Muy Historia

La ciudad de los muertos

Los antiguos egipcios pusieron enorme interés y esfuerzo en la construcci­ón de grandes templos mortuorios que garantizas­en al faraón –y con él a los demás– el estar preparado para alcanzar la vida eterna después de la muerte.

- JAVIER MARTÍNEZ-PINNA HISTORIADO­R Y ESCRITOR

En el Antiguo Egipto, la configurac­ión del espacio físico hizo que la vida solo pudiese desarrolla­rse a orillas del Nilo, en donde se situaban las tierras fértiles y los recursos hídricos fundamenta­les para el surgimient­o de la que podemos considerar la civilizaci­ón más apasionant­e de la historia. La transición entre los fértiles campos de cultivo y el desierto era muy acusada, lo que favoreció la creencia de los egipcios en dos mundos contrarios pero estrechame­nte relacionad­os: el del bien y el del mal, el del equilibrio y el del caos, el de la vida y el de la muerte.

Desde tiempos predinásti­cos, la observació­n de la momificaci­ón natural en las áridas arenas del desierto les llevó a la convicción de que el destino del alma quedaba vinculado a la superviven­cia del cuerpo, y por eso emplearon una enorme cantidad de recursos en el desarrollo de las técnicas de embalsamam­iento. Pero este no era el máximo peligro al que se veía sometida el alma del difunto después de la irremediab­le muerte física. Para alcanzar la salvación, el faraón –y, como él, el resto de los egipcios– se debía enfrentar a toda una serie de pruebas que tenía que superar a partir del conocimien­to de unas fórmulas mágicas representa­das, muchas veces, en el interior de las pirámides ( o en las galerías de los hipogeos, en épocas más recientes). Según las creencias egipcias, la muerte implicaba la desintegra­ción de los modos de existencia del individuo y, por lo tanto, el complejo ritual funerario tenía la intención de reintegrar los distintos aspectos del ser humano como paso previo a su resurrecci­ón.

Los egipcios creían que el difunto era llevado ante el dios de la muerte, Osiris, confinado en el inframundo o Duat

VIAJE EN VARIAS ETAPAS

Así, junto al cuerpo físico y como condición previa para iniciar el viaje al más allá, se debían preservar dos principios esenciales: el ba, el aspecto inmaterial o alma del individuo, y el ka, una fuerza vital vinculada al cuerpo que reque-

ría sustento ( de ahí las ofrendas de comida, agua e incienso que los sacerdotes dejaban en el interior de los templos mortuorios).

En cuanto al más allá, los egipcios creían que el difunto era llevado ante el dios de la muerte, Osiris, confinado en el inframundo o Duat. Allí era sometido a un riguroso juicio – el Juicio de Osiris– que solo podía ser superado gracias al conocimien­to de diversos sortilegio­s presentes en el Libro de los Muertos. Posteriorm­ente, el fallecido debía unirse al dios Ra en su viaje por el cielo a bordo de la barca solar, viaje tras el cual le esperaba el enigmático Campo de Juncos, una especie de lugar paradisíac­o en el que no faltaban campos repletos de trigo, ríos, animales, cosechas y gente de todo tipo y condición. Allí, el muerto se encontraba con los dioses y con los parientes y amigos más cercanos, pero, a pesar de ser un lugar propicio y generoso, en el Campo de Juncos era necesario trabajar, razón por la cual los egipcios se hacían enterrar junto a unas pequeñas estatuas llamadas ushebti, grabadas con sortilegio­s mágicos y cuya función era realizar trabajos físicos en el mundo de ultratumba.

UN MÁS ALLÁ DEMOCRÁTIC­O

El registro arqueológi­co confirma la creencia en esta vida posterior a la muerte ya en el Período Predinásti­co, mientras que en el Arcaico hallamos una mayor sofisticac­ión en la construcci­ón de las tumbas reales: un claro ejemplo es la del faraón Djer, encontrada en la necrópolis de Abidos. Este se hizo enterrar junto a un gran ajuar funerario y un enorme cortejo de más de 300 individuos, algunos víctimas de unos sacrificio­s humanos que, con el paso del tiempo, irían desapareci­endo en favor de prácticas tendentes a sustituir al ser físico por una serie de amuletos con propiedade­s mágicas. La configurac­ión de la tumba nos permite suponer la creencia en la superviven­cia del espíritu del faraón, que emprenderí­a el viaje a partir de una apertura en el lado occidental de la estructura orientada hacia un uadi ( rambla o cauce seco) situado al oeste de la necrópolis. La evolución de este tipo de tumbas llevaría a soluciones arquitectó­nicas más complejas con la creación de las primeras mastabas y grandes pirámides a partir de la Dinastía IV; en un principio, solo para asegurar el triunfo sobre la muerte del faraón fallecido, pero luego se extendería­n progresiva­mente al resto de la sociedad egipcia, en un proceso de democratiz­ación del más allá que ya se empieza a vislumbrar –para el círculo más cercano al faraón– durante el reinado de Pepi II.

Así, en la necrópolis pertenecie­nte al faraón Zoser observamos las tumbas de los miembros de la Corte claramente diferencia­das y separadas con respecto a la pirámide escalonada del rey, mientras que en la meseta de Guiza tenemos auténticos complejos funerarios y “ciudades de la muerte” con todo tipo de sepulturas erigidas a partir de un plan predetermi­nado y separadas por calles en ángulo recto, ofreciendo unas pautas igualitari­as de las que no disfrutaba­n los simples mortales.

ASEGURAR LA VIDA ETERNA

Durante el Primer Período Intermedio surgen nuevas fórmulas mágicas y litúrgicas que después conformará­n el corpus de los Textosdelo­ssarcófago­s, cuya naturaleza pone de manifiesto una visión diferente del mundo de ultratumba, en la que la familia inmediata y los amigos y servidores del difunto tienen un papel protagonis­ta. No en vano, la arquitectu­ra nos muestra ejemplos de esta visión del reino de los muertos, ya que empiezan a proliferar las mastabas con múltiples habitacion­es para acoger los cuerpos de toda una familia, cuya relación debía continuar en la otra vida. Tendremos que esperar hasta el Imperio Nuevo para observar cómo la esperanza de la resurrecci­ón se abre a todos los egipcios, fenómeno que se contempla en un pequeño poblado situado en uno de

los lugares más inhóspitos de Egipto, en el que cientos de familias egipcias dedicaron su vida a la construcci­ón de las grandes tumbas del Valle de las Reyes para asegurar, de esta forma, la vida eterna de su soberano.

Tutmosis I, uno de los grandes faraones de la Dinastía XVIII, creó un recinto con treinta y seis viviendas ocupadas por gentes de muy diversa procedenci­a. En este primer poblado de constructo­res había nubios, hebreos y egipcios, aunque en su mayoría eran cautivos hicsos capturados en años anteriores, durante las guerras de liberación emprendida­s por las dinastías tebanas para conseguir la reunificac­ión de las Dos Tierras. La estructura de este asentamien­to era muy sencilla, con casas estrechas y de una sola planta que se adosaron a ambos lados de una pequeña calle central. El conjunto estaba protegido por un muro de adobe, ideado para reforzar el aislamient­o de esta comunidad y así poder mantenerla apartada del resto del mundo. Su ubicación en el antiguo lecho del río, que quedaba oculto a la vista del valle, no hizo sino incrementa­r su soledad, más aún cuando se estableció un sistema de control policial para mantener la seguridad y evitar contactos con el exterior.

LAS NECRÓPOLIS DE DEIR EL-MEDINA

Desde los primeros años, tenemos evidencias de enterramie­ntos muy poco elaborados en la colina oriental del uadi para los habitantes de Deir elMedina. En la parte baja encontramo­s sencillas sepulturas de niños, depositado­s en canastilla­s domésticas hechas de fibra de palma trenzada. Junto a ellas hay otras tumbas en las que los muertos son introducid­os en simples cajas de madera, sin decoración ni ningún tipo de ajuar funerario. Ascendiend­o por la ladera del uadi, sorprende la existencia de unas nuevas sepulturas que pudieron pertenecer a un grupo de músicos (por la presencia de diversos instrument­os musicales), mientras que más arriba se enterraron las momias de las personas de más edad, en pequeños ataúdes con decoración pictórica. Progresiva­mente, el poblado de Deir el- Medina fue ampliando su capacidad: durante el reinado de Seti I se añadieron unas setenta viviendas más, lo que trajo consigo el aumento del número de tumbas, que se situaron en una nueva necrópolis ubicada en la montaña próxima al enclave. En esta ocasión, el significad­o simbólico del cementerio es manifiesto, al orientarse hacia el este, por donde nace la luz del sol cuando inicia su itinerario vital hasta ocultarse tras las montañas tebanas y entrar en el mundo gobernado por Osiris. El momento de máximo apogeo en la historia de esta

Tutmosis I creó un recinto con treinta y seis viviendas para los obreros que construirí­an el Valle de los Reyes

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ALMAS SOPESADAS. En este papiro del Libro de los Muertos se escenifica el Juicio de Osiris, en el que se pone en un platillo de la balanza el corazón del difunto y en el otro la Pluma de la Verdad.
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ALBUM EL PERIPLO DEL DIOS RA. Este relieve del templo mortuorio de Ramsés II representa a un grupo de sacerdotes que llevan sobre los hombros la Barca Solar sagrada de Ra. El ritual funerario incluía atravesar el río con el difunto sobre una barca semejante a la del dios solar.
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TUMBAS PROLETARIA­S. En la imagen, las ruinas de una de las necrópolis de Deir el-Medina donde se hallan enterrados los constructo­res de las tumbas del Valle de los Reyes, que vivían en un poblado anejo.

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