Faraones y dioses
El gobierno de los antiguos reyes de Egipto, Egipto personajes carismáticos de enorme autoridad política y religiosa y reverenciados por sus súbditos como auténticas deidades, se remonta e o ta más ás allá a á del de año a o 3000 a.C.
Zoser no fue el primer faraón, pero sin su decisión de construirse una morada póstuma de pisos superpuestos y escalonados nuestra percepción del Antiguo Egipto y de sus gloriosos soberanos sería hoy muy distinta. Zoser reinó durante la Dinastía III y su decisivo impulso a la construcción de las pirámides, gran símbolo de la monarquía del Nilo, marcaría una línea a continuar por sus sucesores, que fueron superándose y dejando así una huella indeleble en la historia. La memoria de los faraones se vuelve muy conocida a partir de entonces. Las pirámides de Keops, Kefrén y Micerino han cumplido con el tiempo su función de engrandecer a sus respectivos promotores, proyectando una idea de magnificencia sobre los jerarcas del mundo egipcio, que más que reyes eran prácticamente dioses.
Sin embargo, los faraones ya gobernaban 400 años antes de que las pirámides empezaran a construirse. El reinado de estos personajes carismáticos reverenciados por sus súbditos, de enorme autoridad política y religiosa, se remonta hasta el Neolítico, más allá de 3000 a.C. La arqueología ha encontrado tantos rastros de los pioneros que incluso los ha agrupado en una protodinastía, la 0, de la que formaron parte monarcas de los que solo se conoce una tumba y alguna inscripción con un nombre simbólico: habitualmente, un doble signo jeroglífico que siempre se inicia con el halcón mitológico Horus, que denotaba la condición de rey, seguido de un nombre propio. El significado de algunos de estos últimos no ha sido descifrado, por lo que a estos personajes se los conoce simplemente por la pronunciación del signo, y así tenemos a Iry y Ka como primeros reyes. En seguida les sucede otro llamado Rey Escorpión, cuyo símbolo animal es evidente. La importancia de su mandato es objeto de consenso por haber aparecido su jeroglífico tallado en lugares lejanos como Nubia o el desierto al oeste de Tebas.
NARMER, PRIMER FARAÓN HISTÓRICO
Esos primeros faraones gobernaron muy lejos de las pirámides que construirían sus descendientes. En la etapa inicial se establecieron en el Alto Egipto, el curso inicial del Nilo dentro del territorio histórico del país, en el sur, más cerca de la primera catarata del río que de la desembocadura. Sería la acción conquistadora de los faraones la
que los llevaría hasta el delta del Nilo, del que se apropiaron. Esta acción, que unificaría sus dominios en torno a la totalidad del recorrido del gran río (desde la isla de Elefantina hasta las costas mediterráneas), la completó Narmer, el primer gran faraón histórico, fundador de la Dinastía I. En varias paletas rituales sobre las que se grabaron imágenes de guerra –que constituyen auténticos cómics neolíticos– han quedado narrados hechos esenciales de las guerras de unificación protagonizadas por el portentoso Narmer: el faraón inspeccionando un campo de batalla con víctimas decapitadas; el faraón transfigurado en un toro que aplasta a un enemigo de inequívocos rasgos asiáticos; el faraón haciendo caer a otros rivales con aspecto de pertenecer a tribus libias... En las imágenes se ve a Narmer con dos coronas, como luego será habitual, demostrando que llegó a mandar en el Alto y en el Bajo Egipto, este último recién conquistado. La tendencia a divinizar a los faraones −hijos de los dioses− ya empieza a darse en este momento.
REYES DEL IMPERIO ANTIGUO
Buscando consolidar su poder, estos primeros reyes se convirtieron en monarcas itinerantes que recorrían constantemente el Nilo para estar presentes en todos los rincones de sus grandes dominios. Luego, con las dinastías que dieron origen al Imperio Antiguo, se trasladarían a Menfis, en el delta, que se convirtió en capital. Y, junto a su nueva residencia en vida, iban a instalar también las que serían sus moradas después de la muerte: así surgieron los enclaves funerarios de las pirámides.
Entre los nombres más destacados de esta época de grandiosidad, además del citado Zoser, brillan
El impulso de Zoser a la construcción de las pirámides, símbolo de la monarquía del Nilo, marcó la línea a sus sucesores
los de Esnofru y Keops. El primero derrotó a nubios y libios (pueblos fronterizos en el sur y el oeste), mantuvo intensas relaciones comerciales con los fenicios –se sabe que desde Biblos se enviaron cuarenta barcos con madera de cedro del Líbano– y perfeccionó la fabricación de las pirámides, no sin esfuerzo. Hasta tres de ellas ordenó edificar, alguna mal acabada, una dedicación constructiva que solo se podía sostener con un grandioso poder personal y el control de las riquezas del país.
DE KEOPS A LOS TEBANOS
Keops, por su parte, llevó a cabo una gran centralización del poder a costa de los sacerdotes. Completó el cambio del culto divino hacia la figura del Sol (Ra), lo que le acarreó choques con el establishment eclesiástico de la época. A los sacerdotes se les atribuye haber extendido la leyenda de Keops como un tirano cruel que esquilmó Egipto para pagar la construcción de la Gran Pirámide (las únicas maravillas del mundo antiguo todavía en pie), propalando incluso el rumor de que había hecho prostituirse a su hija a fin de obtener dinero para la megalómana obra, leyenda negra que aún hoy se recuerda. Tras acabar la Dinastía VI, Egipto entró en un período de disgregación en que los caciques locales asumieron el poder sobre dominios más pequeños y la autoridad central dejó de ser efectiva. No vol- verían a aparecer faraones destacables hasta que se produjo un nuevo movimiento de recentralización, para el cual fue necesario esperar hasta la Dinastía XI. Fue la primera con mandatarios procedentes de Tebas, una ciudad del Alto Egipto que, de ser un enclave de escasa importancia, pasó a convertirse en la nueva plaza fuerte del país, llegando a exhibir una grandiosidad que encandilaría al mundo antiguo (Homero se hizo eco de esta admiración llamándola “la ciudad de las cien puertas”).
El Imperio Nuevo es la parte más gloriosa de la historia egipcia y la de faraones más conocidos
HACIA UN NUEVO ESPLENDOR
Encabezó esta nueva élite Mentuhotep II, que eliminó a otros reyezuelos rivales y restableció la autoridad del faraón. Sus sucesores, que llevarían su mismo nombre, Mentuhotep III y IV, mantuvieron la voluntad de grandeza con ambiciosas expediciones para controlar el sur y las rutas del este que cruzaban el desierto hasta el mar Rojo. Sin embargo, tras la Dinastía XII (la de los Sesostris) y la XIII,
Egipto volvería a caer en las mismas tendencias centrífugas ya vividas y pasaría por un largo paréntesis conocido como el de los “reyes extranjeros” o hicsos, venidos de Oriente Medio [ver recuadro 1]. Los egipcios vivieron esta etapa como una humillación y sus élites más aguerridas acabaron por expulsar a los invasores tras varios intentos fallidos. El mérito de lograrlo le correspondió a Amosis, quien conquistó su capital, Ávaris. Comenzaba así el Imperio Nuevo, la parte más gloriosa de la historia egipcia, con sus faraones más conocidos. La Dinastía XVIII es la gran protagonista. Es el momento de los Amenofis y los Tutmosis y también de Hatshepsut, la más destacada de las pocas reinas- faraones que accedieron a la doble corona egipcia [ ver recuadro 2].
LA EXTRAORDINARIA “HIJA DE AMÓN”
Amenofis I y Tutmosis I ampliaron los dominios egipcios por el sur, hasta la cuarta catarata nubia. El segundo también irrumpió en Siria y Palestina, algo que se convertiría en una tradición, ya que los egipcios no querían que se repitiera otra invasión a través de la península del Sinaí. Dos de los hijos de Tutmosis I se casaron entre sí, algo que no era extraño a una familia real en la que imperaba la endogamia. La particularidad de este matrimonio entre el que sería Tutmosis II y su esposa-hermanastra Hatshepsut fue que el detentador del trono viviría poco, de forma que el hijo que le sucedió, Tutmosis III, era menor de edad y la regencia recayó en su madre. Pero Hatshepsut no se conformó con este rol temporal y, en el séptimo año de su regencia, se hizo coronar faraón con el nombre de Maatkara y legitimó este paso presentándose como hija carnal del dios Amón, la principal divinidad para los tebanos. Tan inhabitual decisión nos indica que Hatshepsut controlaba con mucha seguridad las rien-
das del poder, tanto como para atreverse a dar ese paso sin temer oposición interna. También nos habla de su aplastante seguridad en sí misma. Hay que tener en cuenta que la condición de faraón solo podía ser asumida por el hombre. La solución encontrada por Hatshepsut fue presentarse con atributos masculinos, tal y como muestran los relieves de su gran templo funerario en Deir el-Bahari, uno de los monumentos más espectaculares de la historia egipcia. Por ello, no pudo volverse a casar, aunque se le atribuye una relación secreta con uno de sus hombres de confianza, Senenmut. Su reinado tuvo como hito la expedición comercial al país de Punt, de donde procedían algunos de los artículos de lujo más codiciados por los egipcios, como el incienso y la mirra. También incrementó el contacto con los pueblos griegos del Egeo, con los que empezó a tratar comercialmente de forma directa (hasta entonces se había hecho mediante intermediarios).
EGIPTO COMO SUPERPOTENCIA
Hatshepsut reinó 22 años, durante los que Tutmosis III esperó pacientemente. El hecho de que no intentase un golpe de Estado denota el alcance del poder de la reina. Si esta se había mostrado pacífica, Tutmosis III priorizó la guerra y la conquista. Atacó al reino de Mitanni (situado al norte de Siria) y ganó en esta campaña la famosa batalla de Megido. Se le atribuye haber llegado hasta el Éufrates, el límite máximo de la influencia egipcia. Sus sucesores heredaron el mayor poder territorial de Egipto, convertido en un verdadero imperio. Amenofis III lo asentó como superpotencia de la época mediante pactos, anteponiendo los acuerdos y tratados a las armas. Para ello, una de sus estrategias favoritas sería la de la diplomacia matrimonial. Se desposó con princesas provenientes de los principales reinos con los que mantenía relaciones, de cara a lograr un dominio simbólico sobre ellos pero que, al mismo tiempo, les hiciera sentir una vinculación con el gran faraón (al que se refieren en la correspondencia con términos familiares como “padre” o “hermano”).
EL HERÉTICO AKENATÓN
Tras la cumbre que supuso Amenofis III, llegó el mayor cisma de la milenaria trayectoria del mundo egip-
cio. Lo protagonizó su hijo Amenofis IV, quien impuso la adoración a un nuevo dios único, Atón (el disco solar), prescindiendo de la larga lista de dioses de mayor o menor importancia que componían el rico panteón tradicional. Se trató de un giro religioso de tal calibre –se le ha calificado como creador de la primera religión monoteísta de la historia– que incluso el mismo faraón optó por modificar su nombre y pasar a llamarse Akenatón, vinculándose así al dios Atón. El experimento resultó un desastre. Se cree bastante probable que Akenatón y su esposa, la bella e influyente Nefertiti, fueran depuestos. En cualquier caso, tras la “herejía” volvió a reinstaurarse a Amón como deidad primordial.
La Dinastía XVIII ya no aguantaría muchos más vaivenes. Tras Akenatón ascendió al poder Tutankamón, un joven que viviría pocos años (de ahí el nombre de “faraón niño” con el que se lo conoce). Hoy se sabe que su muerte se debió probablemente a un accidente de su carro. Fue un faraón intrascendente políticamente, pero las inmensas riquezas de su tumba, la única descubierta intacta (en 1922), hace que sin duda sea más famoso que cualquier otro de los citados.
A Tutmosis III se le atribuye haber llegado hasta el Éufrates, el límite máximo de la influencia egipcia, convirtiendo al país del Nilo en un verdadero imperio
RAMSÉS II, EL MÁS GRANDE
Las siguientes dinastías se esforzaron por mantener el enorme imperio legado por los grandes reyes de la XVIII. El más exitoso fue Ramsés II, el principal de los miembros de la Dinastía XIX ( de origen militar). El segundo de los Ramsés es – junto a Tutankamón– el más conocido de todos los faraones. ¿ Por qué? Seguramente porque fue el que más utilizó la propaganda. Relató con todo lujo de detalles hechos históricos de su reinado, el principal de ellos la batalla de Qadesh, que lo enfrentó a los hititas en tierras palestinas. En ella, según la narración visual esculpida en varios templos y monumentos, participó el faraón activamente, montado en su propio carro de guerra, y estuvo a punto de morir, rodeado en una hábil emboscada enemiga.
En la fama de Ramsés II influye también la larga duración de su reinado: sesenta y seis años –en total vivió 87– en los que celebró decenas de fiestas sed (jubilares), que solo tenían lugar a partir de los treinta años en el trono. Durante dichas celebraciones se renovaba el espíritu del faraón para que pudiese seguir acometiendo su tarea.
Pero sería injusto pensar que Ramsés II únicamente fue bueno en el arte de la propaganda. El estudio de fuentes de origen no egipcio ha corroborado la importancia de algunos hechos de su reinado, en particular del tratado de paz que firmó tras los hechos de Qadesh con el rey hitita Hattusili III, el primer acuerdo internacional que se conserva por escrito en toda la historia. Demuestra que no solo era capaz de guerrear furiosamente, sino también de saber cuándo había que hacer la paz.
Con Ramsés II el Grande, Egipto y sus faraones tocaron techo. Ninguno posterior lo igualaría, aunque la gloria para esta irrepetible forma de monarquía conectada a la divinidad, en cualquier caso, estaba asegurada.