¿Y si Japón no se hubiese rendido en 1945?
¿Qué habría sucedido si el emperador Hirohito hubiese decidido continuar luchando tras el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki? Muchos japoneses no supieron hasta pasados meses, e incluso años, que la Guerra del Pacífico había terminado y que el Imperio del Sol Naciente la había perdido.
Alas 12:00 del 15 de agosto de 1945, 130 horas después de la explosión nuclear de Fat Man sobre la ciudad de Nagasaki, la Radio Nacional de Japón emitía el discurso del emperador Hirohito a todo el país anunciando el fin de las hostilidades con “las Potencias” (Estados Unidos y Gran Bretaña), en el que deliberadamente se omitía la palabra “rendición” –inaceptable para la mentalidad nipona– y se sustituía por un eufemismo cuasi lírico: “Ha llegado la hora de soportar lo insoportable”. Lo cierto es que, a pesar de las reticencias de una parte del ejército imperial –con un intento de golpe de Estado incluido–, finalmente el pragmatismo y la compasión del gobierno de Suzuki se impusieron a la orgullosa mentalidad de la cultura guerrera nipona, el Bushido o código samurái. Y es que, hasta entonces, Japón nunca había perdido una guerra y su territorio no había sido invadido jamás por una fuerza extranjera.
Si el nacionalismo ha causado estragos en Occidente como ideología política, en Japón tuvo además un fuerte trasfondo religioso que le confería trascendencia. La tendencias sintoístas y confucianas derivaron hacia una perversión de las ideas de dignidad nacional, orgullo y honor, encarnadas por el estamento
militar y su mundo jerarquizado. “Modernizar” se convirtió en el sinónimo indeseable de “occidentalizar”, y el ideal de “luchar hasta la muerte”, en la demostración suprema de valor ante el enemigo.
VENCER O MORIR
Así es como la Guerra del Pacífico estuvo plagada de resistencias numantinas: en la Batalla de Tarawa (noviembre-1943) murieron todos los soldados japoneses menos 17. Tras la de Saipan (junio-1944) solo quedaron 921 de los 32.000 que guarnecían la isla. Y al llegar a suelo japonés, la resistencia fue a más: en Okinawa (abril-junio-1945) hubo 110.000 bajas japonesas y en Iwo Jima apenas sobrevivió un puñado de soldados. El libro Elcrisantemoylaespada (1945), encargado a la antropóloga Ruth Benedict por la Oficina de Información de Guerra de Estados Unidos, pretendía entender y explicar la desconocida mentalidad japonesa. El libro recoge cómo la propaganda de guerra nipona estaba construida sobre la premisa supremacista de la superioridad del espíritu, enraizada en la psique del país. Uno de sus lemas decía: “Nuestra formación contra su superioridad numérica, nuestra carne contra su acero”. En los ejércitos occidentales se consideraba que si un combatiente se rendía era porque había hecho todo lo posible, pero en Japón, debido al código ético del Bushido, el concepto del honor estaba ligado a morir luchando. Cualquier otra salida hacía caer al soldado en desgracia ante la sociedad. Antes que la rendición, era preferible el suicidio. Si no, estaría muerto para su gente. En la primavera de 1945, cuando la guerra ya estaba militarmente perdida, oficiales ultranacionalistas llegaron a proponer el “Plan de los cien millones de muertos”, una resistencia fanática a ultranza de ancianos, mujeres y niños –“incluso con cañas de bambú afiladas”, decía la propaganda– ante una eventual invasión norteamericana.
Una historia alternativa en la que Japón no se hubiese rendido en el verano de 1945 no habría cambiado, pues, el curso de la historia. Probablemente, Tokio y Kioto habrían sufrido el bombardeo atómico y centenares de miles de civiles y soldados, tanto japoneses como norteamericanos, habrían sido inmolados en el altar del fanatismo nacionalista. El horror y el sufrimiento habrían durado quizás un año más, hasta el invierno de 1946. Pero Japón nunca habría logrado ganar la guerra ni modificar el curso de los acontecimientos.