a la conquista de México
“Os haré señores de lo que nuestros paisanos ni siquiera han alcanzado a soñar”. Con frases y promesas tan ambiciosas como esta, un aventurero convertido en capitán general arengó a sus hombres en el cabo San Antonio, la punta más occidental de la isla de Cuba, justo antes de partir en pos de lo desconocido. Era el 18 de febrero de 1519.
“Sois pocos en número, pero fuertes en arrojo”. Seiscientos sesenta y tres hombres escuchaban a Hernán Cortés, líder de una escuadra comisionada por el gobernador de Cuba, Diego Velázquez de Cuéllar, para ir al otro lado del mar Caribe a buscar al capitán Grijalva, comandante de una expedición anterior al mismo lugar. Debían hallar a sus compatriotas perdidos o presos, traer la máxima información sobre aquellos enclaves desconocidos y, sobre todo, comerciar con los nativos, a los que invitarían a convertirse al cristianismo y ofrecer lealtad al rey de España. “Si he trabajado duramente y me he jugado todas mis posesiones en esta empresa es por amor de ese renombre que constituye la más noble recompensa del hombre”, resumió Cortés. Había invertido todo el dinero ganado como rico terrateniente en Cuba, más el que pudo obtener hipotecando sus haciendas en la colonia, para financiar una expedición que, según sus seguidores, casi corría completamente a su cargo, pese a tratarse de una misión oficial española.
¿ Qué le animaba a hacerlo? A partes iguales, su enorme ambición personal y también las prometedoras noticias que llegaban por entonces sobre la existencia de “un gran imperio en el oeste”. Aquel imperio, lo sabrían meses después, era México.
“HE VENIDO A POR ORO, NO A LABRAR”
Hernán Cortés, nacido en Medellín (Extremadura) en 1485, había llegado a las Indias con diecinueve años, en 1504, tras descartar una carrera universitaria en Salamanca y deshojar la margarita entre servir en los ejércitos del Gran Capitán en Italia o partir hacia el Nuevo Mundo. Su espíritu inquieto, alborotado y soñador prefirió este último destino porque, respecto a las guerras europeas del Imperio, añadía la promesa de aventuras en lugares desconocidos en los que el oro parecía esperar a la vuelta de la esquina y se podía alcanzar una gloria mucho mayor a través del descubrimiento.
Cuando llegó a la isla de La Española, por entonces todavía el único dominio colonial castellano, sus administradores le animaron a aceptar una concesión de tierras que incluía un “repartimiento” de indios para cultivarlas. Tanto lo uno como lo otro era gratis para los colonos españoles, con lo que las ganancias estaban aseguradas. “Pero yo he venido a por oro, no a labrar la tierra como
un campesino”, contestó inicialmente el bullicioso Cortés. Acabaron por convencerle de que lo más seguro era ganar dinero como hacendado.
TEMERARIO E INQUIETO
Así estuvo siete años, aunque durante ellos se implicó en cualquier aventura que surgiera, como las expediciones de castigo a los nativos insurrectos que llevaba a cabo Diego Velázquez. Cuando a Velázquez le encargaron, en 1511, conquistar la gran isla al este que Colón había llamado Juana ( luego conocida como Cuba), Cortés se unió de buena gana a la misión. Fue uno de sus miembros más activos, de forma que, al ser nombrado gobernador Velázquez, este lo convirtió en uno de sus secretarios. Para entonces, ya era popular por su temeridad y arrojo.
Sin embargo, la relación entre ambos iba a agriarse cuando Cortés, conquistador también de corazones, no cumplió la promesa de casarse con Catalina Suárez (o Juárez), dama de una familia protegida por el gobernador. El desencuentro llevó al extremeño a acercarse a un grupo de críticos con Velázquez, que querían promover su relevo. Decidieron que Cortés llevaría una carta de queja a La Española para ponerla en conocimiento del gobernador de esta isla. Pero Velázquez supo de la conspiración y, sin contemplaciones, apresó a Cortés.
DE LA CÁRCEL A LA RIQUEZA
Los barrotes no fueron freno suficiente para el intrépido aventurero. Cortés se fugó por dos veces −seguramente ayudado por su popularidad entre soldados y guardias− y, acto seguido, procuró reconciliarse con el gobernador, para lo cual accedió al fin al matrimonio con Catalina. El restablecimiento de las relaciones a gusto de Velázquez procuró grandes ventajas materiales a Cortés en Cuba, al recibir un amplio territorio ( y sus correspondientes indios) en los alrededores de Santiago. Volvió a la vida de hacendado y, además, no tardó mucho en ser nombrado alcalde del incipiente asentamiento. En estos años que Cortés dedicó a incrementar su fortuna, Velázquez envió dos expediciones a investigar el oeste: una en 1517, encabezada por Francisco Hernández de Córdoba, que acabó trágicamente, y otra al año siguiente, liderada por Juan de Grijalva. El destino de esta segunda fue mucho mejor: exploró toda la península del Yucatán, descubrió la provincia de Tabasco y logró establecer relaciones comerciales con los indígenas. En la segunda mitad de 1518, las primeras nuevas de la expedición de Grijalva llegaron a Cuba, no traídas por él personalmente, sino por uno de sus lugartenientes, Pedro de Alvarado, que se había enfrentado con su superior y había sido devuelto por este a Cuba antes de tiempo. En su barco, Alvarado trajo multitud de productos fruto del mercadeo con los nativos y esto
Nacido en Medellín en 1485, Hernán Cortés llegó a las Indias en 1504, con apenas diecinueve años
aumentó el interés y la codicia de Velázquez, que decidió organizar una expedición mayor. Para ello buscó alguien que, a cambio de liderarla, la cofinanciara con él.
Esa persona acabó por ser Hernán Cortés, que para entonces ya contaba con una gran fortuna, pero que continuaba manteniendo el mismo ímpetu por emprender aventuras. Escuchando las numerosas voces de su entorno más cercano que se lo recomendaban, Velázquez se decidió a concederle la importante empresa a Cortés. El gobernador lo orquestaría todo para que la operación le resultara beneficiosa desde el primer momento, ya que incluso le vendería las provisiones (“a un precio desorbitado”, según relatarían los cronistas favorables al extremeño).
CORTÉS PARTE DE CUBA
Pero, en cierto momento, la confianza de Velázquez en su designado se quebró, dando paso a una mezcla de recelo y envidia. Se dice que todo comenzó cuando un bufón le gritó, mientras paseaba con Cortés por el puerto: “¡Tenga cuidado,
El gobernador Diego Velázquez concedió el liderazgo de la expedición a Cortés a cambio de que la cofinanciara
maese Velázquez, o algún día tendremos que salir a cazar a este mismo capitán suyo!”. Familiares del gobernador, quizá molestos por el ascenso de Cortés, le acabaron de predisponer, de forma que Velázquez cambió su parecer y decidió darle el mando de la expedición a otro.
Una vez más, a Cortés le ayudó su considerable popularidad, ya que fue informado de las intenciones del gobernador por los mismos consejeros de este. Y le acabó de salvar su arrojo, ya que, en lugar de esperar mansamente su destitución, tomó un camino sorprendente: decidió partir an- tes de tiempo. La misma noche en que conoció la noticia lo preparó todo y, al amanecer del día siguiente, él y su tripulación dejaban Santiago de Cuba, para sorpresa de toda la ciudad. La navegación bordeando la isla se convirtió en un juego del ratón y el gato entre el díscolo capitán y su gobernador. Aunque este emitió órdenes de detenerle, nadie se atrevió a hacerlo, ni siquiera el alcalde de La Habana, que temía un sangriento enfrentamiento entre españoles.
Once naves se reunieron para encarar el mar abierto. Tan solo quinientos cincuenta y tres soldados, ciento diez marineros y unos doscientos indios e indias – como sirvientes– iban a bordo. Una minúscula compañía que, sin saberlo todavía, corría a encontrarse con la civilización más desarrollada del Nuevo Mundo, cuya capital, Tenochtitlán, tenía por sí sola más de 300.000 habitantes. ¿Podría la ambición desmedida del capitán general Hernán Cortés suplir su aplastante inferioridad numérica?
EL ENCUENTRO CON LOS MAYAS
Bastaron apenas unos días para alcanzar la tierra firme. La distancia entre el lugar de partida y la costa del Yucatán es de apenas un par de gra-
dos marítimos, así que, en retrospectiva y teniendo en cuenta que Colón ya había viajado al istmo (aunque más al sur) diecisiete años atrás, en 1502, puede resultar chocante que no se hubiera surcado esa distancia antes.
El primer puerto de la expedición de Cortés fue la isla de Cozumel, frente a la península del Yucatán. Situada en la periferia del Imperio maya, por entonces ya periclitado, era una isla pobre y poco poblada, pero algunas de las construcciones indicaban su relación con una civilización de mucha mayor capacidad que las que los españoles habían conocido en La Española o Cuba. A Cortés le impresionó una enorme cruz de diez palmos de altura construida con cal y cantos rodados. El hecho de que un pueblo no cristiano adorase una cruz le llamó la atención. Pronto supo, sin embargo, que era el símbolo de su dios de la lluvia.
COMUNICARSE PARA EVANGELIZAR
La idolatría escandalizó a Cortés. Desde el primer momento, la conversión al cristianismo de todos los nativos “infieles” que iban encontrando fue una de las máximas prioridades del viaje (era una obligación para los descubridores castellanos, según las Bulas Alejandrinas otorgadas por el Papa), y a ello se aplicaron con la ayuda de los dos eclesiásticos que formaban parte de la expedición: el capellán Juan Díaz ( que ya había acompañado a Grijalva y retornado a Cuba con Alvarado) y el fraile mercedario Bartolomé de Olmedo. Ambos se esforzaban en grandes predicaciones sobre los misterios y dogmas de la fe católica, aunque inicialmente poca cosa comprendieron los indígenas mayas, sorprendidos, eso sí, por la gran pompa y el ceremonial de los rituales de sus visitantes. La comunicación era el talón de Aquiles de los españoles, no solo para sus objetivos espirituales, sino también para los materiales. Debían conocer la suerte de Grijalva y de otros españoles, de los que llegaban rumores desde hacía años sobre su cautividad. Y, por supuesto, necesitaban comunicarse para comerciar.
A los conquistadores les ayudó el clérigo Jerónimo de Aguilar a comunicarse con los indígenas mayas
VIAJE POR EL YUCATÁN
Felizmente para todo esto, en Cozumel recibieron los españoles la visita de una canoa procedente de tierra firme con un invitado inesperado: el clérigo sevillano Jerónimo de Aguilar, que había estado en la expedición de Pedro de Valdivia a Panamá de 1510- 11 y había sufrido una auténtica odisea desde entonces, salvándose de ser sacrificado al entrar al servicio de un cacique. Aguilar hablaba el dialecto maya del Yucatán y sería el primer traductor de Cortés.
El 4 de marzo partieron los barcos de Cortés de Cozumel y, tras atravesar la bahía de Campeche, decidieron remontar el río del Tabasco (también llamado Grijalva). Río arriba tendrían lugar los primeros enfrentamientos armados con nativos hostiles que no les dejaban desembarcar. El más destacado fue la Batalla de la Anunciación (por el día en que sucedió, el 21 de marzo), en que se enfrentaron a nada menos que 4.000 hombres.
En esa batalla empezó a labrarse el temor a los europeos: no importaba su menor número porque dominaban el rayo y el trueno (así veían los nativos el fuego de cañón o de arcabuz) y montaban bestias (los caballos) que a ellos les parecían centauros, creyendo que jinete y montura eran una misma cosa. Su victoria fue inapelable.
Los jefes que se rindieron, asustados, ofrecieron multitud de tributos materiales y de oro, además de esclavos y esclavas entre los que se hallaba una, Malinche, de origen azteca y destinada a tener un protagonismo muy especial [ ver recuadro]. Sus conocimientos de las principales lenguas que se hablaban en los territorios mexicanos llegarían a oídos de Cortés en su siguiente escala.
MOCTEZUMA INTENTA ALEJARLES CON ORO
La playa que, al ser pisada por los españoles, supuso su primera incursión en territorio azteca era
una ancha explanada delimitada por unas colinas arenosas en las que instalaron cañones. Estaba situada frente a un islote que Grijalva había bautizado como San Juan de Ulúa. En ella recibieron la visita del gobernador de la provincia, ante el que Cortés sacó a relucir el gran objetivo material de la expedición: conseguir oro. Según el relato del capellán del grupo, Cortés dijo al noble azteca que “los españoles estaban aquejados de un mal del corazón para el que el oro era un remedio específico”. También pidió reunirse con el emperador Moctezuma.
El máximo mandatario mexica no tenía ninguna intención de acceder. Temía que esos poderosos visitantes fueran los anunciados por la profecía del retorno de Quetzalcóatl, un dios cuya segunda venida marcaría el final de su dinastía. Las coincidencias parecían muchas, ya que Quetzalcóatl era representado con barba, como los españoles. Enterado de las apetencias de los recién llegados, se propuso satisfacer su sed de oro al mismo tiempo que los mantenía alejados. Sus emisarios llevaron a Cortés primero las excusas y luego la negativa directa a que lo visitaran, al mismo tiempo que le ofrecían un casco de soldado español −que se les había regalado previamente− lleno hasta los bordes de pepitas de oro, así como dos grandes rodelas (un tipo de escudo) también hechas del dorado metal. Ni que decir tiene la impresión que produjo en los aventureros la visión de estas riquezas, que no hizo sino acrecentar su ambición, el efecto contrario al buscado por el líder mexicano.
Cortés estaba en una encrucijada: su misión tenía unos límites muy estrictos de exploración, comercio y evangelización, pero él quería ir mucho más allá. Al modo de otros grandes líderes políticos
de la historia, decidió lanzar un órdago: convertir aquel campamento de playa en una colonia del rey de España y ponerse al servicio del concejo ( administración municipal) de esta ( previamente seleccionado entre sus más fieles). Según la ley española, una ciudad así fundada era autónoma, de forma que ya no dependería del gobernador de Cuba. De esta manera se creó la Villa Rica de la Veracruz (la gran ciudad mexicana conocida hoy solo por el último de los nombres). La estrategia ocasionó la primera refriega con los fieles al gobernador, pero Cortés se salió con la suya.
LOS DECISIVOS ALIADOS INDÍGENAS
Decidido a conquistar aquel vasto imperio, encontró una herramienta perfecta en los varios pueblos sometidos por los aztecas, a los cuales debían pagar tributo. Los primeros en ayudarle fueron los totonacas, con capital en Cempoala, que se dirigieron a los españoles con un entusiasmo diametralmente opuesto a la frialdad de los emisarios de Moctezuma. Cortés se demostró como un consumado especialista en la manipulación política: los animó a dejar de pagar el impuesto y plantar cara, obteniendo de ellos 1.300 guerreros, al mismo tiempo que se ofrecía a los aztecas para calmar los ánimos con los totonacas y recuperar la normalidad.
Con esta primera alianza y proyectando marchar hasta Tenochtitlán, su mayor obstáculo eran las discrepancias internas. Las saldó ejecutando o encarcelando a los españoles rebeldes que querían volver a Cuba y, para disuadir de futuras sublevaciones o huidas, dio la que sin duda es su orden más famosa: hundir las naves que los habían llevado hasta allí. Ya no había vuelta atrás. El pequeño ejército de Cortés empezó a recorrer los más de 1.000 kilómetros que separan Veracruz de Tenochtitlán (actual Ciudad de México). Por el camino, animaba a otros pueblos subyugados a la rebelión contra los aztecas. Contaban con la
El rey azteca temía que los visitantes fuesen los anunciados en la profecía del retorno de Quetzalcóatl
ventaja de ser considerados unos semidioses − incluso inmortales− por los nativos. Su mayor éxito fue atraerse el favor de los tlaxcaltecas, una nación muy numerosa que al principio se mostró contraria a ellos (incluso les plantaron batalla por dos veces), pero que guardaba una animadversión mucho mayor hacia los aztecas, que los dominaban desde hacía más de setenta años.
Los tlaxcaltecas proporcionaron al capitán español 4.000 guerreros, con lo que su contingente comenzaba a resultar ya más temible. En la ciudad de Cholula, aliada de los aztecas, el ejército de Cortés se anticipó a una posible emboscada de estos con un indiscriminado “ataque preventivo”. El fraile Bartolomé de las Casas habla de 30.000 personas asesinadas, aunque otras estimaciones rebajan la cifra a 5.000. Quienes sobrevivieron se unieron a los españoles.
Tras cruzar el desfiladero entre dos volcanes hoy conocido como Paso de Cortés, los expedicionarios llegaron al valle de México. Allí, Moctezuma realizó los últimos intentos de disuadirlos de entrar en su capital, Tenochtitlán, la fastuosa ciudad construida en medio del lago Texcoco sobre una isla. Pero nada podía frenar ya a Cortés, quien llegó a ella el 8 de noviembre de 1519.
EL EMPERADOR SOMETIDO
Moctezuma recibió amistosamente a los españoles y los alojó en el importante Palacio de Axayácatl. Hacía las veces de anfitrión y les enseñaba la ciudad. Incluso aceptó declarar su vasallaje al rey Carlos I de España, en diciembre de 1519. Malin- che le aconsejó a él, como antes a los líderes de otros pueblos nativos, no irritar a los aguerridos españoles. Los visitantes, mientras, se dedicaban a localizar las riquezas de la próspera capital y a indagar sobre el origen del oro. Para apoderarse de ellas, Cortés necesitaba, una vez más, otra excusa que le diera una justificación.
La obtuvo cuando llegaron noticias desde la costa de un ataque azteca contra los totonacas por no haber pagado tributo. En aquella acción mataron al español Juan de Escalante, quien, como alguacil mayor, era la máxima autoridad de Veracruz en ausencia de Cortés. La información también impresionó a Moctezuma, a quien su general en la batalla, el cacique Cuauhpopoca, envió la cabeza cortada de Escalante. Era una prueba de que los semidioses no eran inmortales.
Cortés ordenó detener a Moctezuma, quien, a pesar de todo, siguió mostrándose conciliador con los españoles. Será difícil que se aclare el motivo por el que seguía en esta posición: si todavía albergaba temores supersticiosos o simplemente creía que los fieros españoles exterminarían a los suyos. En cualquier caso, la afrenta de ver a su emperador cautivo empezó a indisponer a la población contra los extranjeros. Y no fue el único motivo de cólera: Cortés ordenó matar en la hoguera a Cuauhpopoca, el noble azteca que les había derrotado, y el 22 de mayo Pedro de Alvarado llevó a cabo una calculada matanza entre la aristocracia azteca reunida al completo en el Templo Mayor para la festividad de su principal deidad, Huitzilopochtli. De esta forma, pretendía descabezar una revuelta que parecía inminente.
Moctezuma recibió a Cortés y lo alojó en el Palacio de Axayácatl
A la vuelta de Cortés, que había ido a sofocar el ataque de una expedición enviada por Velázquez y mandada por Pánfilo de Narváez, la situación resultaba insostenible. Cortés pidió a Moctezuma que se dirigiera a los mexicas para calmarlos. Este pronunció un discurso, pero el pueblo, que le había perdido el respeto, reaccionó contra él. Le lanzaron piedras y una le golpeó, causándole una herida de la que moriría tres días más tarde.
GUERRA ABIERTA, NOCHE TRISTE
Con él, fallecía el único muro de contención que evitaba la guerra abierta. Los españoles y sus aliados totonacas y tlaxcaltecas fueron rodeados en el Palacio de Axayácatl. A Cortés no le quedó sino ordenar la retirada, que pretendían ejecutar sigilosamente, y llevándose todos los tesoros posibles, en la medianoche del 30 de junio al 1 de julio de 1520.
El plan no funcionó y fueron descubiertos mientras intentaban cruzar las calzadas entre los canales. Al son de los tambores del Templo de Huitzilopochtli, miles de canoas se precipitaron rápidamente sobre ellos. La retirada degeneró en huida desesperada, debiendo abandonar casi todos los tesoros que con tantos esfuerzos habían reunido. Los aztecas se vengaron con una matanza: asesinaron a casi todo el millar de tlaxcaltecas ( que a su vez se habían comportado antes muy duramente con sus hasta entonces dominadores), así como a unos seiscientos españoles, que suponían más de la mitad de los hombres de Cortés en la ciudad. El conquistador lloró esa noche ante la evidencia de las muertes y el fracaso. Enseguida circularon relatos de su tristeza, por lo que el episodio se conoce en España como la Noche Triste. Pero Cortés sobrevivió y, tras ganar el 7 de julio la Batalla de Otumba (llamada así porque el conquistador dijo: “¡ Oh, tumba de mis soldados!”), logró alcanzar Tlaxcala. Temía que sus aliados indígenas le retirasen su apoyo pero, al contrario, se lo renovaron y, desde entonces, contó con grandes contingentes de soldados tlaxcaltecas. Así pudo ir realizando diferentes acciones de conquista en todo el territorio azteca mientras preparaba, con más paciencia que antes, un asalto definitivo a Tenochtitlán.
RODEANDO TENOCHTITLÁN
Utilizando los restos del tesoro más todo lo conquistado previamente, Cortés diseñó una operación bélica más ambiciosa: envió hombres a adquirir armas hasta La Española y Jamaica y ordenó la construcción de trece bergantines para ejecutar un ataque anfibio sobre Tenochtitlán. Pero no se actuó sobre la capital hasta que previamente no se dominaron todas las poblaciones importantes a su alrededor para dejarla completamente aislada, proceso que llevó meses.
El asedio de Tenochtitlán comenzó en mayo de 1521 y duró noventa y tres días. El cronista Bernal Díaz del Castillo escribió sobre él: “Ca-
da día existían tantos combates ( no siempre victorias) que, si los hubiera relatado todos, parecería un libro de Amadís o de caballerías”. El propio Hernán Cortés estuvo a punto de ser hecho prisionero en una de las refriegas, pero sería salvado in extremis por un soldado vallisoletano, Cristóbal de Olea, que halló la muerte al rescatar a su jefe.
Los españoles capturados acabaron siendo torturados y sacrificados en el Templo Mayor azteca, como era la ancestral y bárbara costumbre en las guerras entre los pueblos mexicanos. Para los españoles que escuchaban y veían desde lejos el tremendo ritual nocturno ( un cronista se refiere en particular al “insoportable ruido del tambor”), este resultó uno de los momentos más duros del asedio.
EL FIN DE UN IMPERIO
Finalmente, el 13 de agosto de 1521, el emperador Cuauhtémoc, sucesor de Moctezuma, se entregó a los españoles ante la situación desesperada de la ciudad (entre 120.000 y 240.000 muertos) y pidió al propio Cortés que lo matara con su puñal. Este lo mantuvo con vida, aunque sería torturado para sacarle información sobre el presunto tesoro oculto de los aztecas. Los españoles estaban muy enfadados porque el oro obtenido resultaba mucho más escaso de lo esperado: ciento treinta mil castellanos (moneda de la época), de los que una quinta parte correspondía al rey (por cierto, fue capturada por corsarios franceses cuando se llevaba a España). Después de deducir otras cantidades, al dividir lo restante apenas si quedaba para cada soldado menos del valor de su espada. Cortés debería organizar en el futuro nuevas expediciones para contentar a su tropa.
Pero, en lo militar y lo político, la aventura culminaba con un triunfo absoluto: ponía punto final al poderoso Imperio azteca y daba la posesión del enorme territorio mexicano al mucho más pequeño y lejano reino de España. ¿Alguien hubiera apostado por ello cuando el intrépido Hernán Cortés salió de Cuba casi a escondidas? Como escribió el historiador norteamericano del siglo XIX William H. Prescott en su imprescindible obra Laconquista de México, “pensemos lo que pensemos de Cortés desde un punto de vista moral, contemplado como un logro militar nos llenamos de asombro... Que todo esto fuera realizado por un mero puñado de aventureros indigentes es un hecho poco menos que milagroso, demasiado sorprendente para las probabilidades que se le exigen a la ficción y sin paralelo en las páginas de la historia”.
El 13 de agosto de 1521, el emperador Cuauhtémoc, sucesor de Moctezuma, se rindió y se entregó a los españoles