania durante la guerra, volvieron a inflamar los ánimos de los más nacionalistas. La política de pacto y moderación, que cristalizó en diversas alianzas multilaterales – entre ellas, el Pacto de las Cuatro Potencias, suscrito por Japón, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, que determinaba el mantenimiento del status quo en el Pacífico–, se convirtió pronto en papel mojado con el auge de grupos de extrema derecha enormemente críticos con el régimen democrático.
UNA IMPARABLE ESCALADA DE TENSIÓN
El papel cada vez más protagónico de la jerarquía militar, que gobernó defacto el país a partir de 1931, se vio espoleado por la crisis económica mundial de 1929, que fortaleció las posiciones de los sectores más ultranacionalistas. En medio de este clima de militarización imperialista se produjo el Incidente de Manchuria, cuando el 18 de septiembre de 1931 el ejército estacionado en Kwantung decidió unilateralmente la ocupación militar de Manchuria dando pie a la formación de un Estado semiautónomo, pero
vasallo de Japón, bautizado como Manchukuo. El Imperio japonés incluía ya Corea, Manchuria, Taiwán, las islas del Pacífico y los territorios chinos obtenidos en Versalles, y en 1937 adquirió una nueva dimensión con el estallido de la segunda guerra sino- japonesa, a causa de una escaramuza entre soldados chinos y nipones en las proximidades del Puente de Marco Polo ( Pekín).
Esta vez el objetivo japonés era nada menos que la subyugación de China. Tras la toma de Shanghái y, posteriormente, de Nankín, que se saldó con una auténtica masacre en la que se produjeron más de doscientas cincuenta mil muertes, Japón ya era dueña de buena parte del Asia oriental. En noviembre de 1936, el emperador había suscrito un acuerdo, el Pacto Antikomintern, con la Alemania de Hitler, coincidiendo con el deterioro de las relaciones con Estados Unidos. La cancelación, por parte estadounidense, del tratado comercial bilateral en vigor entre ambos países empujó a Japón a poner el foco imperialista en el sudeste asiático, en busca de materias primas. Aprovechando la debilidad de Francia, desbordada en el frente europeo por la presión alemana, Japón ocupó los territorios de la Indochina francesa.
EE UU respondió a la agresión con un embargo de las exportaciones de petróleo. Dominada por exaltados militares ultranacionalistas, frontalmente reñidos con la realidad y las contraindicaciones de una declaración de guerra a gran escala, Japón despreció el ultimátum estadounidense que exigía su inmediata retirada de China. La guerra era ya inevitable. El 7 de diciembre de 1941, la aviación nipona bombardeó a la flota estadounidense amarrada en Pearl Harbor, entrando así formalmente en guerra con los aliados. El fracaso del período constitucional y del ensayo democrático de entreguerras había llevado a la cúspide del poder a un puñado de militares fanáticos de extrema derecha, que iban a llevar al país a una catastrófica derrota y a la total ruina económica.
Japón despreció el ultimátum de Estados Unidos que exigía su inmediata retirada de China