DOSSIER: En pie de guerra
Durante siglos, el islam fundamentó su expansión en un poderío bélico basado en una férrea disciplina, una acendrada religiosidad y una mentalidad agresiva. Así, las primeras victorias mahometanas servirían de inspiración a bereberes, almohades, selyúcida
Es una de las grandes preguntas de la historia universal: ¿cómo una indisciplinada horda de guerreros sin más tradición bélica que la razia intertribal fue capaz de erigir un imperio que, en el cénit de su esplendor, superaría en extensión al romano? La respuesta exige reinterpretar la figura de Mahoma como el primer gran líder militar de la historia musulmana. El Profeta fue un excepcional conductor de hombres y, no menos importante, la persona que cohesionó los intereses de las tribus árabes en aras de un objetivo común. Para alcanzarlo, construyó un ejército que basó su eficacia en tres pilares: disciplina, fe y agresividad. Y ese ejército le sobrevivió y siguió adelante durante siglos con su misión.
Así, tras la muerte de Mahoma y en apenas 13 años –entre 633 y 646–, el nuevo Estado islámico había subyugado, bajo el empuje del califa Omar, a las dos superpotencias políticas y militares de la época, ambas inmersas en una profunda crisis que explica su impotencia ante la invasión. La Persia sasánida dejó de existir después de la Batalla de Qadisiya en 637, mientras que el Imperio bizantino inició su repliegue con la cesión de Siria en Yarmuk en 636. La conquista fue ejecutada por un ejército muy sólido, que supo integrar a los pueblos derrotados en sus filas.
LOS SOLDADOS DE ALÁ
La característica esencial de dichos contingentes fue la movilidad en torno a dos elementos: caballería ligera e infantería montada en camello, capaz de desplazarse por cualquier terreno y de avanzar por el desierto sin restricciones. A ello se sumaba un privilegiado conocimiento del enemigo; muchos árabes habían servido antes como auxiliares fronterizos de las tropas bizantinas y sasánidas. Pero fue durante el reinado de Al-Mutásim (796842), ya en el período abasí, cuando se produjo la definitiva consolidación del poderío militar islámico. La infantería mayoritaria combinaba la espada curva, la maza y la célebre hacha tipo tabarzin, aunque fueron los abna, infantería armada con picas procedente de Bagdad y con fama de irreductible, y los naffatin, provistos de granadas de nafta, las unidades más mortíferas. La gran revolución se dio, no obstante, en el seno de la caballería con el
auge de los ghulams, jinetes arqueros reclutados como esclavos en Asia Central que, convertidos al islam, servirían como caballeros de élite. La expansión del islam por el norte de África, empero, requirió más de un siglo de luchas que culminaron gracias al gobernador yemení Musa ibn Nusair, quien logró la pacificación e islamización del Magreb y confió el control de Tánger a un líder autóctono llamado Tariq. Y, en la noche del 27 de abril de 711, Tariq cruzó el Estrecho con unos siete mil hombres y desembarcó en Gibraltar. Poco después, los árabes derrotaban al ejército de Rodrigo y se adentraban por las antiguas vías romanas hacia el centro de la Península, derrumbando las defensas del reino visigodo.
A AMBOS LADOS DEL ESTRECHO
Inicialmente, las luchas internas entre bereberes y árabes hicieron que Al-Ándalus fuera gobernada por más de veinte emires en cuarenta años. La situación cambió con la llegada a la Península de Abderramán I, que enarboló la bandera blanca de los Omeya (la negra era la de los abasíes) y construyó un emirato con capital en Córdoba. Mientras tanto, en el Magreb se sucedieron años convulsos en los que los pequeños reinos luchaban entre sí, hasta que hicieron acto de presencia los chiíes que habían escapado de Bagdad. Su presencia en el norte de África propició el ascenso de los idrisíes y, posteriormente, el de los dogmáticos fatimíes, fervientes seguidores de la secta islámica chií que llegarían a controlar Egipto años después. Al tiempo que el califato abasí prosperaba en la zona oriental del Imperio islámico, Abderramán II comenzó a organizar el gobierno de Al-Ándalus. Su reinado favoreció la formación de una sociedad más refinada que la de sus predecesores, aunque no por ello dejó de recurrir a las armas para hacer frente a la penetración de normandos en su territorio en el año 844.
ESPLENDOR Y DECLIVE DE AL-ÁNDALUS
En 912, Abderramán III llegó al poder como emir; moriría como califa. Ocho años después de conseguir el emirato, logró liberarse de la presión que ejercían en el norte leoneses, castellanos, navarros, aragoneses y catalanes abatiendo algunas de sus principales plazas defensivas. Y así, después de aquellas victorias, en el año 929 adoptó los títulos de califa y príncipe de los creyentes, lo que implicó la restauración de la antigua dinastía Omeya en Córdoba y su independencia del Califato de Bagdad. Su decisión coincidió en el tiempo con la rebelión de los fatimíes en el norte de África, que crearon en Túnez otro califato independiente del abasí.
Aquella esplendorosa etapa inició su declive con la muerte de Al- Hakam II, el siguiente califa. Su sucesor, Hisham II, de once años de edad, reinó bajo la regencia de Al- Mushafi y su amigo el general Abu Amir Muhammad, más conocido como Almanzor. La frenética actividad militar de este, que comenzó en el año 981, se plasmó en al menos 57 expediciones contra los cristianos; en una de ellas, devastó Santiago de Compostela, que recibía ya peregrinos de toda Europa. A la muerte de Almanzor, sus sucesores fueron incapaces de evitar la desmembración del Califato de Córdoba en una constelación de reinos de taifas. Fue entonces cuando entraron en escena los almorávides, provenientes del Sáhara y de Sudán. Bajo el mando de Yusuf ibn Tasfin, estos aus-
La gran revolución en el seno de la caballería fueron los ghulams, jinetes arqueros reclutados como esclavos en Asia
teros y fanáticos guerreros desembarcaron en Algeciras y se lanzaron a la conquista, pero su fuerza inicial flaqueó cuando conocieron los placeres de la vida refinada en Al- Ándalus. Su derrumbe se produjo en 1135, tras la toma de Zaragoza por Alfonso I el Batallador. Sus sucesores serían los almohades, también procedentes de Marruecos... e igual de feroces.
SELYÚCIDAS Y AYUBÍES
Entretanto, la desintegración del Califato de Bagdad fue seguida del surgimiento de múltiples dinastías que, lejos de representar un poder unitario ante la irrupción de los cruzados en Oriente, se desangraron frecuentemente en conflictos intestinos. De entre estos nacientes Estados, por su papel central en las Cruzadas y por su magnitud, destacaron los turcos selyúcidas en Siria y Anatolia y los ayubíes en Egipto. El Imperio selyúcida había puesto de relieve su extraordinario potencial militar al derrotar estrepitosamente a los bizantinos en la Batalla de Manzikert (1071), prólogo de la Primera Cruzada. Su ejército estaba formado fundamentalmente por turcomanos del Asia Central que tenían su mejor argumento ofensivo en el arco compuesto (de forma recurva, corto y de enorme potencia, gracias a la acción mecánica resultante de combinar asta, madera y tendón). Los ghulams seguían siendo la estrella de los cuerpos de élite; cada vez más pesadamente armados, estos temibles jinetes llegaron a desarrollar tal efectividad en el disparo desde la montura que podían lanzar hasta cinco flechas cada tres segundos. Pero fue en Egipto donde los ejércitos islámicos se aproximaron al cénit gracias la irrupción en escena de Saladino, líder ayubí que aprovechó la decadencia de los fatimíes para ofrecer a los reinos cruzados la primera resistencia de un poder islámico centralizado, con la Tercera Cruzada como escenario. Tras
la muerte del último califa fatimí, el mítico caudillo reclutó un ejército propio reutilizando las huestes turcomanas como complemento de nuevas levas de caballeros esclavos: los llamados mamelucos. Con Saladino, los ejércitos esclavos iniciaron una era de esplendor; sus mamelucos, en combinación con la caballería ligera árabe, se erigieron como el mejor cuerpo a caballo del mundo medieval.
OBJETIVO: JERUSALÉN
Las Cruzadas, para la cristiandad “gloriosa reconquista de los Santos Lugares”, fueron percibidas de manera diametralmente opuesta por los árabes. De pronto, se encontraron invadidos por huestes de europeos que atacaban por todos los frentes, desde el estrecho del Bósforo hasta Palestina y Egipto. Miles de feroces cristianos habían llegado a las ciudades musulmanas a partir de 1096 para asombro de príncipes y plebeyos locales, que en un primer momento ignoraban por completo cuál era la razón que llevaba a aquellos extranjeros rubios y altos –a los que llamaron frany (francos), ya que el reino de Francia era su principal referencia en la remota Europa occidental– hasta sus territorios. Lo que ocurrió a partir de entonces propiciaría un antagonismo entre cristianos y musulmanes en el que emergerían conceptos como el de yihad [ver recuadro] que llegan hasta nuestros días.
Este efecto sorpresa hizo que los musulmanes de Palestina fueran incapaces de organizar a tiempo un ejército que resistiera la embestida, de modo que los cruzados sitiaron Jerusalén y la tomaron en apenas un mes, en julio de 1099. Según Ibn alAthir, cronista árabe contemporáneo a los hechos, “a la población de la Ciudad Santa la pasaron a cuchillo y los frany estuvieron matando musul- manes durante una semana. En la mezquita de Al-Aqsa mataron a más de setenta mil personas”. Con esta conquista, que culminó la Primera Cruzada, llegó la creación del reino cristiano de Jerusalén, que dominaría Palestina durante doscientos años. Aun así, algunas ciudades resistieron muchos años bajo gobierno musulmán. Las más importantes fueron Trípoli, que los árabes perdieron en 1109 tras un interminable cerco de dos mil días, y Tiro. La conquista de esta se produjo en 1224, marcando el cénit del poder de los cruzados.
Tras la caída de Jerusalén, no faltaron llamamientos a la reacción: la comunidad islámica esperaba que el sultán abasí de Bagdad la liderase, pero fue en vano, dada la decadencia del califato. Tampoco duró mucho el liderazgo del prometedor Zengi, gobernador de Mosul y Alepo, que unificó bajo su mandato gran parte del territorio sirio y que logró una resonante victoria con la reconquista de Edesa en la Nochebuena de 1144, que marcaría
Bajo el mandato de Zengi, gobernador de Mosul y Alepo, el islam recuperó Edesa en la Nochebuena de 1144
un giro en la relación de fuerzas entre musulmanes y cristianos; fue asesinado dos años más tarde. Hubo que esperar a que en 1169 Saladino fuese proclamado visir de Egipto para que, como se dijo, el islam volviese a resurgir de sus cenizas y plantara cara a la cristiandad.
De origen kurdo y nacido en Tikrit (Irak), su llegada al puesto fue bastante azarosa. Su tío, el general Shirkuh, había sido enviado por el sultán de Siria, Nur al-Din (hijo de Zengi), a combatir la invasión frany de Egipto, y había pedido que Saladino lo acompañase. El Califato Fatimí aún existía, aunque lo gobernaba un joven de veinte años, Al-Adid, enfermo y muy dependiente de sus consejeros. Por sugerencia de estos, muerto Shirkuh en extrañas circunstancias, dieron el cargo de visir a Saladino confiando en que su juventud lo haría manejable. Nada más lejos de la realidad: mientras el califa agonizaba, el visir dio por extinguido el califato y asumió las riendas del poder en el país del Nilo. En pocos años, Saladino se hizo con Libia y Yemen, derrotó a los nubios y, cuando Nur al- Din murió en Damasco, viajó hasta Siria para ser proclamado sultán. En sucesivas campañas asentó su poder en toda Siria y toda Mesopotamia y, en 1187, invadió el reino de Jerusalén e infligió una espectacular derrota a los cristianos en la célebre Batalla de los Cuernos de Hattin (4 de julio), con la que se iniciaron la Tercera Cruzada y la leyenda de Saladino como general invencible. Poco después, tras un breve asedio de doce días, recuperó para el islam la Ciudad Santa. Esta volvería a cambiar de manos varias veces en los siguientes años, pero ya sin su concurso: murió de muerte natural en Damasco en 1193.
Kublai y Hulagu Kan, nietos de Gengis Kan, crearon un imperio musulmán mongol
IRRUMPEN LOS MONGOLES
Trece años después de la muerte de Saladino, se produjeron importantes acontecimientos en Asia central que convulsionarían los cimientos del islam. En 1206, el jefe mongol Gengis Kan unificó las tribus de las estepas y creó un gran imperio. Su nieto, Möngke Kan, organizaría dos ejércitos al mando de sus hermanos: Kublai, que invadió China, y Hulagu, que lideró las tropas que aniquilaron definitivamente el Califato Abasí. Kublai Kan, que ya profesaba la fe islámica, se proclamó emperador de la dinastía china Yuan, con lo
cual se gestó un enorme imperio musulmán mongol que se extendía desde el mar de China hasta Polonia, Hungría y Bohemia, cruzando toda Asia. Al mismo tiempo, su hermano Hulagu Kan dirigió sus ejércitos hacia los territorios selyúcidas del sultanato turco de Rüm, derrotándolo en la Batalla de Kose Dag ( 1243). Aniquilados los selyúcidas, Hulagu encaminó a sus tropas hacia Bagdad y derrocó a la dinastía Abasí. Además de provocar la casi completa destrucción de la capital del califato ( 1258) y una gran devastación en la parte oriental del imperio, la victoria de los mongoles hizo que el islam se replegara sobre sí mismo.
GUERRA EN LA PENÍNSULA IBÉRICA
Entretanto, los nuevos señores de Córdoba, los almohades, habían lanzado la yihad contra los reinos cristianos, si bien fue en respuesta a la cruzada de Reconquista que estos habían iniciado con anterioridad contra los que consideraban “infieles”. El campo de batalla donde se enfrentaron ambos bandos fue una amplia zona entre el Tajo y el Guadiana que cambió de manos en numerosas ocasiones. La dificultad de defender aquella frontera estratégica obligó a los reyes cristianos a crear órdenes militares: Calatrava, Santiago y Montesa. Ante aquella provocación,
los almohades pusieron en marcha su propia maquinaria bélica.
En 1195, el califa Abu Yúsuf Yaacub organizó una campaña que culminó en una gran batalla en las llanuras de Alarcos, donde los cristianos sufrieron una severa derrota. Diecisiete años después, en 1212, los ejércitos de Castilla, Navarra y Aragón se tomaron la revancha barriendo al ejército almohade en la Batalla de las Navas de Tolosa [ver recuadro en página anterior].
Ante la crisis que padecía Al-Ándalus, los almohades iniciaron contactos comerciales con los genoveses, lo que abrió las puertas al desarrollo durante unas décadas. Sin embargo, la grave derrota de las Navas de Tolosa y las luchas internas contra otros líderes andalusíes provocaron la caída de la dinastía. Luego, los grupos rebeldes que propiciaron el final del reinado almohade negociaron con el monarca cristiano Fernando III los términos de vasallaje que les permitiesen continuar en sus ciudades y territorios. Entre aquellos acuerdos destaca el Pacto de Jaén de 1246, que fue el acta de nacimiento del emirato granadino o reino nazarí.
DEL IMPERIO BIZANTINO AL OTOMANO
Por otra parte, el poder del Imperio bizantino comenzó a debilitarse del todo en el siglo XII con el despertar de los pueblos turcos. Constantinopla perdió la Italia bizantina y el interior de Anatolia, unas tierras estratégicas consideradas el granero de la capital cristiana de Oriente. A la pérdida de territorio se añadieron las terribles consecuencias de la peste negra y la irrupción de los otomanos, pueblo guerrero de raíz turca que aprovechó las convulsiones de Bizancio para penetrar en Euro-
El Pacto de Jaén de 1246 fue el acta de nacimiento del emirato granadino o reino nazarí, que duraría más de dos siglos
pa, donde logró en los siglos siguientes controlar buena parte del curso del Danubio.
En junio de 1422, el sultán otomano Murad II puso sitio a Constantinopla, pero no contaba con las máquinas de asedio adecuadas para echar abajo sus recias murallas, por lo que sus habitantes pudieron respirar aliviados. Murad reorganizó los regimientos de jenízaros, convirtiéndolos en la unidad de élite del ejército otomano. Este cuerpo militar había sido creado en 1330 con el objetivo de servir como una especie de guardia pretoriana del sultán Orkhan I. La unidad de jenízaros estaba compuesta por hijos de familias cristianas balcánicas y por muchachos raptados de niños por piratas musulmanes en países mediterráneos. Aunque no pudo tomar Constantinopla, el sultán doblegó los territorios que actualmente ocupan Grecia, Hungría y otras naciones balcánicas. Le sucedió su hijo Mehmed II; el emperador de Bizancio, Constantino XI, tenía noticias de la violenta personalidad del nuevo jefe turco, por lo que quedó sorprendido ante sus promesas de no intentar ningún ataque a la capital bizantina. Solo estaba ganando tiempo. En el invierno de 1451, ordenó la construcción de un castillo en la zona más angosta del Bósforo –la fortaleza de Europa, cuyas murallas se elevan todavía hoy junto a Estambul–. Alertado por aquella iniciativa, Constantino envió a varios embajadores para que trataran de arrancar a Mehmed un acuerdo de paz. Como respuesta, el sultán ordenó decapitar a los embajadores bizantinos, lo que significó la declaración de guerra.
Una lluviosa mañana de abril de 1453, los angustiados habitantes de Constantinopla
comprendieron que su final estaba cerca: durante la noche, el ejército turco había tomado posiciones frente a la ciudad. En la lejanía, entre una nube de polvo, un compacto grupo de setenta bueyes tiraba lentamente del gigantesco cañón diseñado por el ingeniero húngaro Urban. Tras varias semanas de asedio, bombardeo artillero y feroces combates, el 28 de mayo de 1453 se produjo el ataque final, que duró más de veinte horas. Viendo todo perdido, Constantino se desprendió de sus atributos imperiales y se lanzó contra los invasores; encontraron su cadáver en la puerta de San Romano. Su cabeza, conservada en sal, fue exhibida por todo el Imperio como testimonio del triunfo de Mehmed II. Constantinopla pasó a denominarse Estambul y se convirtió en la nueva capital del Imperio otomano.
EL FINAL DE LA RECONQUISTA
A miles de kilómetros, el reino nazarí de Granada comenzaba su declive ante el empuje creciente de los cristianos. Tras diez años de intensas batallas y de continuas rencillas internas entre los clanes dirigentes nazaríes, las tropas de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón lograron sitiar Granada. Finalmente, la ciudad cayó por capitulación el 2 de enero de 1492. El islam había ganado una importante plaza en Constantinopla, pero su imperio se debilitaba a la vez con la pérdida de su último enclave en la península Ibérica. Además, el descubrimiento de América y las vías marítimas que abrieron los navegantes portugueses tuvieron otras desagradables consecuencias para algunos puntos estratégicos del islam. La posibilidad de acceder a los productos de Oriente a través del mar y la apertura de un incipiente y pujante mercado en el Nuevo Mundo hundieron los centros comerciales de Alejandría, Samarcanda y Bujara. Pese a todo ello, el islam continuó su avance en otros territorios gracias a los progresos del Imperio otomano y al espíritu conquistador de un joven príncipe timúrida llamado Baber, descendiente del temible y legendario Timur –conocido en Occidente como Tamerlán–. Este musulmán de Turquestán había restaurado el antiguo Imperio mongol y fundado, a finales del siglo XIV, la dinastía Timúrida, que devastaría con sus ejércitos los territorios de las actuales Rusia, India y Turquía.
MOGOLES Y MAMELUCOS
Baber, su hijo y nuevo líder de los timúridas (más tarde llamados mogoles), conquistó Samarcanda en 1497 con solo 14 años de edad – la perdería y volvería a recuperar después con ayuda del sah de Persia–, se hizo con Kabul ( Afganistán), importante punto de comercio en las rutas de caravanas que unían la India con Persia, Irak, Turquía y China, y, en octubre de 1525, marchó a la India con 120.000 hombres y entró triunfante en Delhi, donde se proclamó emperador del Indostán. Mucho antes, durante su gobierno en Egipto, Sa-
Los mamelucos, esclavos convertidos al islam, tomaron el poder en El Cairo en 1250 y fundaron una dinastía
ladino ( y sus sucesores) compraron numerosos esclavos mamelucos en Rusia y en el mar Caspio, muchos de los cuales recibieron una esmerada educación islámica y sirvieron en las casas de las familias egipcias más acomodadas. Aquellos esclavos tan bien adiestrados prosperaron y lograron penetrar en los círculos de poder del reino hasta que, en 1250, se sublevaron y tomaron el poder en El Cairo, fundando la dinastía Mameluca. A principios del siglo XVI, tras más de 250 años de poder mameluco, el sultán otomano Selim I venció a sus ejércitos y condenó a la horca al último monarca del clan. Los turcos iban a gobernar Egipto desde entonces durante trescientos años, a través de virreyes a los que se les concedía un amplio margen de maniobra siempre que cumplieran el requisito de incrementar con sus tributos las arcas del califa en Estambul. Bajo el reinado del hijo de Selim, Solimán el Magnífico [ ver recuadro], el Imperio otomano alcanzaría su máxima extensión, abarcando desde Argelia al mar Caspio y desde Hungría al Golfo Pérsico.
ESPAÑA CONTRA EL ISLAM
A lo largo del siglo XVI, España no solo se enfrentó al poderío naval del Imperio otomano, sino también a los ataques de piratas berberiscos argelinos que arrasaron numerosas localidades costeras del Levante peninsular. Además, en 1568, cerca de 300.000 moriscos –musulmanes conversos– se sublevaron en Granada, amenazando los
territorios andaluces que habían conquistado los Reyes Católicos. Los refuerzos que recibieron de turcos y berberiscos fueron suficientes para alimentar la rebelión y preocupar a Felipe II. El monarca ordenó a Juan de Austria que iniciara una campaña sangrienta para acabar con la revuelta. Una vez concluida con su victoria la Guerra de La Alpujarra ( 1570), Felipe II ordenó que los moriscos fueran dispersados por la Península y comenzó a discutirse su completa expulsión. La revuelta alimentó la desconfianza del Imperio hacia ellos y fue la antesala de la creación de una Santa Liga –Venecia, Vaticano y España– para derrotar a la temible flota otomana. Así, la Batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571) sería un duro varapalo para el sultanato de Estambul, que perdió el control de las aguas del Mediterráneo. Finalmente, Felipe III mandó expulsar a los moriscos de la Península en abril de 1609. Los demás reinos europeos y buena parte de la Iglesia y de la población española aplaudieron la medida.
EL HUNDIMIENTO OTOMANO
En los siglos XVII, XVIII y XIX, mientras Europa iniciaba su desarrollo tecnológico y científico, el mundo islámico entraba en un pronunciado declive. Los sultanes otomanos intentaron aplicar reformas que no dieron fruto, pues no supieron impulsar un crecimiento económico apoyado en los avances técnicos ni tampoco frenar los movimientos nacionales independentistas que fueron surgiendo en sus territorios. La situación se agravó con la expansión colonialista europea, que dirigió sus pasos al Valle del Nilo y otros lugares hasta entonces controlados por los turcos. Su derrota en la guerra ruso- turca ( 1877- 1878) aceleró el declive con la pérdida definitiva de Serbia, de Tesalia ( que se integró en Grecia), de los territorios de Bosnia-Herzegóvina (ocupados por Austria), de Bulgaria (que proclamó su independencia) y de Creta ( que se unió a Grecia), y la posterior desafección de Albania, Macedonia y Tracia occidental, consagradas por el Tratado de San Stefano ( 1878).
Pero, aunque en dicho tratado se dictó el principio del fin del poder otomano, este todavía logró mantenerse a flote hasta la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la decisión del sul-
tanato de alinearse en esta con Alemania fue la puntilla final para la Sublime Puerta ( término con el que se definía al gobierno del Imperio y que hacía alusión a la puerta que daba entrada a sus dependencias). Aprovechando el hundimiento de los otomanos, Francia y Gran Bretaña impusieron entonces su dominio en muchos territorios habitados por musulmanes. Así, acabado el sangriento conflicto bélico, las potencias vencedoras firmaron el Tratado de Sèvres ( 1920), cuyas cláusulas trastocaron el mundo árabe oriental dibujando con tiralíneas las fronteras de los nuevos Estados.
CONSECUENCIAS DE LA CAÍDA
Se crearon un Kurdistán autónomo, un Estado de Armenia y otro de Irak ( cuyos verdaderos beneficiarios fueron los británicos, que obtuvieron la explotación de sus yacimientos petrolíferos). Por su parte, Afganistán obtuvo la independencia en 1919, Irán en 1921 y Egipto en 1922 (aunque tutelado por Londres), mientras el sultán Abd al-Asís ibn Saud quedaba al mando de la mayor parte de la península Arábiga, lo que le permitió fundar el reino de Arabia Saudí años después.
El malestar de los turcos por el Tratado de Sèvres provocó las iras de los jóvenes nacionalistas, cuyo líder, Atatürk [ver recuadro en página 69], alentó una intervención armada contra Grecia para recuperar los territorios arrebatados. Fue un conflicto sangriento: se calcula que más del 20% de la población masculina de Anatolia cayó en los combates. La victoria turca (septiembre de 1922) fue confirmada un año más tarde por el Tratado de Lausana, que suprimió la autonomía de Kurdistán, integrando sus territorios en la actual Turquía, y conllevó la deportación de más de un millón de griegos de Anatolia.
Sin embargo, el mayor problema surgido en esos años para el mundo islámico iba a ser la decisión de los británicos, en 1920, de favorecer el establecimiento de colonias judías en Palestina, lo que provocaría años después un conflicto que todavía hoy baña de sangre Oriente Medio. Pero eso es ya materia del siguiente artículo.