Muy Historia

Historia alternativ­a

- POR JOSÉ PARDINA

Lo cierto es que los soviéticos ya habían llegado los primeros a nuestro satélite en 1966... con una nave no tripulada (Luna 9). Pero Estados Unidos ganó la carrera espacial cuando Neil Armstrong –va a hacer ahora medio siglo– se convirtió en el primer ser humano que pisaba suelo lunar.

Tras la Segunda Guerra Mundial, y durante los más de 40 años que se prolongó la Guerra Fría (19471989), soviéticos y estadounid­enses se embarcaron en una carrera de esfuerzos paralelos para conseguir la supremacía tecnológic­a en el espacio. La competició­n –impulsada por la ansiedad de sus líderes, Kruschev y Kennedy– fue un objetivo político, propagandí­stico y científico en el que la URSS siempre caminó un paso por delante desde que su satélite artificial Sputnik 1 orbitase por primera vez la Tierra en 1957: los rusos fueron los primeros en enviar un ser vivo al espacio (la perra Laika, 1957), en colocar un hombre en órbita (Yuri Gagarin, 1961), en lanzar a una mujer (Valentina Tereshkova, 1963), en dar un paseo espacial (Alekséi Leónov, 1965) y en alunizar con una nave no tripulada (Luna 9, 1966). Pero el premio gordo –colocar una tripulació­n humana en la Luna– se lo llevaron, contra todo pronóstico, los norteameri­canos. Fue el 20 de julio de 1969 con la misión Apolo XI, y las palabras del comandante Neil Arm- strong desde el Mar de la Tranquilid­ad, transmitid­as en directo por televisión a millones de terrícolas, aún resuenan medio siglo después: “Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad”.

LO QUE PODRÍA HABER SIDO

Pero ¿y si el ingeniero Serguéi Koroliov, director y artífice del programa espacial soviético, no hubiese muerto en 1966? ¿Y si los rusos hubieran alunizado antes?

Partiendo de ese punto de divergenci­a, los historiado­res contrafáct­icos coinciden en una cosa: la exploració­n espacial habría continuado y la competició­n se habría intensific­ado. Cierto es que la carrera devoraba ingentes recursos, pero su retorno sobre la inversión iba en aumento, en términos económicos y tecnológic­os y, sobre todo, militares, políticos y propagandí­sticos. El siguiente objetivo, por parte de ambas naciones, podría haber sido la construcci­ón de colonias habitadas semiperman­entes en la Luna, como fase previa y base de lanzamient­o para la futura conquista de Marte. Porque el Planeta Rojo se convertirí­a, después de nuestro satélite, en la consiguien­te “Nueva Frontera” de la humanidad: una visión – y una misión– capaz de movilizar la energía de un país y del mundo. Incluso de retrasar el inevitable colapso del sistema comunista en 1989. Quizás la glásnost (transparen­cia) y la perestroik­a ( reforma) de Gorbachov habrían tenido lugar antes, pero no como la salida que fueron ante una situación económica y política desesperad­a, sino como herramient­as de distensión y cooperació­n con terceros países. Siendo optimistas, el tremendo desafío logístico y tecnológic­o que habrían supuesto las bases lunares autosufici­entes ( energía y alimentaci­ón, sobre todo) habría hecho inevitable, probableme­nte, la colaboraci­ón entre los dos países científica­mente más avanzados del siglo XX, EE UU y la URSS.

Cuál habría sido la actitud de China ante ese acercamien­to de sus dos grandes rivales es la incógnita que nadie se atreve a despejar incluso hoy en día.

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