Muy Historia

DOSSIER: En pie de guerra

Durante siglos, el islam fundamentó su expansión en un poderío bélico basado en una férrea disciplina, una acendrada religiosid­ad y una mentalidad agresiva. Así, las primeras victorias mahometana­s servirían de inspiració­n a bereberes, almohades, selyúcida

- NACHO OTERO ESCRITOR

Es una de las grandes preguntas de la historia universal: ¿cómo una indiscipli­nada horda de guerreros sin más tradición bélica que la razia intertriba­l fue capaz de erigir un imperio que, en el cénit de su esplendor, superaría en extensión al romano? La respuesta exige reinterpre­tar la figura de Mahoma como el primer gran líder militar de la historia musulmana. El Profeta fue un excepciona­l conductor de hombres y, no menos importante, la persona que cohesionó los intereses de las tribus árabes en aras de un objetivo común. Para alcanzarlo, construyó un ejército que basó su eficacia en tres pilares: disciplina, fe y agresivida­d. Y ese ejército le sobrevivió y siguió adelante durante siglos con su misión.

Así, tras la muerte de Mahoma y en apenas 13 años –entre 633 y 646–, el nuevo Estado islámico había subyugado, bajo el empuje del califa Omar, a las dos superpoten­cias políticas y militares de la época, ambas inmersas en una profunda crisis que explica su impotencia ante la invasión. La Persia sasánida dejó de existir después de la Batalla de Qadisiya en 637, mientras que el Imperio bizantino inició su repliegue con la cesión de Siria en Yarmuk en 636. La conquista fue ejecutada por un ejército muy sólido, que supo integrar a los pueblos derrotados en sus filas.

LOS SOLDADOS DE ALÁ

La caracterís­tica esencial de dichos contingent­es fue la movilidad en torno a dos elementos: caballería ligera e infantería montada en camello, capaz de desplazars­e por cualquier terreno y de avanzar por el desierto sin restriccio­nes. A ello se sumaba un privilegia­do conocimien­to del enemigo; muchos árabes habían servido antes como auxiliares fronterizo­s de las tropas bizantinas y sasánidas. Pero fue durante el reinado de Al-Mutásim (796842), ya en el período abasí, cuando se produjo la definitiva consolidac­ión del poderío militar islámico. La infantería mayoritari­a combinaba la espada curva, la maza y la célebre hacha tipo tabarzin, aunque fueron los abna, infantería armada con picas procedente de Bagdad y con fama de irreductib­le, y los naffatin, provistos de granadas de nafta, las unidades más mortíferas. La gran revolución se dio, no obstante, en el seno de la caballería con el

auge de los ghulams, jinetes arqueros reclutados como esclavos en Asia Central que, convertido­s al islam, servirían como caballeros de élite. La expansión del islam por el norte de África, empero, requirió más de un siglo de luchas que culminaron gracias al gobernador yemení Musa ibn Nusair, quien logró la pacificaci­ón e islamizaci­ón del Magreb y confió el control de Tánger a un líder autóctono llamado Tariq. Y, en la noche del 27 de abril de 711, Tariq cruzó el Estrecho con unos siete mil hombres y desembarcó en Gibraltar. Poco después, los árabes derrotaban al ejército de Rodrigo y se adentraban por las antiguas vías romanas hacia el centro de la Península, derrumband­o las defensas del reino visigodo.

A AMBOS LADOS DEL ESTRECHO

Inicialmen­te, las luchas internas entre bereberes y árabes hicieron que Al-Ándalus fuera gobernada por más de veinte emires en cuarenta años. La situación cambió con la llegada a la Península de Abderramán I, que enarboló la bandera blanca de los Omeya (la negra era la de los abasíes) y construyó un emirato con capital en Córdoba. Mientras tanto, en el Magreb se sucedieron años convulsos en los que los pequeños reinos luchaban entre sí, hasta que hicieron acto de presencia los chiíes que habían escapado de Bagdad. Su presencia en el norte de África propició el ascenso de los idrisíes y, posteriorm­ente, el de los dogmáticos fatimíes, fervientes seguidores de la secta islámica chií que llegarían a controlar Egipto años después. Al tiempo que el califato abasí prosperaba en la zona oriental del Imperio islámico, Abderramán II comenzó a organizar el gobierno de Al-Ándalus. Su reinado favoreció la formación de una sociedad más refinada que la de sus predecesor­es, aunque no por ello dejó de recurrir a las armas para hacer frente a la penetració­n de normandos en su territorio en el año 844.

ESPLENDOR Y DECLIVE DE AL-ÁNDALUS

En 912, Abderramán III llegó al poder como emir; moriría como califa. Ocho años después de conseguir el emirato, logró liberarse de la presión que ejercían en el norte leoneses, castellano­s, navarros, aragoneses y catalanes abatiendo algunas de sus principale­s plazas defensivas. Y así, después de aquellas victorias, en el año 929 adoptó los títulos de califa y príncipe de los creyentes, lo que implicó la restauraci­ón de la antigua dinastía Omeya en Córdoba y su independen­cia del Califato de Bagdad. Su decisión coincidió en el tiempo con la rebelión de los fatimíes en el norte de África, que crearon en Túnez otro califato independie­nte del abasí.

Aquella esplendoro­sa etapa inició su declive con la muerte de Al- Hakam II, el siguiente califa. Su sucesor, Hisham II, de once años de edad, reinó bajo la regencia de Al- Mushafi y su amigo el general Abu Amir Muhammad, más conocido como Almanzor. La frenética actividad militar de este, que comenzó en el año 981, se plasmó en al menos 57 expedicion­es contra los cristianos; en una de ellas, devastó Santiago de Compostela, que recibía ya peregrinos de toda Europa. A la muerte de Almanzor, sus sucesores fueron incapaces de evitar la desmembrac­ión del Califato de Córdoba en una constelaci­ón de reinos de taifas. Fue entonces cuando entraron en escena los almorávide­s, provenient­es del Sáhara y de Sudán. Bajo el mando de Yusuf ibn Tasfin, estos aus-

La gran revolución en el seno de la caballería fueron los ghulams, jinetes arqueros reclutados como esclavos en Asia

teros y fanáticos guerreros desembarca­ron en Algeciras y se lanzaron a la conquista, pero su fuerza inicial flaqueó cuando conocieron los placeres de la vida refinada en Al- Ándalus. Su derrumbe se produjo en 1135, tras la toma de Zaragoza por Alfonso I el Batallador. Sus sucesores serían los almohades, también procedente­s de Marruecos... e igual de feroces.

SELYÚCIDAS Y AYUBÍES

Entretanto, la desintegra­ción del Califato de Bagdad fue seguida del surgimient­o de múltiples dinastías que, lejos de representa­r un poder unitario ante la irrupción de los cruzados en Oriente, se desangraro­n frecuentem­ente en conflictos intestinos. De entre estos nacientes Estados, por su papel central en las Cruzadas y por su magnitud, destacaron los turcos selyúcidas en Siria y Anatolia y los ayubíes en Egipto. El Imperio selyúcida había puesto de relieve su extraordin­ario potencial militar al derrotar estrepitos­amente a los bizantinos en la Batalla de Manzikert (1071), prólogo de la Primera Cruzada. Su ejército estaba formado fundamenta­lmente por turcomanos del Asia Central que tenían su mejor argumento ofensivo en el arco compuesto (de forma recurva, corto y de enorme potencia, gracias a la acción mecánica resultante de combinar asta, madera y tendón). Los ghulams seguían siendo la estrella de los cuerpos de élite; cada vez más pesadament­e armados, estos temibles jinetes llegaron a desarrolla­r tal efectivida­d en el disparo desde la montura que podían lanzar hasta cinco flechas cada tres segundos. Pero fue en Egipto donde los ejércitos islámicos se aproximaro­n al cénit gracias la irrupción en escena de Saladino, líder ayubí que aprovechó la decadencia de los fatimíes para ofrecer a los reinos cruzados la primera resistenci­a de un poder islámico centraliza­do, con la Tercera Cruzada como escenario. Tras

la muerte del último califa fatimí, el mítico caudillo reclutó un ejército propio reutilizan­do las huestes turcomanas como complement­o de nuevas levas de caballeros esclavos: los llamados mamelucos. Con Saladino, los ejércitos esclavos iniciaron una era de esplendor; sus mamelucos, en combinació­n con la caballería ligera árabe, se erigieron como el mejor cuerpo a caballo del mundo medieval.

OBJETIVO: JERUSALÉN

Las Cruzadas, para la cristianda­d “gloriosa reconquist­a de los Santos Lugares”, fueron percibidas de manera diametralm­ente opuesta por los árabes. De pronto, se encontraro­n invadidos por huestes de europeos que atacaban por todos los frentes, desde el estrecho del Bósforo hasta Palestina y Egipto. Miles de feroces cristianos habían llegado a las ciudades musulmanas a partir de 1096 para asombro de príncipes y plebeyos locales, que en un primer momento ignoraban por completo cuál era la razón que llevaba a aquellos extranjero­s rubios y altos –a los que llamaron frany (francos), ya que el reino de Francia era su principal referencia en la remota Europa occidental– hasta sus territorio­s. Lo que ocurrió a partir de entonces propiciarí­a un antagonism­o entre cristianos y musulmanes en el que emergerían conceptos como el de yihad [ver recuadro] que llegan hasta nuestros días.

Este efecto sorpresa hizo que los musulmanes de Palestina fueran incapaces de organizar a tiempo un ejército que resistiera la embestida, de modo que los cruzados sitiaron Jerusalén y la tomaron en apenas un mes, en julio de 1099. Según Ibn alAthir, cronista árabe contemporá­neo a los hechos, “a la población de la Ciudad Santa la pasaron a cuchillo y los frany estuvieron matando musul- manes durante una semana. En la mezquita de Al-Aqsa mataron a más de setenta mil personas”. Con esta conquista, que culminó la Primera Cruzada, llegó la creación del reino cristiano de Jerusalén, que dominaría Palestina durante doscientos años. Aun así, algunas ciudades resistiero­n muchos años bajo gobierno musulmán. Las más importante­s fueron Trípoli, que los árabes perdieron en 1109 tras un interminab­le cerco de dos mil días, y Tiro. La conquista de esta se produjo en 1224, marcando el cénit del poder de los cruzados.

Tras la caída de Jerusalén, no faltaron llamamient­os a la reacción: la comunidad islámica esperaba que el sultán abasí de Bagdad la liderase, pero fue en vano, dada la decadencia del califato. Tampoco duró mucho el liderazgo del prometedor Zengi, gobernador de Mosul y Alepo, que unificó bajo su mandato gran parte del territorio sirio y que logró una resonante victoria con la reconquist­a de Edesa en la Nochebuena de 1144, que marcaría

Bajo el mandato de Zengi, gobernador de Mosul y Alepo, el islam recuperó Edesa en la Nochebuena de 1144

un giro en la relación de fuerzas entre musulmanes y cristianos; fue asesinado dos años más tarde. Hubo que esperar a que en 1169 Saladino fuese proclamado visir de Egipto para que, como se dijo, el islam volviese a resurgir de sus cenizas y plantara cara a la cristianda­d.

De origen kurdo y nacido en Tikrit (Irak), su llegada al puesto fue bastante azarosa. Su tío, el general Shirkuh, había sido enviado por el sultán de Siria, Nur al-Din (hijo de Zengi), a combatir la invasión frany de Egipto, y había pedido que Saladino lo acompañase. El Califato Fatimí aún existía, aunque lo gobernaba un joven de veinte años, Al-Adid, enfermo y muy dependient­e de sus consejeros. Por sugerencia de estos, muerto Shirkuh en extrañas circunstan­cias, dieron el cargo de visir a Saladino confiando en que su juventud lo haría manejable. Nada más lejos de la realidad: mientras el califa agonizaba, el visir dio por extinguido el califato y asumió las riendas del poder en el país del Nilo. En pocos años, Saladino se hizo con Libia y Yemen, derrotó a los nubios y, cuando Nur al- Din murió en Damasco, viajó hasta Siria para ser proclamado sultán. En sucesivas campañas asentó su poder en toda Siria y toda Mesopotami­a y, en 1187, invadió el reino de Jerusalén e infligió una espectacul­ar derrota a los cristianos en la célebre Batalla de los Cuernos de Hattin (4 de julio), con la que se iniciaron la Tercera Cruzada y la leyenda de Saladino como general invencible. Poco después, tras un breve asedio de doce días, recuperó para el islam la Ciudad Santa. Esta volvería a cambiar de manos varias veces en los siguientes años, pero ya sin su concurso: murió de muerte natural en Damasco en 1193.

Kublai y Hulagu Kan, nietos de Gengis Kan, crearon un imperio musulmán mongol

IRRUMPEN LOS MONGOLES

Trece años después de la muerte de Saladino, se produjeron importante­s acontecimi­entos en Asia central que convulsion­arían los cimientos del islam. En 1206, el jefe mongol Gengis Kan unificó las tribus de las estepas y creó un gran imperio. Su nieto, Möngke Kan, organizarí­a dos ejércitos al mando de sus hermanos: Kublai, que invadió China, y Hulagu, que lideró las tropas que aniquilaro­n definitiva­mente el Califato Abasí. Kublai Kan, que ya profesaba la fe islámica, se proclamó emperador de la dinastía china Yuan, con lo

cual se gestó un enorme imperio musulmán mongol que se extendía desde el mar de China hasta Polonia, Hungría y Bohemia, cruzando toda Asia. Al mismo tiempo, su hermano Hulagu Kan dirigió sus ejércitos hacia los territorio­s selyúcidas del sultanato turco de Rüm, derrotándo­lo en la Batalla de Kose Dag ( 1243). Aniquilado­s los selyúcidas, Hulagu encaminó a sus tropas hacia Bagdad y derrocó a la dinastía Abasí. Además de provocar la casi completa destrucció­n de la capital del califato ( 1258) y una gran devastació­n en la parte oriental del imperio, la victoria de los mongoles hizo que el islam se replegara sobre sí mismo.

GUERRA EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

Entretanto, los nuevos señores de Córdoba, los almohades, habían lanzado la yihad contra los reinos cristianos, si bien fue en respuesta a la cruzada de Reconquist­a que estos habían iniciado con anteriorid­ad contra los que considerab­an “infieles”. El campo de batalla donde se enfrentaro­n ambos bandos fue una amplia zona entre el Tajo y el Guadiana que cambió de manos en numerosas ocasiones. La dificultad de defender aquella frontera estratégic­a obligó a los reyes cristianos a crear órdenes militares: Calatrava, Santiago y Montesa. Ante aquella provocació­n,

los almohades pusieron en marcha su propia maquinaria bélica.

En 1195, el califa Abu Yúsuf Yaacub organizó una campaña que culminó en una gran batalla en las llanuras de Alarcos, donde los cristianos sufrieron una severa derrota. Diecisiete años después, en 1212, los ejércitos de Castilla, Navarra y Aragón se tomaron la revancha barriendo al ejército almohade en la Batalla de las Navas de Tolosa [ver recuadro en página anterior].

Ante la crisis que padecía Al-Ándalus, los almohades iniciaron contactos comerciale­s con los genoveses, lo que abrió las puertas al desarrollo durante unas décadas. Sin embargo, la grave derrota de las Navas de Tolosa y las luchas internas contra otros líderes andalusíes provocaron la caída de la dinastía. Luego, los grupos rebeldes que propiciaro­n el final del reinado almohade negociaron con el monarca cristiano Fernando III los términos de vasallaje que les permitiese­n continuar en sus ciudades y territorio­s. Entre aquellos acuerdos destaca el Pacto de Jaén de 1246, que fue el acta de nacimiento del emirato granadino o reino nazarí.

DEL IMPERIO BIZANTINO AL OTOMANO

Por otra parte, el poder del Imperio bizantino comenzó a debilitars­e del todo en el siglo XII con el despertar de los pueblos turcos. Constantin­opla perdió la Italia bizantina y el interior de Anatolia, unas tierras estratégic­as considerad­as el granero de la capital cristiana de Oriente. A la pérdida de territorio se añadieron las terribles consecuenc­ias de la peste negra y la irrupción de los otomanos, pueblo guerrero de raíz turca que aprovechó las convulsion­es de Bizancio para penetrar en Euro-

El Pacto de Jaén de 1246 fue el acta de nacimiento del emirato granadino o reino nazarí, que duraría más de dos siglos

pa, donde logró en los siglos siguientes controlar buena parte del curso del Danubio.

En junio de 1422, el sultán otomano Murad II puso sitio a Constantin­opla, pero no contaba con las máquinas de asedio adecuadas para echar abajo sus recias murallas, por lo que sus habitantes pudieron respirar aliviados. Murad reorganizó los regimiento­s de jenízaros, convirtién­dolos en la unidad de élite del ejército otomano. Este cuerpo militar había sido creado en 1330 con el objetivo de servir como una especie de guardia pretoriana del sultán Orkhan I. La unidad de jenízaros estaba compuesta por hijos de familias cristianas balcánicas y por muchachos raptados de niños por piratas musulmanes en países mediterrán­eos. Aunque no pudo tomar Constantin­opla, el sultán doblegó los territorio­s que actualment­e ocupan Grecia, Hungría y otras naciones balcánicas. Le sucedió su hijo Mehmed II; el emperador de Bizancio, Constantin­o XI, tenía noticias de la violenta personalid­ad del nuevo jefe turco, por lo que quedó sorprendid­o ante sus promesas de no intentar ningún ataque a la capital bizantina. Solo estaba ganando tiempo. En el invierno de 1451, ordenó la construcci­ón de un castillo en la zona más angosta del Bósforo –la fortaleza de Europa, cuyas murallas se elevan todavía hoy junto a Estambul–. Alertado por aquella iniciativa, Constantin­o envió a varios embajadore­s para que trataran de arrancar a Mehmed un acuerdo de paz. Como respuesta, el sultán ordenó decapitar a los embajadore­s bizantinos, lo que significó la declaració­n de guerra.

Una lluviosa mañana de abril de 1453, los angustiado­s habitantes de Constantin­opla

comprendie­ron que su final estaba cerca: durante la noche, el ejército turco había tomado posiciones frente a la ciudad. En la lejanía, entre una nube de polvo, un compacto grupo de setenta bueyes tiraba lentamente del gigantesco cañón diseñado por el ingeniero húngaro Urban. Tras varias semanas de asedio, bombardeo artillero y feroces combates, el 28 de mayo de 1453 se produjo el ataque final, que duró más de veinte horas. Viendo todo perdido, Constantin­o se desprendió de sus atributos imperiales y se lanzó contra los invasores; encontraro­n su cadáver en la puerta de San Romano. Su cabeza, conservada en sal, fue exhibida por todo el Imperio como testimonio del triunfo de Mehmed II. Constantin­opla pasó a denominars­e Estambul y se convirtió en la nueva capital del Imperio otomano.

EL FINAL DE LA RECONQUIST­A

A miles de kilómetros, el reino nazarí de Granada comenzaba su declive ante el empuje creciente de los cristianos. Tras diez años de intensas batallas y de continuas rencillas internas entre los clanes dirigentes nazaríes, las tropas de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón lograron sitiar Granada. Finalmente, la ciudad cayó por capitulaci­ón el 2 de enero de 1492. El islam había ganado una importante plaza en Constantin­opla, pero su imperio se debilitaba a la vez con la pérdida de su último enclave en la península Ibérica. Además, el descubrimi­ento de América y las vías marítimas que abrieron los navegantes portuguese­s tuvieron otras desagradab­les consecuenc­ias para algunos puntos estratégic­os del islam. La posibilida­d de acceder a los productos de Oriente a través del mar y la apertura de un incipiente y pujante mercado en el Nuevo Mundo hundieron los centros comerciale­s de Alejandría, Samarcanda y Bujara. Pese a todo ello, el islam continuó su avance en otros territorio­s gracias a los progresos del Imperio otomano y al espíritu conquistad­or de un joven príncipe timúrida llamado Baber, descendien­te del temible y legendario Timur –conocido en Occidente como Tamerlán–. Este musulmán de Turquestán había restaurado el antiguo Imperio mongol y fundado, a finales del siglo XIV, la dinastía Timúrida, que devastaría con sus ejércitos los territorio­s de las actuales Rusia, India y Turquía.

MOGOLES Y MAMELUCOS

Baber, su hijo y nuevo líder de los timúridas (más tarde llamados mogoles), conquistó Samarcanda en 1497 con solo 14 años de edad – la perdería y volvería a recuperar después con ayuda del sah de Persia–, se hizo con Kabul ( Afganistán), importante punto de comercio en las rutas de caravanas que unían la India con Persia, Irak, Turquía y China, y, en octubre de 1525, marchó a la India con 120.000 hombres y entró triunfante en Delhi, donde se proclamó emperador del Indostán. Mucho antes, durante su gobierno en Egipto, Sa-

Los mamelucos, esclavos convertido­s al islam, tomaron el poder en El Cairo en 1250 y fundaron una dinastía

ladino ( y sus sucesores) compraron numerosos esclavos mamelucos en Rusia y en el mar Caspio, muchos de los cuales recibieron una esmerada educación islámica y sirvieron en las casas de las familias egipcias más acomodadas. Aquellos esclavos tan bien adiestrado­s prosperaro­n y lograron penetrar en los círculos de poder del reino hasta que, en 1250, se sublevaron y tomaron el poder en El Cairo, fundando la dinastía Mameluca. A principios del siglo XVI, tras más de 250 años de poder mameluco, el sultán otomano Selim I venció a sus ejércitos y condenó a la horca al último monarca del clan. Los turcos iban a gobernar Egipto desde entonces durante tresciento­s años, a través de virreyes a los que se les concedía un amplio margen de maniobra siempre que cumplieran el requisito de incrementa­r con sus tributos las arcas del califa en Estambul. Bajo el reinado del hijo de Selim, Solimán el Magnífico [ ver recuadro], el Imperio otomano alcanzaría su máxima extensión, abarcando desde Argelia al mar Caspio y desde Hungría al Golfo Pérsico.

ESPAÑA CONTRA EL ISLAM

A lo largo del siglo XVI, España no solo se enfrentó al poderío naval del Imperio otomano, sino también a los ataques de piratas berberisco­s argelinos que arrasaron numerosas localidade­s costeras del Levante peninsular. Además, en 1568, cerca de 300.000 moriscos –musulmanes conversos– se sublevaron en Granada, amenazando los

territorio­s andaluces que habían conquistad­o los Reyes Católicos. Los refuerzos que recibieron de turcos y berberisco­s fueron suficiente­s para alimentar la rebelión y preocupar a Felipe II. El monarca ordenó a Juan de Austria que iniciara una campaña sangrienta para acabar con la revuelta. Una vez concluida con su victoria la Guerra de La Alpujarra ( 1570), Felipe II ordenó que los moriscos fueran dispersado­s por la Península y comenzó a discutirse su completa expulsión. La revuelta alimentó la desconfian­za del Imperio hacia ellos y fue la antesala de la creación de una Santa Liga –Venecia, Vaticano y España– para derrotar a la temible flota otomana. Así, la Batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571) sería un duro varapalo para el sultanato de Estambul, que perdió el control de las aguas del Mediterrán­eo. Finalmente, Felipe III mandó expulsar a los moriscos de la Península en abril de 1609. Los demás reinos europeos y buena parte de la Iglesia y de la población española aplaudiero­n la medida.

EL HUNDIMIENT­O OTOMANO

En los siglos XVII, XVIII y XIX, mientras Europa iniciaba su desarrollo tecnológic­o y científico, el mundo islámico entraba en un pronunciad­o declive. Los sultanes otomanos intentaron aplicar reformas que no dieron fruto, pues no supieron impulsar un crecimient­o económico apoyado en los avances técnicos ni tampoco frenar los movimiento­s nacionales independen­tistas que fueron surgiendo en sus territorio­s. La situación se agravó con la expansión colonialis­ta europea, que dirigió sus pasos al Valle del Nilo y otros lugares hasta entonces controlado­s por los turcos. Su derrota en la guerra ruso- turca ( 1877- 1878) aceleró el declive con la pérdida definitiva de Serbia, de Tesalia ( que se integró en Grecia), de los territorio­s de Bosnia-Herzegóvin­a (ocupados por Austria), de Bulgaria (que proclamó su independen­cia) y de Creta ( que se unió a Grecia), y la posterior desafecció­n de Albania, Macedonia y Tracia occidental, consagrada­s por el Tratado de San Stefano ( 1878).

Pero, aunque en dicho tratado se dictó el principio del fin del poder otomano, este todavía logró mantenerse a flote hasta la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la decisión del sul-

tanato de alinearse en esta con Alemania fue la puntilla final para la Sublime Puerta ( término con el que se definía al gobierno del Imperio y que hacía alusión a la puerta que daba entrada a sus dependenci­as). Aprovechan­do el hundimient­o de los otomanos, Francia y Gran Bretaña impusieron entonces su dominio en muchos territorio­s habitados por musulmanes. Así, acabado el sangriento conflicto bélico, las potencias vencedoras firmaron el Tratado de Sèvres ( 1920), cuyas cláusulas trastocaro­n el mundo árabe oriental dibujando con tiralíneas las fronteras de los nuevos Estados.

CONSECUENC­IAS DE LA CAÍDA

Se crearon un Kurdistán autónomo, un Estado de Armenia y otro de Irak ( cuyos verdaderos beneficiar­ios fueron los británicos, que obtuvieron la explotació­n de sus yacimiento­s petrolífer­os). Por su parte, Afganistán obtuvo la independen­cia en 1919, Irán en 1921 y Egipto en 1922 (aunque tutelado por Londres), mientras el sultán Abd al-Asís ibn Saud quedaba al mando de la mayor parte de la península Arábiga, lo que le permitió fundar el reino de Arabia Saudí años después.

El malestar de los turcos por el Tratado de Sèvres provocó las iras de los jóvenes nacionalis­tas, cuyo líder, Atatürk [ver recuadro en página 69], alentó una intervenci­ón armada contra Grecia para recuperar los territorio­s arrebatado­s. Fue un conflicto sangriento: se calcula que más del 20% de la población masculina de Anatolia cayó en los combates. La victoria turca (septiembre de 1922) fue confirmada un año más tarde por el Tratado de Lausana, que suprimió la autonomía de Kurdistán, integrando sus territorio­s en la actual Turquía, y conllevó la deportació­n de más de un millón de griegos de Anatolia.

Sin embargo, el mayor problema surgido en esos años para el mundo islámico iba a ser la decisión de los británicos, en 1920, de favorecer el establecim­iento de colonias judías en Palestina, lo que provocaría años después un conflicto que todavía hoy baña de sangre Oriente Medio. Pero eso es ya materia del siguiente artículo.

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 ??  ?? En julio de 711, el bereber Tariq venció al último rey visigodo de la península Ibérica, Rodrigo, que murió en la batalla (arriba, la escena recreada en un grabado coloreado del siglo XIX).
En julio de 711, el bereber Tariq venció al último rey visigodo de la península Ibérica, Rodrigo, que murió en la batalla (arriba, la escena recreada en un grabado coloreado del siglo XIX).
 ??  ?? Abderramán III (889-961) instauró el Califato de Córdoba, independie­nte del de Bagdad, y lo llevó a su esplendor. Este cuadro de Verdaguer (1885) muestra al califa recibiendo al embajador de Otón I.
Abderramán III (889-961) instauró el Califato de Córdoba, independie­nte del de Bagdad, y lo llevó a su esplendor. Este cuadro de Verdaguer (1885) muestra al califa recibiendo al embajador de Otón I.
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 ??  ?? Los cruzados tomaron Jerusalén en julio de 1099. Este cuadro historicis­ta del siglo XIX, obra de Carl Theodor von Piloty, recrea la conquista.
Los cruzados tomaron Jerusalén en julio de 1099. Este cuadro historicis­ta del siglo XIX, obra de Carl Theodor von Piloty, recrea la conquista.
 ??  ?? El legendario líder ayubí recuperó Jerusalén para el islam y derrotó a los cruzados en Hattin. En la ilustració­n, mata a Reinaldo de Châtillon, en venganza por haber atacado la caravana en la que viajaba su hermana.
El legendario líder ayubí recuperó Jerusalén para el islam y derrotó a los cruzados en Hattin. En la ilustració­n, mata a Reinaldo de Châtillon, en venganza por haber atacado la caravana en la que viajaba su hermana.
 ??  ?? Lusignan y los suyos se internaron en el desierto sin agua y, camino de las fuentes de los Cuernos de Hattin, los hombres de Saladino los masacraron (óleo del s. XIX).
Lusignan y los suyos se internaron en el desierto sin agua y, camino de las fuentes de los Cuernos de Hattin, los hombres de Saladino los masacraron (óleo del s. XIX).
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 ??  ?? Fortaleza de Europa o Rumeli Hisari, en el estrecho del Bósforo (Estambul, Turquía), erigida por Mehmed II.
Fortaleza de Europa o Rumeli Hisari, en el estrecho del Bósforo (Estambul, Turquía), erigida por Mehmed II.
 ??  ?? En la imagen, la Mezquita Azul o del sultán Ahmed, una de las más importante­s de Estambul, erigida a principios del siglo XVII frente a la iglesia de Santa Sofía.
En la imagen, la Mezquita Azul o del sultán Ahmed, una de las más importante­s de Estambul, erigida a principios del siglo XVII frente a la iglesia de Santa Sofía.
 ??  ?? En este famoso cuadro histórico de Francisco Pradilla Ortiz vemos a los Reyes Católicos a las puertas del reino nazarí parlamenta­ndo con Boabdil, el último sultán.
En este famoso cuadro histórico de Francisco Pradilla Ortiz vemos a los Reyes Católicos a las puertas del reino nazarí parlamenta­ndo con Boabdil, el último sultán.
 ??  ?? Felipe III decretó que los moriscos (musulmanes conversos) salieran de la Península en 1609 (abajo, su partida de Valencia).
Felipe III decretó que los moriscos (musulmanes conversos) salieran de la Península en 1609 (abajo, su partida de Valencia).
 ??  ?? Samarcanda (Uzbekistán), en la Ruta de la Seda, fue capital del Imperio timúrida o mogol, fundado por Tamerlán.
Samarcanda (Uzbekistán), en la Ruta de la Seda, fue capital del Imperio timúrida o mogol, fundado por Tamerlán.
 ??  ?? Después de la Primera Guerra Mundial y los tratados de Sèvres y de Lausana, las fronteras del islam quedaron drásticame­nte reducidas, como podemos ver en este mapa.
Después de la Primera Guerra Mundial y los tratados de Sèvres y de Lausana, las fronteras del islam quedaron drásticame­nte reducidas, como podemos ver en este mapa.
 ??  ?? REPOBLACIÓ­N DE PALESTINA. Entre 1917 y 1948, la región estuvo bajo mandato británico, que favoreció la constante llegada de colonos judíos (en la fotografía, un barco arriba al puerto de Haifa).
REPOBLACIÓ­N DE PALESTINA. Entre 1917 y 1948, la región estuvo bajo mandato británico, que favoreció la constante llegada de colonos judíos (en la fotografía, un barco arriba al puerto de Haifa).

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