El Dorado, sueño y pesadilla
Habían oído hablar de un rincón de las Indias recién descubiertas donde el oro abundaba como en ningún otro lugar, un paraíso con tal cantidad de metales preciosos que en él todo desprendía brillos dorados. Encontrarlo se convirtió en una obsesión por la que los conquistadores de mediados del siglo XVI estuvieron dispuestos a adentrarse en tierras desconocidas, aunque las duras condiciones del viaje llevaran a algunos de ellos incluso hasta la muerte.
Cristóbal Colón esperaba que su expedición descubriera riquezas en forma de metales preciosos ( en su diario de a bordo menciona 139 veces la palabra oro, por las 51 que cita a Dios). Sin embargo, sería unos años después, en tiempos de las expediciones de Pizarro, cuando los españoles comenzaron a escuchar los primeros rumores sobre un mítico lugar cargado de oro. Lo llamaban El Dorado, y la posibilidad de encontrarlo desató las inquietudes aventureras de decenas de exploradores. Muchos llegaron a arruinarse para poder embarcar en ese viaje. Por eso, la recompensa no podía ser otra que conseguir una gran fortuna.
O, al menos, intentarlo. Sabían que les aguardaban peligros en forma de enfermedades, ataques de los indígenas y hambre, en caso de que la travesía se alargara. Pero los aventureros, convencidos de que les esperaban preciosos tesoros, sopesaban en la balanza y elegían el sueño. Al igual que los Trece de la Fama que acompañaron a Pizarro cuando les dio a escoger entre ser pobres en Panamá o ricos en Perú, los conquistadores que persiguieron la fantasía de El Dorado optaron siempre por la posibilidad de la riqueza. Por ella atravesaron selvas y cruzaron ríos y ciénagas en busca del tesoro. Pero El Dorado siempre estaba más allá.
LA LEYENDA DE LA CIUDAD DORADA
El primer cronista oficial de las Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo, se hizo eco en 1548 de una leyenda que hablaba de un monarca recubierto de oro que residía en algún lugar cargado de riquezas. Y Juan Rodríguez Freyle, en 1636, describía así el mito que había corrido como la pólvora entre quienes soñaban con cambiar su suerte: “Desnudaban al heredero y lo untaban con una liga pegajosa, y lo rociaban con oro en polvo, de manera que iba todo cubierto de este metal. Metíanlo en la balsa, en la cual iba de pie, y a su alrededor depositaban un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios”. Pero la obsesión por la ciudad dorada había comenzado unos años antes. Ya en 1539 el militar Sebastián de Belalcázar, tras fundar la ciudad de Quito, decidió emprender la búsqueda del lugar del que había oído hablar a un indio en Latacunga (Ecuador). Este le aseguró que procedía de una tierra no muy lejana llamada Cundinamarca, y que en ella había tanto oro que su rey acostumbraba cubrirse el cuerpo con él en sus ofrendas a los dioses.
Los conquistadores buscaron sin descanso la ciudad hecha de oro, de los Andes al Amazonas
No era la única leyenda que hablaba de villas doradas en el Nuevo Continente. Por aquel tiempo también se difundió la historia de la Siete Ciudades, un relato que obnubiló a decenas de exploradores. Se decía que, tras la invasión musulmana de la península Ibérica, siete obispos habían huido de ella cruzando el océano y llegado hasta un reino donde fundaron siete ricas ciudades. Entre ellas estaba la mítica Cíbola, que los rumores situaban al norte de México y al suroeste de Estados Unidos. Contaban que en ella residían tribus indias y que los únicos que habían llegado hasta allí eran cuatro náufragos procedentes de la fracasada expedición de Pánfilo de Narváez a Florida. Uno de ellos, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, describió su travesía en Losnaufragios y aseguró tener noticias de una ciudad bañada en oro que se hallaba en una región a la que llamaban Cíbola. Tan real parecía aquella fantástica historia que el virrey Antonio de Mendoza organizó una expedición, aunque antes mandó al franciscano Marcos de Niza a comprobar que lo que se decía era cierto. Tras un largo periplo, el fraile llegó al valle de Cíbola, que describió como una ciudad de oro. Pero había sido engañado por el sol: las fachadas doradas que creyó ver eran en realidad casas de adobe. Aquel sueño quedó en una gran desilusión que casi cuesta la vida al religioso.
OTROS MITOS SIMILARES
También la leyenda de la Ciudad de los Césares encandiló a los soñadores que buscaban un futuro de abundancia. En este caso, la villa dorada fue buscada tanto por españoles como por incas. El oro y la plata que se escondían en este mítico lugar, que ocupaba algún rincón de la Patagonia, prometían solucionar todas las penalidades. Se difundieron distintas versiones del relato, pero la primera que se extendió fue la que surgió con la expedición del capitán Francisco César en 1528, cuando buscaban la Sierra de la Plata. Náufragos de expediciones anteriores confirmaban las historias, que a su vez habían oído de los indios, sobre un lugar rico en metales preciosos. Y, poco a poco, creció la certeza de que existía una ciudad llena de fortuna conocida como la Ciudad de los Césares. Sin embargo, ni conquistadores ni nativos llegaron jamás a encontrarla. A unos cuantos miles de kilómetros de ese lugar se encontraría otro supuesto tesoro, el que se escondía en las minas de Tisingal. Los primeros conquistadores creían que ese paraíso opulento se hallaba entre el valle de La Estrella y la cordillera de Talamanca, en Costa Rica, un país al que bautizaron con ese nombre porque cuando Colón llegó a sus costas en 1502 aseguró que en esas tierras había “infinito oro”. Además, avivó el sueño de quienes buscaban fortuna escribiendo en sus diarios que en dos días había sido testigo de “mayor señal de oro que en La Española en cuatro años”. La leyenda de unas minas preciosas en las montañas de Talamanca se reavivaría
después, en el siglo XIX, cuando se organizó una decena de expediciones para salir en su búsqueda. Sin embargo, como El Dorado, el lugar siempre estaba en otra parte, un poco más allá.
LAS PRIMERAS BÚSQUEDAS
De entre todas aquellas fantásticas leyendas sobre lugares repletos de oro, la de El Dorado fue la que cosechó más seguidores, y por ella se sucedieron las expediciones (una de las primeras, en 1529, fue la del alemán Von Halfinger). Fue lo que llevó a Sebastián de Belalcázar a salir de Quito “en demanda de una tierra que se dice El Dorado y Pasquies”, declaraba el tesorero Gonzalo de la Peña en 1539. Su objetivo era conquistar esas tierras y embarcar directamente rumbo a España para no cruzarse con Pizarro, de forma que los honores fueran solo suyos. Llegó hasta la sabana de Bogotá, donde se encontró con una sorpresa: las expediciones de Gonzalo Jiménez de Quesada, enviado de Pizarro, y de Nicolás Federmann ya habían llegado allí. Por eso el derecho sob sobre e estos te territorios to os pe permaneció a ec ó años en disputa. Tras la deslealtad de Belalcázar, Pizarro nombró a su hermano Gonzalo gobernador de Quito y también capitán de una expedición en busca del llamado País de la Canela. Durante el viaje se agotaron las existencias y, ante la posibilidad de morir de hambre, Francisco de Orellana se ofreció a continuar con un bergantín en busca de comida. Con 60 hombres continuó por el río Coca hasta el entonces conocido como río Grande, que sería llamado de las Amazonas o de Orellana. En realidad, Orellana nunca planeó regresar con alimentos, sino ir en busca de su propia riqueza. Al tener noticias de que cerca se hallaba un lugar repleto de metales preciosos, fue en su busca hasta que la expedición fue atacada por unas guerreras indias de apariencia similar a la de las mitológicas mujeres amazonas, por quienes finalmente bautizarían así a la región. Orellana no llegó a encontrar las riquezas prometidas pero, tras salir sano y salvo del ataque y llegar al Atlántico, pudo poner rumbo a España para ser nombrado conquistador del País de las Amazonas. Su descubrimiento hizo que el Consejo de Indias relativizara la traición a Gonzalo Pizarro. Sin embargo, no llegó a disfrutar de su conquista porque falleció poco después víctima de las fiebres, en un segundo viaje. Otra famosa expedición que fue en busca de El Dorado fue la de Hernán Pérez de Quesada, hermano del enviado de Pizarro, quien saldría con 300 españoles, 1.500 indios y centenares de caballos a la conquista de la ciudad de oro. Los sueños de todos los que participaron en aquel viaje fueron convirtiéndose en pesadilla tras tres años de búsqueda en los que abundaron el hambre, las deserciones y las luchas internas. Por fin, Hernán Pérez de Quesada renunció a sus ilusiones regresando con los bolsillos vacíos y menos de la
El río Grande tomó el nombre de Amazonas de unas guerreras indias que recordaban a estas mujeres mitológicas
mitad de los hombres que lo acompañaban cuando partió. Años después sería su sobrino político, Antonio de Berrío, quien participase en tres expediciones en busca de El Dorado, las tres plagadas de muertes y calamidades. La obsesión por El Dorado continuó con su hijo, Fernando de Berrío, quien también buscó el mítico lugar.
Otro de los exploradores que creyó en la leyenda fue Philipp von Hutten, quien llegó al caudaloso río Guaviare. Allí le aseguraron que estaba muy cerca de un reino de riquezas, pero advirtiéndole del peligro de adentrarse más allá, porque en ese lugar habitaban feroces guerreros. Haciendo oídos sordos, von Hutten continuó y poco después resultó herido. Sus hombres dudaron qué hacer hasta que escucharon sonoros tambores y alaridos procedentes del interior de la selva y decidieron regresar a casa. Se marcharon convencidos de haber divisado los alrededores de El Dorado.
EL VIAJE DE URSÚA Y AGUIRRE
Habían pasado ya casi dos décadas desde la última gran expedición en busca de El Dorado cuando el virrey de Perú, Hurtado de Mendoza, decidió hacer un nuevo intento. Puso al mando a Pedro de Ursúa, que partió en septiembre de 1560 con 300 españoles y medio millar de indios. Los requisitos para ser reclutado consistían en demostrar experiencia en campañas similares y tener valor. Ambos fueron considerados más importantes que la moral y el respeto al orden, que no figuraban entre los requerimientos, una
circunstancia que marcaría de forma definitiva el curso de la expedición.
Los marañones, como llamaron a los integrantes de la expedición por recorrer gran parte del Marañón, afluente del Amazonas, comenzaron a inquietarse tras tres meses de viaje. No había ni rastro de El Dorado. La desesperación hizo que las conspiraciones para hacerse con el mando no tardaran en llegar. En enero de 1561, estalló un motín en el que Pedro de Ursúa fue asesinado a puñaladas. Tras la rebelión estaba Lope de Agui- rre, conocido como Lope el Loco, quien ya contaba con un largo historial de levantamientos. Pero la cadena de violencia y sabotaje no había hecho más que comenzar. Poco después morirían asesinados Fernando de Guzmán, sucesor de Ursúa, y la amante de este último, Inés de Atienza. Además, causaron estragos entre las poblaciones nativas que alcanzaron. Así lo contaba Francisco Vázquez en el retrato que hizo de Lope de Aguirre en Relación de todo lo que sucedió en la jornada deAmaguayDorado: “No quería él soldados muy rezadores, sino que si fuese menester jugasen con el demonio el alma a los dados”. A esos soldados, y a sus capitanes, instó en marzo de 1561 a firmar una declaración de guerra al Imperio español en la que se proclamó príncipe del Perú, Tierra Firme y Chile. Sin embargo, esos mismos soldados se volverían en su contra pocos meses después, cuando le dieron muerte en Barquisimeto, en la actual Venezuela. Cuentan que su cuerpo fue descuartizado, dejándose su cabeza expuesta en una jaula en El Tocuyo, mientras que sus manos mutiladas fueron llevadas a Trujillo y a Valencia. En un juicio postmortem fue declarado culpable del delito de lesa majestad.
La expedición a El Dorado y su leyenda inspiraron a novelistas, dramaturgos y directores de cine: Sender, Herzog, Saura...
La expedición a El Dorado inspiró a directores de cine, novelistas y dramaturgos, a quienes impactó la leyenda que enloqueció a aventureros y conquistadores obnubilados por una quimera.
EL DORADO EN LA CULTURA POPULAR
Así, Gonzalo Torrente Ballester escribiría a principios de la década de los 40 Lopede Aguirre: crónica dramática de la historia americana entres jornadas (1941), un texto en el que retrata a Lope de Aguirre como un personaje que se debate entre su ambición de poder y la duda que atormenta su conciencia. Dos décadas después, Ramón J. Sender publicaría su propia versión de esta rocambolesca expedición en La aventura equinoccial de Lo pe de Aguirre ( 1947). Esta novela impactó tanto al director alemán Werner Herzog que decidió usarla como referencia para filmar Agu ir re, la cólera de Dios (1972), película que se rodó en la selva amazónica peruana no sin dificultades, ya que el equipo tuvo que escalar montañas, talar árboles para abrir rutas en la selva y utilizar balsas construidas por nativos para atravesar los rápidos del río. Una aventura casi tan extrema como la que relataba. El español Carlos Saura también hizo su versión cinematográfica, titulada ElDorado. En la fecha en la que se estrenó –1988– fue famosa por ser la película más cara de la historia del cine español hasta ese momento. Su presupuesto, de casi 50 millones de euros, no llegó a recuperarse en taquilla. Fue un tropiezo que le valió al propio Carlos Saura algunas comparaciones, en el sentido de que su ambición había sido similar a la de Lope de Aguirre. La última película española sobre dicha aventura, Oro, la dirigió Agustín Díaz Yanes en 2017. Protagonizada por Raúl Arévalo, Bárbara Lennie, José Coronado y Óscar Jaenada, estaba basada en un relato inédito de Arturo Pérez-Reverte.