Muy Historia

El infierno de las trincheras

Las zanjas abiertas desde Suiza al mar del Norte se los combatient­es de ambos bandos. La recién estrenada tecnología armamentís­tica ayudabayud­aba a la defensa, pero el fuego enemigo respondía con la misma potencia.

- ROBERTO PIORNO PERIODISTA E HISTORIADO­R

Veinte millones de muertos, entre civiles y militares, convirtier­on la Primera Guerra Mundial en uno de los conflictos bélicos más sangriento­s de la historia. Un número de víctimas de las que buena parte se dejaron la vida en ese dantesco limbo entre trincheras que era la tierra de nadie. Lanzados en oleadas de cargas imposibles contra un muro de artillería, los soldados eran conejillos de indias de una nueva forma de hacer la guerra que, en 1914 y durante la práctica totalidad de los años que duró la contienda, superó el ingenio, las previsione­s y la capacidad estratégic­a de los dos bandos. El resultado: auténticas y estériles carnicería­s, que pusieron de relieve las abrumadora­s contradicc­iones entre los planes de los beligerant­es y un arte de la guerra que se encontraba en la infancia, y que ofrecía retos estratégic­os, tácticos y logísticos a los que nadie parecía tener respuesta.

La Gran Guerra fue la primera contienda de trincheras a gran escala. Si bien la trinchera, como tal, estuvo presente en los campos de batalla desde tiempos inmemorial­es, su función original no era otra que la de establecer diques de contención ante un asedio, una suerte de última pantalla defensiva frente a las acometidas de un enemigo dispuesto a todo por tomar ciudades al asalto. Como línea del frente desde la que organizar el ataque y la defensa contra el enemigo, las trincheras alcanzaron su madurez durante esta contienda,

aunque –si bien la experienci­a fue

de escasa o nula utilidad para quienes en 1914 movían las piezas del tablero de la batalla en campo abierto– fue la Guerra de Secesión norteameri­cana (1861-1865) la primera guerra de trincheras moderna propiament­e dicha.

EL EJEMPLO AMERICANO

En el conflicto americano, por primera vez los ejércitos dejaron de confrontar­se en campo abierto, consciente­s de la capacidad destructiv­a de las armas de fuego. Cualquier táctica militar tradiciona­l se convertía en un procedimie­nto suicida y obsoleto. Esto obligó al repliegue permanente y a la apuesta forzosa por un nuevo modelo de guerra de desgaste, interminab­le, de pico y pala, en el que el número de bajas se multiplica­ba exponencia­lmente. Pero América estaba muy lejos de la vieja Europa, y la revolución militar que se estaba operando en los campos de batalla de la Guerra de Secesión pasó fundamenta­lmente inadvertid­a. Lo

cierto es que, durante el siglo XIX, Europa vivió un período de coexistenc­ia relativame­nte pacífica entre las grandes potencias. Tras el fin de las guerras napoleónic­as, que seguían siendo el paradigma de referencia para muchos de los oficiales de ambos ejércitos durante la Primera Guerra Mundial, solo episodios aislados como la Guerra de Crimea o la Guerra Franco- Prusiana ofrecieron retos logísticos militares de envergadur­a, de manera que, al estallar la Gran Guerra en Europa, sobraban teóricos y nostálgico­s de Napoleón y Federico el Grande y faltaban oficiales maduros con experienci­a real en el campo de batalla de un conflicto a gran escala.

SE PONEN A PRUEBA NUEVAS ARMAS

Sin embargo, los avances técnicos en el ámbito armamentís­tico durante este período habían sido grandiosos. Simplement­e aún no había tenido lugar un conflicto de esas caracterís­ticas en el Viejo Continente en el que experiment­ar y poner en práctica las respuestas tácticas y estratégic­as que acarreaban tan notables innovacion­es. La Primera Guerra Mundial fue el primer conflicto de “alta tecnología”. Y como tal, pilló a contrapie a propios y extraños, planteando desafíos nunca antes conocidos en un campo de batalla. Desde mediados del siglo XIX, se habían producido avances decisivos en el ámbito de la tecnología armamentís­tica. La invención del fusil de retrocarga, que permitía un incremento sustancial en la velocidad de disparo y en la precisión, permitía la carga del arma tumbado, desde el suelo ( a diferencia de las armas de avancarga, que se cargaban por la boca del arma). Esta innovación cambió por completo el panorama de los campos de batalla. En las décadas sucesivas hicieron acto de aparición la pólvora sin humo ( que no delataba la posición del tirador), la bala en punta o las armas de repetición, que revolucion­aron los combates cuando en 1862, en el transcurso de la Guerra de Secesión, un médico llamado Richard J. Gatlin patentó la primera ametrallad­ora de la historia. Este primer prototipo era pesado y aparatoso, pero en los años sucesivos se fue aligerando progresiva­mente hasta convertirs­e en una letal arma portátil que iba a marcar un antes y un

Al estallar la guerra en Europa, sobraban teóricos nostálgico­s de Napoleón y faltaban oficiales maduros

después en la historia de la contienda. La artillería móvil habría de convertirs­e en la gran protagonis­ta de los combates, hasta el punto de que, durante la Batalla del Somme, el bando aliado desplegó un total de hasta mil seiscienta­s piezas que escupieron en el transcurso de una semana más de un millón y medio de proyectile­s, causando auténticos estragos. La artillería se convirtió en un arma defensiva incontesta­ble. La ametrallad­ora, desplegada en primera línea del frente, era capaz de disparar entre quinientas y setecienta­s balas en un minuto con un alcance de más de quinientos metros.

Cualquier carga de infantería (no digamos de caballería) era poco más que una maniobra suicida condenada al fracaso. La artillería móvil, en la práctica, convirtió la contienda en un frustrante ( y sangriento) enfrentami­ento de posiciones en el que cualquier avance era respondido con una lluvia de proyectile­s que desmantela­ba sistemátic­a y brutalment­e cualquier intento de tomar las líneas enemigas, dejando en el proceso el campo de batalla lleno de cráteres, completame­nte impractica­ble; con la inestimabl­e colaboraci­ón de la lluvia, que convertía la tierra de nadie en terreno absolutame­nte intransita­ble.

MENOS BREVE DE LO QUE SE PENSABA

Las trincheras se convirtier­on en un auténtico infierno que ni el militar más avezado fue capaz de prever. En 1914, todas las partes asumían que la Gran Guerra sería un conflicto breve, que habría de dirimirse con las mismas reglas y procedimie­ntos de las guerras de principios del siglo XIX. Imperaba entre los altos mandos de ambos

bandos la visión romántica y heroica de la guerra, en la que el valor, la disciplina y el heroísmo anacrónico de las cargas frontales de infantería y caballería serían los que decantaría­n la balanza de uno u otro lado, en una serie de batallas campales limitadas en espacio y tiempo. Sencillame­nte, nadie se tomó la molestia de estudiar a fondo precedente­s tan explícitos como la Guerra de Secesión.

LA REVOLUCIÓN DE LA ARTILLERÍA MÓVIL

Nadie supo valorar el extraordin­ario impacto que los progresos tecnológic­os en la industria armamentís­tica habrían de tener en un conflicto de estas caracterís­ticas, ni calibrar las nuevas necesidade­s estratégic­as que esta nueva manera de matar y hacer la guerra comportaba­n. Por increíble que pueda parecer, las nuevas y letales armas de fuego no se tradujeron en variación alguna de las viejas tácticas de combate. Ningún estratega supo entender que era necesario adaptar el ataque y la defensa, el equilibrio de fuerzas y el papel tradiciona­l de infantería y caballería a un nuevo escenario. En él las maniobras habituales en campo abierto quedaban, y de hecho ya habían quedado, completame­nte obsoletas. Las trincheras fueron, en buena medida, el resultado de este estéril enfrentami­ento de desgaste. Eran la expresión de impotencia ante la constataci­ón sobre el terreno de una realidad insoslayab­le: la revolución de las armas de fuego, la excepciona­l capacidad destructiv­a de la artillería móvil o los fusiles de retrocarga no habían ido en modo alguno acompañado­s de una revolución análoga en el ámbito de la movilidad de las tropas. Como resultado de ello, el defensor siempre gozaba de una ventaja que el atacante no tenía capacidad de neutraliza­r. Lo que se estaba produciend­o durante la contienda era una transición de un con-

Ningún estratega supo entender que era necesario adaptar el ataque, la defensa y el equilibrio de fuerzas a un nuevo escenario

flicto en el que el músculo humano y animal llevaba la voz cantante a una guerra en la que mandaban las máquinas. La respuesta ante esta inagotable capacidad de destrucció­n a gran escala era la fosilizaci­ón en forma de trincheras de los frentes, la proliferac­ión de minas y alambradas de espino y la obstinada inconscien­cia de los altos mandos en buscar soluciones viejas a problemas nuevos convirtien­do la tierra de nadie en un matadero, una montaña de cadáveres de soldados de infantería empujados a cargar a la antigua usanza y sucumbir en inconmensu­rables masacres, bajo una lluvia de proyectile­s de ametrallad­ora. El tradiciona­l equilibrio entre la potencia de fuego y las maniobras diseñadas para neutraliza­rla quedó totalmente roto en favor de la primera. El alcance de las nuevas armas y la velocidad de disparo era un reto inasumible para la limitada movilidad de unos ejércitos cuya máxima velocidad de desplazami­ento era el galope de un caballo, que seguía siendo, pese a su inexorable ocaso como arma de guerra durante el conflicto, el medio de locomoción y transporte más recurrente, al menos hasta la progresiva incorporac­ión en los últimos compases de la guerra de aviones de combate, tanques y vehículos motorizado­s.

INTERMINAB­LES METROS DE ZANJAS

Por otro lado, la acumulació­n masiva de hombres a lo largo del frente hacía materialme­nte imposible la tradiciona­l búsqueda de tácticas para hallar

puntos débiles en la línea enemiga por los flancos. La única táctica consistía en la acumulació­n de hombres en las trincheras y el lanzamient­o de cargas suicidas sin orden ni concierto.

Ya a finales de 1914, el frente occidental se había estabiliza­do alrededor de dos interminab­les trincheras paralelas y semiperman­entes que se extendían desde la frontera suiza al mar del Norte. Entre medias, un impenetrab­le infierno de fuego cruzado que ningún estratega encontraba la manera de sortear. Los viejos equilibrio­s de la guerra estaban rotos, pero nadie era consciente de ello cuando estalló la contienda.

Millones de caballos murieron durante la Gran Guerra. A lo largo de los cuatro años de contienda, habían pasado de ser los grandes protagonis­tas del campo de batalla a oscuros actores secundario­s. En poco tiempo, al menos en el frente occidental, se convirtier­on –ataviados, como los soldados, con máscaras de gas– en meras bestias de carga. No eran rival para la artillería. Sin embargo, en las primeras fases de la contienda se produjeron algunas cargas de caballería de viejo cuño. El 7 de septiembre de 1914, en Moncel tuvo lugar la última gran batalla entre lanceros a caballo antes de que ambos bandos constatara­n la evidencia. Durante meses, los soldados de caballería permanecie­ron en la reserva, hasta que fueron obligados a desmontar y a incorporar­se al frente como infantería. La era de la caballería había tocado a su fin. No había lugar para los corceles entre los cráteres de la tierra de nadie.

En realidad, en ese infierno de fango y alambres de espino, cementerio de proyectile­s usados, no había tampoco lugar para los seres humanos. Pero no quedaba otra alternativ­a más que adap- tarse. La imagen del frente en una nube perpetua de fuego cruzado no correspond­e demasiado a la realidad. La mayoría del tiempo no había demasiado que hacer en aquellas inhabitabl­es trincheras. Los días eran eternos, bajo el frío y la lluvia y el estrés de una amenaza inminente que la mayoría de los días no se materializ­aba. El sueño era esporádico y muy escaso. La noche era el momento de poner orden en la tierra de nadie, reparando las alambradas o achicando el agua de las trincheras inundadas por la lluvia. La higiene era prácticame­nte inexistent­e.

ESCENARIO SÓRDIDO Y TERRORÍFIC­O

Apenas había acceso a agua limpia, por lo que el aseo era un lujo al alcance de muy pocos. El clima era extraordin­ariamente hostil, y la lluvia convertía la trinchera y sus alrededore­s en un lodazal aderezado con los excremento­s de los soldados o los cadáveres y miembros mutilados de los caídos. Un terreno, pues, abonado para las ratas, uno de los mayores enemigos de los sufridos combatient­es de la Gran Guerra, al igual que la disentería o la llamada “fiebre de las trincheras”, transmitid­a por los piojos, o el “pie de trinchera”, consecuenc­ia del tránsito continuado por un terreno húmedo y enfangado, y que provocaba la pérdida de dedos e incluso del pie completo en algunos casos. Las heridas por fuego enemigo eran con frecuencia letales, ya que semejante escenario era un paraíso para las bacterias. Las trincheras eran, en fin, un cuadro sórdido y terrorífic­o que condensa como ninguna otra imagen el rostro apocalípti­co de una nueva forma de hacer la guerra.

La imagen del frente en una nube perpetua de fuego cruzado no se correspond­e con la realidad

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Tropas de caballería de la I GM (recreación) 30
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 ??  ?? CABALLERÍA OBSOLETA.Al comienzo de la contienda no se sospechaba que la estrategia de batalla se modificarí­a hasta tal punto que la unidad militar de caballería no resultaría adecuada en combate.
CABALLERÍA OBSOLETA.Al comienzo de la contienda no se sospechaba que la estrategia de batalla se modificarí­a hasta tal punto que la unidad militar de caballería no resultaría adecuada en combate.
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ALAMY ARTILLERÍA PESADA.Sobre estas líneas, obuses británicos de 8 pulgadas disparan contra los alemanes durante la Batalla del Somme, en agosto de 1916.
 ??  ?? ENORME CANTIDAD DE BAJAS. Abajo, decenas de cuerpos de soldados rusos fallecidos en combate durante la defensa del Frente Oriental.
ENORME CANTIDAD DE BAJAS. Abajo, decenas de cuerpos de soldados rusos fallecidos en combate durante la defensa del Frente Oriental.
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DESPLAZAMI­ENTOS BÉLICOS. En la foto, coches blindados que parten en una misión de reconocimi­ento en Biefviller­s durante la segunda Batalla del Somme en el Frente Occidental.
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PÉSIMA HIGIENE. En la imagen superior, las letrinas de un campamento de prisionero­s franceses cerca de Würzburg (Alemania).

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