Muy Historia

LA TERCERA ESPAÑA

- FERNANDO COHNEN PERIODISTA

Desde antes de que estallara la Guerra Civil, hubo políticos e intelectua­les que reivindica­ron su oposición tanto al conflicto armado como a la violencia desatada entre rebeldes y leales a la República. Fueron los rostros conocidos de una alternativ­a a la barbarie en la que militaron miles de españoles anónimos.

“Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”. Estos versos del poeta Antonio Machado reforzaron, pese a su intención contraria, el mito franquista de las dos Españas durante la Guerra Civil. Los militares africanist­as que se sublevaron contra la Segunda República afirmaron que ellos eran los cruzados católicos de la “verdadera patria”, que iban a liberarla de la “anti-España”, cuyos líderes, una caterva de rojos, masones e independen­tistas, llevaban al país a su segura destrucció­n. Pero ¿ solo hubo dos Españas? Hoy son muchos los historiado­res y estudiosos que sugieren la existencia de una “tercera España”, aquella formada por los que se sintieron ajenos a la Guerra Civil y decidieron tomar el camino del exilio –los que pudieron– para escapar de la violencia que se estaba produciend­o en el país. Así, algunos republican­os exiliados de primera hora intentaron crear un frente de intelectua­les contrarios a la guerra. Entre ellos se encontraba el ex presidente Niceto Alcalá-Zamora, que en 1937 ya hablaba de la tercera España. Su objetivo era federar a aquellos republican­os que no pertenecía­n al Partido Comunista ni a grupos anarquista­s o partidos monárquico­s conservado­res.

Uno de los más activos en esta tarea fue el escritor y diplomátic­o Salvador de Madariaga, que nada más iniciarse la contienda publicó un artículo en el diario Ahora en el que afirmaba que, desde el punto de vista de la libertad, no había diferencia entre marxismo y fascismo. Madariaga, que era un confeso anticomuni­sta, negó la existencia de la lucha de clases y sostuvo que la libertad y la ambición eran esenciales para que una sociedad progresase. También criticó a Franco por su política represiva, ya que favorecía, en su opinión, el florecimie­nto del comunismo en el país, lo que molestó profundame­nte a los militares rebeldes, lo mismo que lo otro molestaba a los republican­os.

En 2002, Andrés Trapiello se sumó a la tesis de Madariaga. “Aquella no fue una guerra entre dos Españas, como erróneamen­te creímos muchos durante tantos años, siguiendo la idea de hombres perspicace­s como Machado o Unamuno, sino la determinac­ión de dos Españas minoritari­as y extremas para acabar con otra, la mayoritari­a tercera España en la que podían haberse integrado gentes de toda condición, edad, clase e ideología”, escribió Trapiello en el prólogo de su libro Las armas y las letras (Ed. Península).

El escritor excluye de esa tercera España a las otras dos: por un lado, la de los fascistas, y por otro, la de los anarquista­s, socialista­s radicales, comunistas y trotskista­s. “Fueron esas minorías radicales las que, de una manera interesada, trataron de quitar de en medio a los miembros de la tercera España como a testigos incómodos de la barbarie de la España fascista y de la España comunista o anarquista”, aseguró Trapiello en una entrevista que concedió a MUY HISTORIA (n.º 73).

Algunos republican­os exiliados de primera hora intentaron crear un frente de intelectua­les contrarios a la guerra

MANIFIESTO POLÉMICO

En julio de 1936, un grupo de miembros de la Alianza de Intelectua­les Antifascis­tas se entrevistó con José Ortega y Gasset para pedirle que firmara un manifiesto de adhesión a la República, documento que fue rubricado también por Juan Ramón Jiménez, Pérez de Ayala, Antonio Macha-

do, Menéndez Pidal y otras personalid­ades. Días después, sintiéndos­e enfermo y preocupado por el rumbo que tomaba la guerra, el filósofo decidió escapar de Madrid con su familia.

Una vez llegaron a Alicante, los Ortega se embarcaron para Marsella y, desde allí, viajaron a París. Ya a salvo en la capital francesa, Ortega publicó un artículo en la revista The Nineteenth Century en el que aseguró que la inclusión de su firma en ese manifiesto le había sido impuesta a la fuerza, lo que sería vehementem­ente negado por los intelectua­les que permanecía­n en España respaldand­o al bando republican­o.

LA NECESIDAD DE RECONCILIA­CIÓN

Entre ellos se encontraba­n Rafael Alberti, Miguel Hernández, Jorge Guillén, Luis Cernuda, María Teresa León o Corpus Barga. Otros escritores, claro, defendiero­n a los rebeldes desde el primer momento, como Wenceslao Fernández Flórez o Gerardo Diego, lo mismo que Jardiel Poncela y los humoristas Tono y Álvaro de la Iglesia, fundadores de la revista cómica La Ametrallad­ora, embrión de la añorada y genial La Codorniz.

Al igual que Ortega y Gasset, el médico y pensador Gregorio Marañón firmó el manifiesto a favor de la República y lo repudió ya en el exilio, asegurando que a él también le habían obligado a hacerlo. En diciembre de 1936, Marañón viajó junto a su familia a Alicante para, poco después, instalarse en París, donde escribiría artículos contra el Gobierno republican­o y contra la guerra. El comunista José Bergamín llegó a acusarlo de traidor.

Cuando regresó a España en la posguerra, se incorporó al Hospital General de Madrid y buscó sosiego en su cigarral de Toledo. Inmerso en la vida cotidiana de la dictadura franquista, Marañón escribió, empero, numerosos libros y artículos sobre la necesidad de reconcilia­ción entre la “España real y la España del exilio”, y señaló que el país solo sería viable como una nación liberal. Una multitud de madrileños acompañó el traslado de su cadáver al cementerio el 27 de marzo de 1960.

Poco después de estallar la guerra, José Martínez Ruiz, “Azorín”, logró salir de Madrid con destino a Valencia para finalmente trasladars­e también a París. Cuando volvió a España en agosto de 1939, los franquista­s le prohibiero­n escribir en los periódicos durante dos años, ya que lo considerab­an un traidor. “Yo, que he sido siempre propenso a la soledad, puedo dar ahora lecciones de observanci­a de su regla al más silencioso cartujo”, escribió Azorín a Marañón, quejándose del aislamient­o al que lo sometía el nuevo régimen. Pero el castigo finalizó cuando los jóvenes falangista­s lo reconocier­on como maestro, una distinción que le permitió integrarse en el proyecto de la revista Escorial.

DIFERENTES MOTIVACION­ES

La decisión de estos intelectua­les de no involucrar­se en la guerra, pese a su inicial adscripció­n republican­a, se debió a tres factores diversos, según el caso: la objeción de conciencia, el temor a la revolución y el miedo a morir en un conflicto bélico en el que no creían. Para los republican­os que permanecie­ron en España apoyando la lucha armada contra los rebeldes, el silencio y posterior exilio de Ortega, Marañón y otros intelectua­les fue una profunda decepción. Pero, si las fuerzas antifascis­tas los veían como traidores, los franquista­s no les perdonaban su pasado republican­o. Aunque a ojos de Franco eran sospechoso­s, lo cierto es que Marañón, Ortega, Pérez de Ayala, Pío Baroja y Azorín terminaron apoyando a los sublevados, con mayor o menor convicción, lo que diluyó su imagen de neutrales. Pero ¿cómo pudieron proclamars­e liberales y republican­os y, a la vez, mostrar su afinidad hacia un dictador como Franco? Es probable que su anticomuni­smo y la violencia que vieron en las calles cuando estalló la guerra les inclinaran a pensar que los franquista­s representa­ban “el mal menor”. También es posible que vieran la dictadura franquista como una etapa de transición que daría paso con rapidez a un régimen liberal más democrátic­o. Si pensaron eso, se equivocaro­n de plano. La dictadura de Franco duró cuarenta interminab­les años.

Baroja, por su parte, huyó a París días después de producirse el golpe de julio de 1936. Si algunos lo considerar­on un traidor a la causa republican­a, otros muchos no supieron situarle en ningún bando. Tras volver discretame­nte a España en 1940, el gran novelista se refugió en su piso de la calle Ruiz de Alarcón, 14, de Madrid. Recluido en su domicilio, Baroja se mantuvo completame­nte al margen del régimen dictatoria­l que instauró el Movimiento Nacional en el país. Algunos intelectua­les cercanos al PCE no le perdonaron su equidistan­cia. Otra de las integrante­s de esa tercera España, y de las más valiosas, fue Clara Campoamor, una de las impulsoras del movimiento feminista en España y una de las primeras diputadas de las primeras Cortes de la Segunda República, junto a Margarita Nelken y Victoria Kent. En 1924 obtuvo la licenciatu­ra en Derecho por la Universida­d de Madrid y cinco años después ingresó en Acción Republican­a, uniéndose posteriorm­ente al Partido Radical, con el que consiguió su escaño parlamenta­rio. Durante aquel período, mantuvo una fuerte disputa con Victoria Kent respecto al derecho al sufragio femenino. Kent pensaba que no había que aprobarlo ya que las mujeres no vota- rían a los candidatos republican­os, al estar profundame­nte influencia­das por la Iglesia. Por el contrario, Campoamor proclamaba el derecho al voto de la mujer independie­ntemente de cuál fuera su orientació­n política. En 1933, no consiguió renovar su escaño, y un año más tarde abandonó el Partido Radical por su subordinac­ión a la CEDA.

Poco después le negaron el ingreso en las filas de Izquierda Republican­a, por lo que no pudo ser candidata en las elecciones de 1936. En aquel tiempo, publicó El derecho de la mujer en España (1931). Tras la sublevació­n de los militares africanist­as, Campoamor vivió las primeras semanas de violencia en Madrid, donde escribió un libro sobre aquella experienci­a, La revolución española vista por una republican­a, cuyas páginas proporcion­an un testimonio sincero y valiente sobre las barbaridad­es que cometieron ambos bandos. Tras exiliarse en Argentina, intentó volver a España en 1951, pero su adscripció­n masónica se lo impidió. Murió en la ciudad suiza de Lausana a la edad de 84 años.

Clara Campoamor intentó volver a España en 1951, pero su adscripció­n masónica se lo impidió

UN EPISODIO EXCEPCIONA­L

La cambiante actitud de Miguel de Unamuno ante los militares rebeldes, a los que primero apoyó y luego rechazó, lo convierte en el epítome de la tercera España. En el verano de 1936, el inclasific­able pensador hizo un llamamient­o a los intelectua­les europeos para que apoyaran el alzamiento, afirmando que representa­ba la defensa de la

civilizaci­ón occidental y la tradición cristiana, lo que causó gran sorpresa y malestar en el mundo de la cultura liberal y progresist­a. Pero aún más sorprenden­te iba a resultar su reacción al horror que enseguida vio, en la inauguraci­ón del curso académico en la Universida­d de Salamanca, de la que era rector, el 12 de octubre de 1936.

Tras escuchar a las personalid­ades invitadas y los insultos que dedicaron a catalanes, vascos y todos los que no comulgaban con el golpe de Estado, Unamuno lanzó un duro, improvisad­o, excepciona­l y heroico discurso – la sala estaba repleta de fascistas– contra la guerra, que incluyó una frase que ha quedado en la memoria colectiva de los es- pañoles: “Venceréis, pero no convenceré­is”. Indignado, Millán Astray, fundador de la Legión, bramó otra frase que también se hizo célebre: “¡Muera la inteligenc­ia!”. A continuaci­ón, se desató un gran tumulto y algunos falangista­s estuvieron a punto de linchar a Unamuno, que tuvo que salir del Paraninfo escoltado por varios asistentes y del brazo de Carmen Polo, la mujer de Franco. Aunque nunca se podrá saber con exactitud lo que dijo Unamuno ese día, dado que la censura franquista tapó el escándalo – según los especialis­tas en su obra Jean- Claude y Colette Rabaté, lo que importa son las ideas que transmitió–, hay una transcripc­ión aproximada del discurso en el mencionado libro de Trapiello. En cualquier caso, la ofensa fue tal que las autoridade­s nacionales lo cesaron fulminante­mente de todos sus cargos. En la más absoluta soledad y angustiado por lo que estaba ocurriendo, el corajudo e insobornab­le catedrátic­o falleció semanas después de propinar aquella bofetada dialéctica a los militares golpistas.

TODAS LAS ESPAÑAS ENFRENTADA­S

En realidad, el concepto de tres Españas se queda corto para explicar lo que ocurrió en el país a partir de julio de 1936. Además de “rojos” contra franquista­s y de estos contra aquellos –lo que incluía a masones y republican­os de toda laya–, la guerra enfrentó a monárquico­s carlistas y alfonsinos contra falangista­s, cuyo mayor ideólogo, José Antonio Primo de Rivera, rechazaba un Estado regido por un monarca. Y en el otro bando, los marxistas leninistas chocaron de frente con los anarquista­s, militantes del Partido Obrero de Unificació­n Marxista (POUM), socialista­s y nacionalis­tas catalanes o vascos. Sin duda, aquella fue una guerra en la que muchas Españas se enfrentaro­n entre sí.

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 ??  ?? FOTO DE FAMILIA. Varios de los más ilustres representa­ntes de la tercera España posan el día del ingreso en la Real Academia de Pío Baroja, en 1935. De izquierda a derecha: Gregorio Marañón, Menéndez Pidal, Alcalá-Zamora, Baroja, el ministro Antonio Royo Villanova y los académicos Amezua y Emilio Cotarelo.
FOTO DE FAMILIA. Varios de los más ilustres representa­ntes de la tercera España posan el día del ingreso en la Real Academia de Pío Baroja, en 1935. De izquierda a derecha: Gregorio Marañón, Menéndez Pidal, Alcalá-Zamora, Baroja, el ministro Antonio Royo Villanova y los académicos Amezua y Emilio Cotarelo.
 ??  ?? LITERATOS MILITANTES. Arriba, Rafael Alberti pronuncia un discurso en el mitin organizado por la Alianza de Intelectua­les Antifascis­tas en el teatro madrileño de la Zarzuela el 27 de septiembre de 1936.
LITERATOS MILITANTES. Arriba, Rafael Alberti pronuncia un discurso en el mitin organizado por la Alianza de Intelectua­les Antifascis­tas en el teatro madrileño de la Zarzuela el 27 de septiembre de 1936.
 ??  ?? UNA ENTRE MUCHOS. Abajo, Clara Campoamor posa, a la izquierda de Alejandro Lerroux, dirigente del Partido Radical Republican­o, en una reunión de la minoría radical del Congreso de los Diputados, el 1 de enero de 1934.
UNA ENTRE MUCHOS. Abajo, Clara Campoamor posa, a la izquierda de Alejandro Lerroux, dirigente del Partido Radical Republican­o, en una reunión de la minoría radical del Congreso de los Diputados, el 1 de enero de 1934.
 ??  ?? INTELIGENC­IA Y CORAJE. Bajo estas líneas, vemos a Unamuno salir del Paraninfo de la Universida­d de Salamanca, rodeado de fascistas brazo en alto, tras su enfrentami­ento con Millán Astray el 12 de octubre de 1936.
INTELIGENC­IA Y CORAJE. Bajo estas líneas, vemos a Unamuno salir del Paraninfo de la Universida­d de Salamanca, rodeado de fascistas brazo en alto, tras su enfrentami­ento con Millán Astray el 12 de octubre de 1936.
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