De Kora a Ende: las mujeres también pintan
Podemos imaginar lo que no vemos, y hasta podemos deducir lo que nos conviene. Durante muchos años, asociamos las pinturas del Paleolítico a los hombres, como resultado de una síntesis preternatural que llevaba a pensar que los cazadores y los brujos eran los que iluminaban con teas las cuevas cantábricas para dar contorno a los bisontes, a los ciervos y a los caballos. Y que, una vez terminada la tarea, posaban sus manos sobre las rocas para dejar huella de sus palmas, tiznando el perímetro con pigmento de ocre. Solo una simplificación muy rudimentaria podía llevar a pensar, como así ha sido a lo largo de mucho tiempo, que la técnica de la pintura estaba reservada
al hemisferio masculino sin ninguna excepción, excluyendo a todas las mujeres de la práctica del fresco y de la aguada. Recientemente, un programa informático diseñado por el Centre National de la Recherche Scientifique (París) ha evidenciado que más de la mitad de las siluetas analizadas corresponden, por morfología y tamaño, a cuerpos femeninos. Esta confirmación revela, a día de hoy, que mujeres artistas contribuyeron a sedimentar la pintura primigenia y que no son infrecuentes los prejuicios que permanecen anclados en nuestro imaginario colectivo, que han relegado a la mujer a un rol secundario en el desarrollo de la historia de la humanidad y, por consiguiente, del arte. Mujeres anóni
mas, pero anónimas como los mismos hombres anónimos del Paleolítico.
Posteriormente, fue Plinio el Viejo en su HistoriaNatural quien atribuyó la invención de la pintura a una mujer, Kora, hija del alfarero Butades Sicyonius, allá por el siglo VII a.C.: “La cuestión de los orígenes de la pintura no está clara /... / Los egipcios afirman que son ellos los que la inventaron seis mil años antes de pasar a Grecia /... /. De los griegos, por otra parte, nos dicen que se descubrió en Sición, otros en Corinto, pero todos reconocen que consistía en circunscribir con línea el contorno de la sombra de un hombre”. Cierto es que la historia de la pintura es tan antigua como la del mismo ser humano y, por ello, cualquier referencia a esta leyenda iniciática tiene un valor relativo pero profundamente simbólico. Y, asumiendo que los mitos, mitos son, cuando no timos, es conveniente rendir culto literario a esta fabulación, quizá basada en hechos reales, quizá una pulsión narrativa evocadora de un recuerdo del autor.
DEL MITO A LA HISTORIA
Kora había crecido amasando la arcilla en el taller de su padre, en un puerto de tierra seca próximo a Corinto, donde las luces de las mil noches, los atardeceres cárdenos y la Diosa Blanca alumbraban el despertar de múltiples artistas y escritores; tierra del Peloponeso. Kora, artista y enamorada de un campesino hoplita, sufrió el desgarro de la despedida de su amante, llamado en leva a participar en la guerra. Fue durante la última noche, mientras yacían en el mismo lecho, cuando Kora repentinamente despertó y descubrió el perfil de su amado proyectado sobre la pared a la luz de las velas. Siempre el fuego. Tomó un carboncillo y sobre el perfil de la sombra dibujó la silueta del hombre, para que quedase vestigio inmanente en su inminente ausencia. A la mañana siguiente, fue su padre Butades quien culminó la obra al aplicar una capa de arcilla en el interior de la forma, para que pudiera conservarse gráficamente durante mucho tiempo. El mito fue representado por diferentes artistas muchos siglos después, como Felice Giani, Jean Baptiste Regnault, Joseph Wright, Louis Jean François Lagrenée, el Mayor, o Joseph Benoît Suvée, siendo este último quien destaca, sobre un claroscuro neoclásico, por su intimismo estético y por la actitud casi extática del joven que se contrapone con la serenidad de Kora.
Dejando a Kora encelada en su mito, a principios de 2019 se hacía público un estudio en la revista ScienceAdvances en el que se describía cómo se habían hallado en el Instituto Max Plank partículas de lapislázuli en la dentadura de una mujer procedente de los restos hallados en el cementerio del monasterio medieval de Dalheim (Alemania). Según los vestigios de la religiosa, fallecida entre los siglos XI y XIII, todo hace pensar que cuando pintaba con el mineral chupaba la punta del pincel con el que posteriormente se aplicaba sobre el manuscrito. Este descubrimiento en Alemania ha tenido un alcance muy significativo, inversamente proporcional al desconocimiento –y falta por consiguiente de reconocimiento– de la primera mujer que firma una obra en Occidente y que, a la sazón, es la pintora de Hispania llamada Ende, coautora del Beatode Gerona. En 975, cinco años después de que Magius, monje de Scriptorium, diera por terminado el BeatodeTábara, se concluye el BeatodeGerona, un códice de gran formato, con más de 284 folios escritos a dos columnas de 38 líneas por página, en letra visigótica. En el monasterio dúplice de San Salvador de Tábara se inscribió la letra omega que pone punto final a la obra y da pie a la inscripción de los autores, siendo la primera de ellas En o Ende, “depintrixyDeiaiutrix”, es decir, pintora y servidora de Dios. Ende, voz procedente del alemán “Haim”, pasa a ser la primera y única mujer a la que se puede relacionar con cualquier libro iluminado de su época, la primera miniaturista reconocida nominalmente, a pesar de que es difícil que un bachiller de este país sepa quién es.
MINIATURISTA MAGISTRAL
Y la autora no concluye una obra menor, porque el Beatode Gerona ha pasado y pasa por ser la obra culminante del Scriptorium de Tábara, como consecuencia de la incorporación de fuentes no utilizadas en otros Beatos anteriores, así como por la riqueza policromática y la ruptura del esquematismo y de la simpleza de plano de las miniaturas tal como se habían concebido hasta ese momento. La evolución desde la abstracción de las imágenes mozárabes hacia el naturalismo voluminoso anticipan el cambio de representación y simbología que se va a producir con el advenimiento del arte románico. Pero no queda allí exclusivamente la originalidad de la artista, sino que cada miniatura requiere un análisis detenido. Véase la Crucifixión y allí, la figura del Mal Ladrón, con Satanás dispuesto a retener su alma. Si se compara con la figura del Buen Ladrón se advertirá que bien podría ser el Mal Ladrón una ladrona, como así lo descubre su marcado pecho y sus pezones muy visibles, frente a la representación del ladrón crucificado a la derecha de Cristo. No hay duda de que la mano de Ende, monja o noble en cenobio pero magistral miniaturista, tuvo que ver con la diferencia de representación de ambas figuras. Prácticamente nadie conoce a Ende en España, lo que da muestra del déficit de sensibilidad y de reconocimiento que una figura de estas características debería tener en la historia del arte europeo. Nada extraño si constatamos que, a pesar de la evidente deriva que el arte ha tenido en la historia hacia los hombres, de las 1.627 obras expuestas en el Museo del Prado, solo seis corresponden a tres mujeres: la italiana Sofonisba Anguissola, la flamenca Clara Peeters y la italiana barroca Artemisia Gentileschi. Quizá es momento para la reflexión, pero también para el cambio. El futuro tendrá la última palabra.