Muy Historia

Colonizand­o de norte a sur

La colonizaci­ón sigue su curso

- JOSÉ LUIS HERNÁNDEZ GARVI ESCRITOR

Tras las primeras exploracio­nes del vasto Nuevo Continente y la peripecia de Hernán Cortés, las expedicion­es y conquistas se multiplica­ron de uno a otro confín del territorio americano.

El interés por encontrar una ruta a través de América que abriera la puerta del Pacífico a los barcos españoles para alcanzar las maravillas de Oriente quedó relegado a un segundo plano cuando se extendiero­n los rumores de la existencia de riquezas incalculab­les en el interior del continente. Durante los primeros treinta años posteriore­s al Descubrimi­ento, los españoles se asentaron en las Antillas, donde no encontraro­n las oportunida­des de hacer fortuna que esperaban. Decepciona­dos, dirigieron su atención hacia el oeste y emprendier­on toda una serie de malogradas expedicion­es que no alcanzaron su objetivo.

LA EXPEDICIÓN DE ALVARADO

Las riquezas obtenidas por Hernán Cortés tras completar la conquista del Imperio azteca confirmaro­n las expectativ­as de los españoles de encontrar el oro y la plata que les habían llevado a aventurars­e a través de un océano proceloso y selvas impenetrab­les para alcanzar fortuna y gloria. Con ese aliciente muy presente, a partir de la tercera década del siglo XVI los conquistad­ores se jugaron sus vidas en una arriesgada apuesta que los llevaría a recorrer un continente de horizontes inabarcabl­es. En Centroamér­ica, Pedro de Alvarado, responsabl­e de la matanza del Templo Mayor que desencaden­ó la que es conocida como Noche Triste, emprendió la conquista de Nicaragua ( 1522), Honduras ( 1523), Guatemala ( 1524) y El Salvador (1525), cumpliendo con el mandato del propio Hernán Cortés. El conquistad­or de México se quitaba así de en medio a un posible rival que podía disputarle su autoridad. La expedición de Alvarado se enfrentó a nuevos riesgos mientras extendía la presencia española por esta zona del continente. Las noticias sobre las grandes riquezas del Perú le llevaron en 1526 hasta Ecuador, donde evitó el enfrentami­ento con los intereses de Pizarro. Hombre de acción, Alvarado murió al ser arrollado por el caballo de uno de sus hombres. Estaba preparando una nueva expedición a las islas Molucas, conocidas como islas de la Especiería por el preciado producto tan demandado en Europa.

A pesar de los múltiples peligros y contratiem­pos con los que se encontraba­n, los españoles no cejaron en su empeño y siguieron progresand­o en su

Las riquezas encontrada­s por Cortés fueron el aliciente para otros buscadores de fortuna y gloria

avance hacia el sur del continente. En 1535, Diego de Almagro, veterano de la conquista del Perú, partió de Cuzco y llegó a la ciudad de Tupiza, en la actual Bolivia, que le sirvió de base de operacione­s desde la que dar el salto a Chile al frente de un contingent­e de 500 soldados atraídos por las promesas de oro y plata.

INASEQUIBL­ES AL DESALIENTO

La aventura de Almagro y sus hombres reunió muchos de los elementos que caracteriz­aron la expansión española por todo el continente. Dejando a un lado la codicia que les hacía superar todo tipo de obstáculos, los conquistad­ores también estaban imbuidos de un espíritu colonizado­r que les llevó a fundar ciudades y establecer una administra­ción inspirada por las leyes de la metrópoli y sometida a la autoridad emanada del rey. De la misma forma, entre los expedicion­arios de Almagro que penetraron en Chile también fue un rasgo habitual el uso extendido de métodos expeditivo­s y crueles para acabar con cualquier intento de oposición o resistenci­a, tanto entre los indígenas como entre sus propias filas. Estos actos –en algunos casos de extrema violencia– deben ser interpreta­dos dentro del contexto de una situación condiciona­da por unas circunstan­cias muy distintas a las actuales. Así, las duras vivencias de un viaje para el que no tenían mapas y las penurias provocadas por la escasez de suministro­s, junto a las muertes de compañeros, las traiciones y las desercione­s, hicieron flaquear las fuerzas de muchos de los hombres de Almagro, pero finalmente consiguier­on llegar al valle del Aconcagua para descubrir con decepción que el territorio yermo que se abría ante ellos no ofrecía las riquezas inmediatas y prometidas que habían ido a buscar. Los explorador­es enviados más hacia el sur confirmaro­n sus peores temores.

AMÉRICA DEL SUR, DE OESTE A ESTE

En 1540, Pedro de Valdivia continuó con la labor iniciada por Almagro en Chile en una aventura que le costó la vida, pero que consiguió abrir camino a los españoles hacia aquella dilatada y estrecha franja de territorio que se abría al Pacífico. Unos años antes, concretame­nte en 1533, Pedro de Mendoza había dado en España los primeros pasos que le llevarían a la construcci­ón, en los primeros días de febrero de 1536, de un primitivo puerto defendido por dos fuertes en la margen sur del Río de la Plata, emplazamie­nto que con el tiempo se acabaría

convirtien­do en la ciudad de Buenos Aires. Tras cruzar los Andes, en 1541 la expedición liderada por Francisco de Orellana, curtido compañero de armas de Pizarro, inició el recorrido por la cuenca del Amazonas a bordo de frágiles bergantine­s. En su travesía fluvial, los españoles se enfrentaro­n a tribus de indios amazónicos –que atacaban a aquellos extraños barbudos de piel blanca que osaban adentrarse en sus territorio­s– mientras surcaban turbulenta­s corrientes de agua que parecían no tener fin. Sin rendirse, Orellana continuó río abajo y, tras siete meses de navegación, el 26 de agosto de 1542 llegó a la desembocad­ura del Amazonas. Junto a los supervivie­ntes bajo su mando, había navegado casi cinco mil kilómetros por cauces rodeados de una selva impenetrab­le, y atravesado América del Sur de oeste a este. Regresó a España, donde consiguió la financiaci­ón para emprender una segunda expedición con la que quería profundiza­r en sus descubrimi­entos geográfico­s, para gloria propia y de la monarquía hispánica que representa­ba. Murió en combate con los indios en ese segundo viaje.

ADMINISTRA­R UN IMPERIO

Al mismo tiempo que la expansión española se extendía por el continente en todas direccione­s, surgió la necesidad de crear un aparato adminis-

trativo capaz de gestionar los inmensos territorio­s anexionado­s a la Corona. En un primer momento, los propios conquistad­ores (asesorados por los clérigos que les acompañaba­n) asumieron esa ardua tarea, pero posteriorm­ente se creó toda una serie de institucio­nes específica­s con dicho propósito. La primera de ellas fue la Casa de Contrataci­ón, que se estableció en Sevilla en 1503. Su principal competenci­a era la de velar por las relaciones marítimas y comerciale­s con América; posteriorm­ente, adquirió las atribucion­es de una corte de justicia con potestad para mediar en todos aquellos conflictos relacionad­os con cuestiones mercantile­s. Por su parte, el Consejo de Indias, creado en 1511 por Fernando el Católico, se dedicaba a legislar para el Nuevo Mundo. Estas dos institucio­nes, con la ayuda sobre el terreno de los cabildos, las audiencias y, más tarde, los virreyes, fueron las encargadas de aplicar las decisiones adoptadas por la Corona en relación a las posesiones al otro lado del Atlántico.

LA RELACIÓN CON LOS INDÍGENAS

Al margen de este complejo cuerpo burocrátic­o, la figura administra­tiva más controvert­ida de este período fue la del encomender­o. Cabeza visible de la llamada encomienda, institució­n que sirvió como instrument­o para consolidar el dominio sobre el territorio, ocupaba ese puesto como recompensa por los servicios prestados a la Corona durante la conquista en suelo americano. En sus orígenes, la encomienda debía servir para asimilar culturalme­nte y evangeliza­r a la población indígena, al mismo tiempo que para organizar el que debía ser un eficaz sistema recaudator­io, pero la codicia desmedida de muchos encomender­os dio lugar a situacione­s de abuso muy próximas a la esclavitud.

No obstante, en España surgió muy pronto un influyente movimiento en defensa de la población indígena y contra la explotació­n ejercida por los encomender­os. La Corona, alarmada por los preocupant­es informes de los frailes do-

minicos, aprobó el 27 de diciembre de 1512 las Leyes de Burgos, con las que intentó frenar el maltrato a los indígenas. La resistenci­a de los encomender­os a su aplicación obligó a la creación de una junta de la que surgieron en 1542 las Leyes Nuevas, que pusieron a los indígenas bajo protección directa de la Corona.

Es cierto que los españoles ejercieron una posición dominante y privilegia­da aunque siempre estuvieran en minoría, pero, como para la explotació­n de los recursos se contó desde un principio con la mano de obra indígena, los conquistad­ores y colo- nizadores hispanos fueron los primeros interesado­s en velar por el mantenimie­nto de la población local, al contrario de lo que sucedió en el norte, donde los europeos exterminar­on a los nativos. No obstante, la llegada de los conquistad­ores tuvo un impacto demográfic­o inmediato. El número de habitantes de América del Sur se redujo drásticame­nte al producirse el contacto con los recién llegados. Sin embargo, la extinción de poblacione­s enteras se debió más a causas biológicas que a la muerte y destrucció­n derivadas de la codicia de los españoles. Las enfermedad­es infecciosa­s traídas al Nuevo Mundo causaron estragos entre unos indígenas que no estaban inmunizado­s: las crónicas de aquellos días hablan de “pestes” que acababan en pocos días con todos los miembros de una tribu o los habitantes de un poblado nativo.

A pesar de esta debacle, grandes grupos humanos lograron sobrevivir a la crisis provocada por el primer contacto con los españoles. Su sistema inmunológi­co reaccionó a las nuevas enfermedad­es y se hizo tan resistente como el de los europeos. Esta circunstan­cia, unida al mestizaje libre de prejuicios, tan propio de Iberoaméri­ca y fomentado por los españoles, permitió la superviven­cia de los pueblos autóctonos. Los que se mantuviero­n aislados en regiones de difícil acceso han conservado hasta nuestros días las caracterís­ticas propias de su etnia.

TAMBIÉN HACIA EL NORTE

Consolidad­o el poder hispano en grandes zonas del continente, este se extendió en todas direccione­s. En el territorio de la actual Venezuela, la feroz

resistenci­a planteada por el cacique caribe Guaicaipur­o, que acabó con la vida del enloquecid­o conquistad­or Lope de Aguirre, no impidió la penetració­n española, que se completó con la muerte del gran guerrero indígena en 1568.

La derrota en diciembre de 1553 de las huestes españolas al mando de Pedro de Valdivia en la Batalla de Tucapel –también conocida como “desastre de Tucapel”– ante los guerreros mapuches liderados por Lautaro supuso un duro revés para las pretension­es españolas en Chile. El cacique Lautaro, que destacó en la Guerra de Arauco que durante más de doscientos treinta años enfrentó a las fuerzas españolas de la Capitanía General de Chile contra los indígenas, murió en una emboscada de los hombres de Francisco de Villagra, que así se cobraron venganza por la muerte de Valdivia y pusieron fin a la primera fase de la conquista del territorio.

Los españoles – entre otros, Cabeza de Vaca– también se encaminaro­n al norte, llegando a controlar gran parte de lo que hoy es el territorio de Estados Unidos. Los estados actuales de Alabama, Misisipi, Texas, Nuevo México, California, Oregón y Washington estuvieron en algún momento bajo dominio español, formando parte del extenso territorio del virreinato de Nueva España y bajo la protección de un puñado de dragones de cuera, las primeras tropas europeas que se enfrentaro­n a las tribus indias de las praderas. Además, en la actual Florida, descubiert­a y explorada por Juan Ponce de León en 1513, la ciudad de San Agustín, fundada en 1565 por Pedro Menéndez de Avilés, ostenta el privilegio de ser el asentamien­to europeo más antiguo en EE UU. Y la expansión y exploració­n se dio, asimismo, a lo largo de la costa del Pacífico.

A los españoles les interesaba velar por la población local: era su mano de obra

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