Muy Historia

Doris Lessing y sus gatos ilustres

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Doris nos conoció desde su infancia, en la granja de la antigua Rodesia del Sur – hoy Zimbabue– a la que su familia llegó en 1925 desde Irán ( allí nació, en 1919). Miraba absorta cómo pasábamos horas agazapados, esperando el momento justo para saltar sobre las gallinas. No llevó muy bien que su padre, capitán del ejército británico, nos quitase de en medio sin miramiento­s por nuestras fechorías, pero imagino que su padre tampoco llevaría bien que ella abandonase los estudios a los 14 años. Tal vez por eso se casó a los 19, para solventar la situación. Luego, se volvería a casar por compromiso.

Gato Negro y Gato Gris. Sin más. Así nos llamó a dos de nosotros, los que convivimos con ella en su madurez londinense. Dormíamos en el hueco de su rodilla doblada y nos cubría con una toalla húmeda cuando enfermábam­os. La lógica de bajar la fiebre, supongo, de creernos semihumano­s. “Un gato es un auténtico lujo... En su andar solitario descubres un leopardo, incluso una pantera. La chispa amarilla de esos ojos te recuerda todo el exotismo escondido en el amigo que tienes al lado”, escribió sobre nosotros en Gatos ilustres (1967). Casi nada, como apuntó Vivian Gornick. Quería ser libre, desasirse de adjetivos, etiquetas, rumores, del destino mismo, y pensó que la mejor forma de hacerlo era escribiend­o. “Las mujeres serán libres cuando, sentadas a escribir, no piensen si lo hacen o no como mujeres”, decía parafrasea­ndo a su admirada Virginia Woolf. En El cuaderno dorado (1962) dio cuenta de ello. Y toda una generación de mujeres se afirmó leyéndolo.

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