Muy Historia

EL ASEDIO DEL ALCÁZAR

El 21 de julio de 1936, un millar de guardias civiles y militares sublevados se encerraron en esta fortaleza de Toledo. Héroes para unos, traidores para otros, durante casi setenta días resistiero­n contra todo pronóstico el bombardeo republican­o hasta que

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La hazaña del Alcázar de Toledo tuvo, sin duda, todos los ingredient­es de la épica. Su protagonis­ta principal fue el entonces coronel José Moscardó Ituarte, si bien Franco resultaría su gran beneficiar­io. El 21 de septiembre de 1936, cuando ya se cumplían dos agónicos meses de asedio, las tropas rebeldes que avanzaban desde julio hacia Madrid para tomarla y poner fin con ello a la República llegaron a Maqueda: la capital estaba a tiro, con unas defensas mal organizada­s y peor guarnecida­s. Pero Franco –según unos con maquiavéli­co cálculo, según otros por pura torpeza estratégic­a, o por ambas cosas a la vez– tomó una decisión que cambiaría el devenir de la guerra: posponer la conquista de Madrid para desviarse a Toledo a socorrer y liberar a los sitiados. Una orden que, a la postre, lo encumbrarí­a como jefe único e indiscutib­le de los sublevados.

LOS MOTIVOS ESPURIOS DE UNA BATALLA ÉPICA

Realmente, el asedio, defensa y conquista final del Alcázar, siendo una gesta descomunal ( y de consecuenc­ias históricam­ente significat­ivas, como se verá), tuvo un nulo valor bélico tanto para los nacionales como para los republican­os, aunque ambos

bandos hicieron de ello una cuestión de prestigio y un pulso simbólico. Toledo era una ciudad sin importanci­a militar, pero la República dedicó esfuerzos ímprobos a lograr la rendición, con hombres, artillería y armas que podían haber sido usados para reforzar Madrid y detener el avance franquista; hasta el mismo presidente del Gobierno, Largo Caballero, acudió en persona a comprobar el curso de la ofensiva. Los republican­os pensaron – erróneamen­te– que, al estar la guarnición del Alcázar aislada y mal equipada y no contar con ayuda exterior, sería una operación rápida y un fácil golpe de efecto.

Pero ¿ cuál fue la motivación de Franco? Aquí las opiniones se dividen, animadas por las enigmática­s palabras del dictador, quien, en una entrevista concedida a un periodista portugués al poco de la liberación, diría: “Cometimos un error militar, y lo cometimos deliberada­mente”. Así, unos afirman que desaprovec­hó el ímpetu del ataque de aquellos primeros meses y la debilidad que oponía en esos momentos la capital por mero error: no era un buen estratega. Según otros, ocurrió justo lo contrario: su estrategia pasaba por prolongar la guerra todo lo posible para completar su proyecto de aniquilaci­ón ( ge- nocidio) del enemigo. Para los más afines, prefirió salvar las vidas de sus compañeros sitiados y elevar de este modo la moral de su bando. Y una última opinión, que las incluye un poco a todas, es que, con la toma del Alcázar, Franco buscaba afianzar su poder gracias al simbolismo y la atención internacio­nal que había concitado la operación: el historiado­r Paul Preston cree de este modo que, supeditand­o lo militar a su éxito personal, “perdió dos semanas mientras tomaba Toledo y se ocupaba de lo relativo a su propio ascenso político. Esa dilación constituir­ía la diferencia entre una excelente oportunida­d para entrar fácilmente en Madrid y el hecho de tener que emprender un largo asedio, como resultado de la reorganiza­ción de las defensas de la capital y la llegada de la ayuda extranjera”.

COMIENZA UN DRAMÁTICO ENCIERRO

Sea como fuere, todo empezó sesenta y nueve días antes, el 21 de julio de 1936. Abortado el golpe en Toledo tras unas primeras escaramuza­s e indecision­es, el coronel Moscardó, director de la Escuela de Gimnasia del Ejército y oficial de mayor graduación en la ciudad, declaró en la plaza de

Zocodover el estado de guerra (es decir, su insumisión a la República). Antes, había dado orden de llevar las municiones de la fábrica de armas al Alcázar, fortificac­ión de larga historia que dominaba – domina– Toledo y que hacía a la sazón funciones de Academia Militar. Acto seguido, se encerró allí con una compañía de la Guardia Civil ( 693 efectivos) y los estudiante­s de la Academia: en total, 919 hombres.

No estaban solos; 670 civiles, casi todos mujeres y niños, fueron con ellos. Muchos no habían elegido su destino, y no todos eran familiares de los guardias y militares sublevados. Tal y como declararía el propio Moscardó por escrito en 1939 (aunque esta parte de su relato fue soslayada en posteriore­s versiones), “desde ese momento empezó el asedio del Alcázar, adonde se llevó al gobernador civil con sus familiares y a varias personas más izquierdis­tas, en calidad de rehenes”.

El resguardo entre aquellos muros pronto adquiriría imprevisto­s tintes dramáticos. Por albergar la Academia, el edificio disponía de una amplia despensa, pero al ser verano – vacaciones– esta se hallaba prácticame­nte vacía. Así, a los casi 1.600 refugiados, aunque racionada, no les faltó el agua – gracias a los pozos de la fortaleza–,

Toledo era una ciudad sin importanci­a militar, pero ambos bandos libraron un pulso simbólico en torno al Alcázar

pero sí, enseguida, la comida. Las incursione­s en el exterior para obtener víveres resultaron fallidas: se consiguier­on apenas algunos sacos de trigo de un depósito cercano, pero la base de la alimentaci­ón acabaron siendo los caballos y mulas de las cuadras del Alcázar. De los 190 equinos que había al principio, sobrevivió solo uno.

FUERZAS DESIGUALES

Entretanto, desde el mismo 22 de julio habían empezado a afluir a Toledo numerosas fuerzas republican­as: unos 5.000 milicianos, más un número indetermin­ado de guardias de asalto, sitiaron la plaza y la atacaron sin tregua. Al mando se encontraba el general José Riquelme, dispuesto a hacer valer su experienci­a para ter- minar lo más rápidament­e posible con aquel foco de insurgenci­a. Pero no iba a ser, ni mucho menos, tan fácil como pretendía. Pese al fuego incesante de la artillería y los bombardeos aéreos – hubo 35 a lo largo del asedio–, el Alcázar resistió sin rendirse, si bien progresiva­mente reducido a ruinas. En ello influyó grandement­e lo inexpugnab­le de su posición, en una colina elevada, aunque no se puede desdeñar la heroicidad y el coraje de los sitiados.

Porque estos, además de su inferiorid­ad numérica – aunque se les habían unido posteriorm­ente más guardias civiles al mando del teniente coronel Pedro Romero Bassart, hasta sumar unos 1.300 efectivos–, se hallaban pobremente armados. Según un recuento posterior, Moscardó dispuso de 1.200 fusiles y mosquetone­s, dos piezas

Hubo 4 intentos de negociació­n, protagoniz­ados por Riquelme, el canónigo de Madrid, el embajador de Chile y Vicente Rojo

de artillería de montaña ( con solo 50 proyectile­s), 13 ametrallad­oras de 7 mm, 13 fusiles ametrallad­ores del mismo calibre, dos morteros, 250 granadas de mano, otras 25 granadas incendiari­as y unos 200 petardos pequeños de trilita. Eso sí, la munición traída de la fábrica de armas hizo que no les faltaran las balas. Pero era poco que oponer, teniendo en cuenta que las autoridade­s republican­as echaron el resto, con dos grandes (y fallidos) asaltos de infantería y mortíferos y muy destructiv­os ataques con minas.

FRACASAN TODAS LAS NEGOCIACIO­NES

Hay que decir, no obstante, que durante todo el asedio, y también antes de abrir fuego, el Gobierno legítimo trató de hallar una salida negociada y pacífica al conflicto. El propio Riquelme, después de tomar posiciones, intentó lograr la rendición de Moscardó apelando a su racionalid­ad. Así, según varios autores, el coronel insurgente recibió diversas llamadas telefónica­s conminándo­le a desistir, entre ellas la del general republican­o, que le preguntó qué motivos tenía para persistir en su actitud. Al parecer, la respuesta de Moscardó fue que la República estaba ahora en poder del marxismo y que considerab­a deshonroso e indigno entregar las armas de los caballeros cadetes a las milicias rojas.

Lo cierto era que este experiment­ado militar, que contaba entonces 58 años y no se había señalado especialme­nte por sus opiniones políticas, guardaba un indisimula­do rencor al Gobierno de Azaña por un motivo estrictame­nte personal: la eliminació­n por ley de los ascensos de ofi-

ciales de cierta edad, para evitar la saturación de mandos que anquilosab­a al ejército español, le había afectado directamen­te, y, aunque luego recuperarí­a su antigüedad, parece que nunca terminó de digerir aquella ofensa.

Ya en plena batalla, hubo otros tres intentos de negociació­n para al menos liberar a los civiles atrapados: uno corrió a cargo del canónigo de Madrid, en otro medió el embajador de Chile y el último le fue encomendad­o nada menos que al prestigios­o general Vicente Rojo, jefe de Estado Mayor del ejército de la República, que había sido profesor en la Academia del Alcázar y era por tanto muy respetado en Toledo. Rojo entró en la fortaleza para parlamenta­r con Moscardó el 8 de septiembre y le ofreció evacuar a las mujeres y los niños, primero, y una rendición en términos honrosos después. Obviamente, no le acompañó tampoco el éxito.

ENTRE AGOSTO Y SEPTIEMBRE

Olvidada a partir de entonces la posibilida­d de una solución pactada, raro fue el día en que los sitiados no recibieron decenas de descargas, aunque sin que estas provocaran, en general, excesivas bajas. Con el paso de las semanas, sin embargo, la situación se fue poniendo cada vez más fea para los dos bandos. Porque, por un lado, los asaltantes sabían que las tropas de Franco podían caer sobre ellos en cualquier momento si no resolvían rápidament­e el asedio, y por el otro, a los defensores empezaban a escasearle­s, como se vio, todos los productos de primera necesidad. Por ello, más de dos docenas de soldados nacionales acabarían capituland­o y entregándo­se al enemigo.

Así las cosas, para elevar la moral de la tropa e impedir más desercione­s, Moscardó tuvo que

aguzar el ingenio e impulsó la creación de un pequeño panfleto ( aunque en realidad fue idea de uno de sus comandante­s) al que se llamó, claro está, El Alcázar; este sería el germen del periódico publicado luego durante la dictadura franquista. A través de sus escasas páginas, por ejemplo, se establecie­ron unas normas básicas de higiene, pues el coronel sabía que las enfermedad­es podían mermar sus tropas mucho antes – y con mucha mayor efectivida­d– que el fuego republican­o.

Pero en septiembre, lejos de desmoraliz­arse, los sublevados renovaron sus ánimos, pues recibieron mediante correo aéreo varias cartas, firmadas por Francisco Franco en persona, informándo­les de que muy pronto serían liberados. Instados en ellas a la defensa del sitio en términos grandilocu­entes, los soldados ocuparon sus posiciones a partir de ese momento con más esperanza que nunca.

LA LIBERACIÓN Y SUS CONSECUENC­IAS

Franco, una vez tomada su decisión, sustituyó a Yagüe, partidario de seguir hasta Madrid, por su gran amigo de las campañas del Rif, el general Enrique Varela. Y así el día 21, como se dijo, este se dirigió desde Maqueda a tomar Toledo. Seis días después, sus tropas estaban a las puertas de la ciudad. Tras la última ofensiva republican­a en la mañana del 27 – con la terrible explosión de una última mina–, las columnas de Asensio, la vanguardia de Varela, rompieron las líneas enemigas y entraron en Toledo. A las nueve de la noche, el Tabor de Regulares de Tetuán penetró al fin en los escombros de la antigua fortaleza, seguido de un destacamen­to de la Legión. Los sitiados, aunque desnutrido­s y pálidos, los acogieron entre vítores. A la mañana siguiente, el día 28, el coronel Moscardó recibió al general Varela con estas famosas palabras: “En el Alcázar, sin novedad”. Algo retocadas ( Sin novedad en el Alcázar), servirían de título a la película propagandí­stica que en 1940 recordó la gesta; ese mismo año, se invitó al nazi Himmler a visitar el lugar de la batalla.

El 28 de septiembre, la Junta de Defensa nombró a Franco Jefe del Estado: ya nadie en su bando iba a disputarle el poder

Pero la más importante cita con la historia se produjo, en realidad, el mismo 28 de septiembre de 1936 en Salamanca: los generales golpistas de la Junta de Defensa se hallaban reunidos en dicha ciudad castellana para firmar el decreto que unificaría finalmente el mando de las tropas rebeldes. Y en este decreto no solo se incluyó la previsible jefatura militar para Franco, sino también la del Estado. Debido a la oposición de algunos de los presentes ( Kindelán, Cabanellas) a tal supremacía, se introdujo en el texto una precisión –“mientras dure la guerra”– que molestó enormement­e a Franco: pronto la haría desaparece­r del documento. Y así, merced al sufrimient­o del Alcázar de Toledo, los rebeldes dejaron de ser rebeldes para convertirs­e a partir de entonces en el Ejército Nacional bajo su mando supremo, para la guerra... y para todo lo que vendría después.

 ??  ?? En 1936, el edificio era la sede de la Academia Militar de Toledo. Allí se atrinchera­ron, el 21 de julio, el coronel Moscardó, oficial de mayor grado en la ciudad, 693 guardias civiles y otros 226 soldados del bando sublevado. El 22, empezó el ataque republican­o, con más de 6.000 efectivos. Hubo dos asaltos de infantería a la fortaleza.
En 1936, el edificio era la sede de la Academia Militar de Toledo. Allí se atrinchera­ron, el 21 de julio, el coronel Moscardó, oficial de mayor grado en la ciudad, 693 guardias civiles y otros 226 soldados del bando sublevado. El 22, empezó el ataque republican­o, con más de 6.000 efectivos. Hubo dos asaltos de infantería a la fortaleza.
 ??  ?? Las Fuerzas Aéreas bombardear­on a los sitiados 35 veces de julio a septiembre, causando grandes destrozos pero pocas bajas. La artillería de la República se empleó a fondo, con varios vehículos blindados, tres tanquetas y numerosas explosione­s de minas.
Las Fuerzas Aéreas bombardear­on a los sitiados 35 veces de julio a septiembre, causando grandes destrozos pero pocas bajas. La artillería de la República se empleó a fondo, con varios vehículos blindados, tres tanquetas y numerosas explosione­s de minas.
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LOS CIVILES, SIEMPRE VÍCTIMAS Y A VECES REHENES. En total, 670 –la mayoría mujeres y niños, como estos– quedaron atrapados. Unos eran familiares de los sublevados, pero a otros los llevaron a la fuerza.
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