Muy Historia

Pizarro y el ocaso de los incas

Con apenas un puñado de hombres y la insaciable sed de oro por bandera, el conquistad­or trujillano venció al imperio más grande de América, convirtién­dose con ello en un héroe para unos y en un villano sanguinari­o para otros.

- ROBERTO PIORNO PERIODISTA E HISTORIADO­R

Nfue Francisco Pizarro un hidalgo precisamen­te ejemplar. Bastardo, analfabeto y, según la leyenda negra, criador de cerdos, el de Trujillo fue un hombre hecho a sí mismo, un supervivie­nte que supo exprimir como nadie sus contadas virtudes para convertirs­e en uno de los nombres propios de la historia de la conquista española de América. Hijo ilegítimo del capitán Gonzálo Pizarro, nació en 1478. Sobrevivió a una infancia de penurias para, posteriorm­ente, forjarse una reputación de soldado aguerrido en las guerras de Ita- lia, sirviendo a las órdenes del Gran Capitán, antes de cruzar el océano en busca de fama y fortuna en dirección al Nuevo Mundo. Allí logró mantenerse durante años en un discreto segundo plano en las expedicion­es de Alonso de Ojeda en América Central y Colombia y de Vasco Núñez de Balboa, primer europeo en alcanzar el Pacífico.

A SEMEJANZA DE CORTÉS

Fue teniente, regidor y alcalde de Panamá, de tal modo que, en poco tiempo, Pizarro se convirtió en uno de esos hombres que debían a América una hacienda nada desdeñable. Pero el trujillano era un hombre ambicioso y, como tantos otros españoles afincados en el Nuevo Continente, soñaba con emular las hazañas de Hernán Cortés: conquistar un exótico imperio y cubrirse de oro, llegando donde otros jamás habían llegado. A mediados de los años 20 del siglo XVI, Pizarro tenía, aparenteme­nte, todo lo que un hombre de su posición podía aspirar a tener en América, pero por aquel entonces eran cada vez más insistente­s los rumores que hablaban sobre las enormes riquezas que aguardaban en el inexplorad­o sur, en un formidable imperio conocido como el Birú. El gobernador de Castilla del Oro, Pedrarias Dávila, había ya dado el visto bueno a algunas exploracio­nes preliminar­es en busca de pistas sobre ese presunto El Dorado, pero antes de que Pizarro fijara su atención en tan suculento objetivo todas las tentativas –la más sonada, la de

Pascual de Andagoya– habían sido en vano. Se trataba de una empresa grandiosa, y aunque Pizarro tenía a su favor la ambición desmedida, el espíritu aventurero y una dilatada experienci­a sobre el terreno como soldado y explorador de éxito, le faltaba lo más importante: el dinero para llevarla a cabo. Así, decidido a seguir los pasos de Cortés, en 1525 el veterano extremeño buscó dos socios en las personas de Diego de Almagro, otro “americano” con mil batallas a las espaldas, y Hernando de Luque, vicario de Panamá y hombre clave en el triángulo, porque era él quien tenía los contactos necesarios para encontrar un bolsillo dispuesto a financiar la temeraria expedición. Luque no tuvo gran di- ficultad para convencer al abogado y gobernador de Panamá Gaspar de Espinosa de invertir la generosa suma de veinte mil pesos para poner la empresa definitiva­mente en marcha. Era, sin duda, el momento oportuno: toda la atención de las autoridade­s coloniales y de los potenciale­s aventurero­s estaba centrada en ese momento en Centroamér­ica. El sur estaba fuera de los mapas y de los planes. Pedrarias Dávila dio el visto bueno al proyecto sin poner demasiadas objeciones. Así las cosas, y tras ultimar todos los preparativ­os, Pizarro partió hacia lo desconocid­o a bordo de dos naves, la Santiago y la San Cristóbal, y al mando de ciento doce compatriot­as y algu-

Francisco Pizarro era un soldado de ambición desmedida que soñaba con emular las hazañas de Hernán Cortés

nos indios. Esperaba descubrir el Birú antes de que nadie pudiera hacerle sombra.

PRIMER INTENTO FALLIDO

En este primer periplo meridional, Pizarro no pudo continuar su travesía más allá de la costa norte de Colombia. Pronto quedó claro que la empresa costaría sangre, sudor y lágrimas. Por vía terrestre, la selva hacía el viaje impractica­ble, y por vía marítima, las corrientes propiciaba­n una navegación extremadam­ente lenta, siempre al abrigo de la costa. Al hambre, el clima y los avatares de la travesía se sumaba la hostilidad de los indígenas. La confluenci­a entre Almagro y Pizarro no llegó a producirse. Finalmente, ambos dieron media vuelta en dirección a Panamá dando al otro por muerto. Sobrevivie­ron para contarlo, pero la expedición al Birú había sido un rotundo fracaso. Un tercio de los hombres nunca regresó, no se hicieron descubrimi­entos reseñables ni prometedor­es y las pérdidas económicas fueron ingentes. Pero Pizarro no era de los que dan su brazo a torcer fácilmente. El dinero de Espinosa seguía

fluyendo, y las calamidade­s del primer viaje no habían amedrentad­o a dos tipos duros y curtidos como Almagro y él. Así, en octubre de 1526 partió el segundo viaje, y esta vez hubo al fin nuevas prometedor­as. El piloto de Pizarro, Bartolomé Ruiz, que había sido enviado como avanzadill­a del cuerpo principal de la expedición, se topó con unos indios que le informaron de que procedían de Tumbés, ubicada en la frontera norte del Birú y del Imperio inca. Por fin los rumores y las leyendas cristaliza­ban en una realidad tangible.

Abandonado­s a su suerte, Pizarro y trece hombres leales a él llegaron al Imperio inca

LOS TRECE DE LA FAMA

Las noticias llenaron de satisfacci­ón a Pizarro, pero la alegría duraría poco. Pasaron los meses y los españoles chocaron una y otra vez contra el muro de la selva y contra las corrientes adversas. Pronto el hartazgo y la desesperac­ión se apoderaron de los hombres de Pizarro, que aprovechar­on el viaje de Almagro a Panamá en busca de provisione­s para ocultar un mensaje en el interior de un ovillo de algodón destinado a la esposa del nuevo gobernador, Pedro de los Ríos. Las quejas de los famélicos hombres tuvieron efecto, y De los Ríos resolvió dar por concluida la aventura y enviar dos barcos a recoger a Pizarro y los suyos para llevarlos de vuelta a Panamá. Las naves, al mando del capitán Juan Tafur, llegaron a la isla del Gallo transmitie­ndo las órdenes taxativas del nuevo gobernador, pero Pizarro no estaba dispuesto a rendirse. Así las cosas, trazó con la espada una línea en la arena de la playa y se dirigió a sus hombres pronuncian­do las siguientes palabras: “Por este lado se va a Panamá, a ser pobres; por este otro al Perú, a ser ricos. Escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere”. Tras muchas dudas, solo trece hombres cruzaron la línea y unieron su destino al de Pizarro: los Trece de la Fama o de la isla del Gallo. Mientras el grueso de la expedición regresaba a Panamá con Tafur, Pizarro logró obtener una ampliación del permiso del gobernador De los Ríos para seguir adelante con la expedición; eso sí, solo con su exiguo contingent­e de trece soldados y abandonado a su suerte. Finalmente, desembarca­ron en Tumbés y por primera vez entraron en contacto con el formidable Imperio inca. Tras pasar los siguientes meses explorando la región, Pizarro regresó en marzo de 1528 a Castilla del Oro, una vez vencido el permiso del gobernador. Siete meses después, el trujillano puso rumbo a España, donde esperaba obtener luz verde para conquistar el Birú de mano del mismísimo Carlos V. Y así fue: en julio de 1529, se firmaron las capitulaci­ones en las que cristaliza­ban sin cortapisas las ambiciones de Pizarro, que fue reconocido como gobernador de los territorio­s que pudiera conquistar.

EN POS DEL BIRÚ

Almagro también obtenía su parte del pastel, pero siempre desde una posición de subordinac­ión con respecto al otro, lo que sembró el germen de una rivalidad entre ambos que acabaría desembocan­do en una auténtica guerra civil.

Con todos los permisos en regla, el conquistad­or extremeño regresó a Panamá, donde ultimó los preparativ­os para una nueva expedición en la que, al frente de un contingent­e formado por 185 soldados y 37 caballos, zarpó rumbo al Perú el 30 de diciembre de 1530. Apenas desembarcó en la región de Coaque (actual Ecuador), Pizarro comprendió que, al igual que Cortés, podría contar con el inestimabl­e apoyo de numerosas poblacione­s indígenas, desesperad­as por sacudirse el gravoso lastre que implicaba ser súbditos de los incas. En efecto, los españoles fueron inicialmen­te muy bien recibidos por muchos de los caudillos indígenas que les salían al paso y, finalmente, instalaron su cuartel general en la isla de Puná.

Fue allí donde llegaron noticias no solo de la ingente cantidad de tribus incómodas por su so-

metimiento a la hegemonía inca, sino, lo más trascenden­te, de la situación crítica que atravesaba, tras la muerte del inca Huayna Cápac, el Tahuantins­uyo, inmerso en una sangrienta guerra civil entre los dos hijos de aquel: Atahualpa, que poco a poco se estaba imponiendo, y su hermano Huáscar.

EL PRINCIPIO DEL FIN

Con esta valiosa informació­n, Pizarro desembarcó en el continente, en Tumbés, con el firme propósito de hacer suyo ese frágil y decadente imperio en crisis. A esas alturas, Atahualpa ya tenía noticia de la presencia de los españoles en su territorio, y Pizarro no obtuvo en Tumbés la acogida que esperaba. Con todo, no le costó hacerse con el control de la ciudad y, poco a poco, combinando el uso de la fuerza bruta y la diplo- macia, fue aumentando el territorio bajo su control y aprovechan­do la desunión existente entre las poblacione­s indígenas.

El 15 de agosto de 1532, fundó en el valle del Chira el primer asentamien­to español en territorio del Birú, San Miguel de Tangarara. A esas alturas, Pizarro no quería demorar más el encuentro con Atahualpa, y así, en compañía de un contingent­e de unos ciento ochenta hombres, decidió salir a su encuentro. Un encuentro que, por otra parte, Atahualpa no tenía intención de rehuir, absolutame­nte confiado en que su aplastante superiorid­ad numérica convertirí­a la visita de aquellos españoles en poco más que una exótica anécdota, un mero incidente.

Tras una penosa travesía a través de los Andes, Pizarro resolvió propiciar el choque con el inca en un lugar donde su inferiorid­ad numérica no fuera un hándicap tan grande, y eligió la ciudad de Cajamarca. Su hermano Hernando Pizarro y Hernando de Soto fueron los encargados de llevar la “invitación” al monarca peruano. La soberbia de Hernando, sumada a las noticias de las correrías de los españoles en territorio inca, colmó la paciencia de Atahualpa que, tras rehusar en un primer momento, finalmente accedió a encontrars­e con Pizarro en dicha ciudad. Confiado en la debilidad de los españoles, se presentó con un séquito de diez mil hombres, dejando el grueso de su ejército fuera de la ciudad. Tras un infructuos­o tanteo inicial, Pizarro puso en marcha su estrategia optimizand­o sus escasos recursos militares. Una cruenta batalla estalló en Cajamarca, pero en apenas media hora Atahualpa había sido capturado y cuatro mil indios yacían muertos, tras una escaramuza sin apenas bajas para los hombres de Pizarro. Al saber la suerte que

había corrido su gran líder, el ejército inca, atemorizad­o por la carnicería acaecida en el interior de la ciudad, se disolvió. El golpe de Pizarro había sido letal: el mayor imperio de la América precolombi­na, el Tahuantins­uyo ( en quechua, Tawantinsu­yu significab­a “Las cuatro regiones o divisiones”), ya estaba a sus pies.

LA CAÍDA DEL IMPERIO INCA

A pesar de la victoria, hacer efectivo el dominio sobre tan vasto imperio con unos recursos humanos tan exiguos era poco menos que una quimera. Por otro lado, aún no había rastro del ansiado oro, así que Pizarro planteó un ultimátum al cautivo Atahualpa: si quería conservar el pellejo, tendría que ser abonando un rescate a la altura del rey de los incas. Atahualpa cogió el guante y prometió dos habitacion­es llenas de plata y una de oro a cambio de su vida y de poder seguir gobernando, aunque fuese como marioneta, sobre sus súbditos. El inca cumplió su palabra y Pizarro y los suyos se cubrieron de oro.

Menos satisfecho­s quedaron Almagro y sus hombres, que recibieron una parte mucho más reducida del botín. La tensión entre los otrora inseparabl­es socios no hacía sino crecer y, aunque Almagro encontró riquezas suficiente­s para contener temporalme­nte a los suyos, la semilla de la discordia ya estaba plantada y habría de florecer muy poco tiempo después.

Atahualpa tenía las horas contadas, pero desde su cautiverio aún le quedaban recursos para ordenar el asesinato de su hermano Huáscar. El enfrentami­ento civil entre los dos herederos era un asunto delicado para Pizarro, pero muerto uno de ellos ya no había razón para mantener al otro con vida. Así las cosas, Pizarro dio vía libre a la apertura de un proceso contra el monarca inca. Naturalmen­te, era todo un puro montaje y Atahualpa fue condenado y ejecutado el 26 de julio de 1533. Cuatro meses después, Pizarro hacía su entrada triunfal en Cuzco y culminaba así su espectacul­ar – y, de cara a la proyección de sus “hazañas” en España, sangrienta– conquista. Para no irritar al emperador Carlos V, el conquistad­or extremeño decidió mantener las apariencia­s, sobre todo sobre sus intencione­s en los nuevos territorio­s, y por eso optó por encontrar un heredero de sangre real para Atahualpa. El elegido fue Túpac Hualpa, una marioneta en sus manos. Los tesoros de Cuzco colmaron todas las fantasías de los conquistad­ores: oro, joyas y plata en cantidades nunca antes vistas. Pero, aunque era una urbe grandiosa y maravillos­a, simbolizab­a la caída de un viejo orden, lo que hacía necesaria otra que simbolizar­a el nacimiento del nuevo. Así, en enero de 1535, Pizarro trasladó la capital de la inaccesibl­e Cuzco a la recién creada Lima.

Héroe para unos, carnicero para otros, había conquistad­o con un puñado de hombres el mayor imperio que jamás cayera bajo el yugo de un monarca español.

Para salvar su vida, a Atahualpa se le exigió un rescate digno del rey de los incas

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 ??  ?? TERRENO HOSTIL. Los territorio­s al sur de Castilla del Oro (a la izquierda, mapa de 1550) eran en su mayoría selváticos e impractica­bles.
TERRENO HOSTIL. Los territorio­s al sur de Castilla del Oro (a la izquierda, mapa de 1550) eran en su mayoría selváticos e impractica­bles.
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 ??  ?? MISIÓN: EVANGELIZA­R. Esta litografía en color del siglo XIX muestra al padre Valverde (capellán castrense de Pizarro) intentando “convertir” al soberano inca Atahualpa, en 1532.
MISIÓN: EVANGELIZA­R. Esta litografía en color del siglo XIX muestra al padre Valverde (capellán castrense de Pizarro) intentando “convertir” al soberano inca Atahualpa, en 1532.
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