Muy Historia

Voces de paz, pasos de guerra

- VICENTE FERNÁNDEZ DE BOBADILLA PERIODISTA Y ESCRITOR

Entre abril y finales de agosto de 1939, se produjo una incesante y creciente escalada de violencia dialéctica por parte de Hitler que no auguraba nada bueno. Al mismo tiempo, se sucedieron los llamamient­os a evitar la guerra a toda costa y las falsas promesas de Alemania, así como los pactos de todo signo.

El 28 de abril de 1939, Adolf Hitler pronunció uno de los discursos más inflamados de su carrera en una intervenci­ón ante el Reichstag. Durante dos horas y veinte minutos, utilizó todas sus dotes para la manipulaci­ón, el sarcasmo y la amenaza para atacar sin freno a Estados Unidos y Polonia. Su vehemencia fue tal que terminó bañado en sudor; cuando pronunció la última palabra, pocas dudas podían quedar de que nada frenaría sus propósitos bélicos, cada vez mas evidentes y con Polonia como primordial objetivo. Irónicamen­te, aquel discurso fue su manera de responder a una oferta de paz.

Quince días antes, Hitler había recibido una carta del presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, redactada tras la ocupación de Checoslova­quia por las tropas nazis el 15 de marzo. En ella le pedía garantías de que no habría más ataques durante los siguientes veinticinc­o años a una lista de treinta países – sobre todo los europeos, Polonia incluida, pero también algunos tan lejanos como Irán o Egipto– y a cambio le ofrecía apoyo económico y acceso a las materias primas en los mercados mundiales. Si pretendía con ello

apaciguar a Hitler, consiguió todo lo contrario: el líder del Tercer Reich lo consideró una provocació­n y una humillació­n, y en su discurso procedió a despedazar entre mofas el contenido de la carta, punto por punto, secundado por las carcajadas despectiva­s de su público fiel.

Era todo puro teatro, desde luego, y la carta de Roosevelt no sirvió para otra cosa que para dar al Führer una oportunida­d de escenifica­r uno de sus mayores actos de propaganda. Al mismo tiempo que hablaba, las embajadas alemanas en Varsovia y Londres entregaban memorandos donde se informaba de la rescisión alemana del Pacto de No Agresión con Polonia, firmado en enero de 1934, y del Acuerdo Naval con Inglaterra, una prueba sólida de que todo había sido planeado al detalle. El gesto del presidente de Estados Unidos proporcion­ó a Hitler un escenario idóneo para preparar un gran golpe de efecto, pero sus planes bélicos habrían seguido adelante con o sin carta de Roosevelt. O, como se comprobarí­a en no mucho tiempo, de cualquier otro líder mundial.

JUGANDO A DOS BARAJAS

Lo único que podía hacer titubear al dictador –como de hecho ocurrió– eran los mensajes que le indicaban la presencia de obstáculos imprevisto­s, retrasos de última hora, falta de refuerzos o de apoyo. Las ofertas para rebajar la tensión no fueron para él sino alimento para potenciar su intención de seguir jugando a dos barajas hasta el momento de lanzar la ofensiva. Visto ahora el escenario con la perspectiv­a que da la distancia, sorprende la claridad con la que este muestra los dos caminos no ya divergente­s, sino paralelos, cuya imposibili­dad de encontrars­e fue vista entonces por muy pocos, y asombra que los aliados no tomaran precaucion­es tan elementale­s como complement­ar sus tentativas diplomátic­as y comerciale­s con un refuerzo significat­ivo de sus fuerzas armadas.

La invasión de Polonia fue cualquier cosa menos improvisad­a; cuando Hitler se dio cuenta de que el pueblo polaco no se resignaría a sufrir la misma ocupación por amedrentam­iento que había padecido Checoslova­quia en marzo, pasó inmediatam­ente a la acción. Ya a finales de dicho mes le había dicho a Walther von Brauchitsc­h, su comandante en jefe del Alto Mando, que emplearía la fuerza contra Polonia si la diplomacia fallaba. Y el 3 de abril ordenó a ese Alto Mando que >>>

Visto ahora, asombra que los aliados no se reforzaran militarmen­te a la vez que intentaban la vía diplomátic­a

>>> pusiera en marcha el Caso o Plan Blanco, que era el nombre en clave que recibieron los planes para invadir el país [ver artículo anterior]. Antes, cayó en uno de sus frecuentes arrebatos de cólera cuando se enteró de que Neville Chamberlai­n, el primer ministro británico, había acordado con Polonia una declaració­n por la que se comprometí­a a apoyarles “en caso de ataque por parte de una potencia europea”, y gritó que prometía “guisarles un estofado que se les atragante”.

Pero, por mucha furia que le invadiera, mantuvo el raciocinio suficiente como para comprender que semejante operación no podía ponerse en marcha sin las garantías adecuadas. Francia no había tardado en seguir los pasos de Inglaterra y en anunciar su apoyo a Polonia, pero para Hitler todo se reducía a una cuestión básica: ¿ tendrían ambos países el coraje para cumplir sus compromiso­s llegado el caso o, en el último momento, se echarían atrás? No menos importante era la cuestión rusa, y saber hasta qué punto Stalin representa­ba para Hitler un enemigo o un aliado. Y no

El 22 de mayo de 1939, Italia y Alemania firmaron el Pacto de Acero o de ayuda mutua en caso de guerra

podía olvidarse a Italia, que al menos sobre el papel se había puesto del lado de Alemania para la implantaci­ón bélica del fascismo en Europa. Eran demasiados clavos sueltos que remachar antes de poder dar el gran paso adelante.

De momento, Mussolini necesitaba una demostraci­ón de fuerza propia y la llevó a cabo con la anexión de Albania del 7 de abril, inspirada claramente en la estrategia de Hitler con Checoslova­quia. La respuesta de Gran Bretaña y Francia fue extender a Rumanía y Grecia las mismas garantías que habían dado a Polonia; estaba claro que, cuando el conflicto estallara por fin – y cada vez eran menos los que pensaban que quizá no sucediera–, el número de países implicados habría aumentado de forma apreciable.

El 22 de mayo, Alemania e Italia firmaron el Pacto de Acero, por el cual el gobierno de Mussolini se comprometí­a a apoyar al Reich en caso de guerra. Hitler declaró: “El pueblo alemán y el italiano también están resueltos a permanecer juntos y a luchar, uniendo sus esfuerzos, por afianzar su espacio vital y mantener la paz en el futuro. Alemania e Italia desean (...) llevar a cabo la misión de asegurar los cimientos de la cultura europea”. Detrás de tan floridas palabras se escondía una segunda intención: los dos dictadores habían acordado que la guerra no se iniciaría hasta 1943, para que Italia tuviera tiempo de prepararse. Sin embargo, el día posterior a la firma del tratado, Hitler dijo a sus generales que planeaba atacar Polonia en la primera oportunida­d que tuviera.

MAQUINARIA PROPAGANDÍ­STICA

Mientras se presentaba esa oportunida­d, fue preparando el terreno. Los diplomátic­os nazis llevaban meses en campaña para intentar convencer a las potencias occidental­es de que no se inmiscuyer­an en lo que no era más que un conflicto entre dos países. Poco después de la firma del tratado con Mussolini, Hitler celebró una reunión en su refugio de Berchtesga­den con sus principale­s oficiales, en la que se prohibió tomar notas; prohibició­n que algunos asistentes se saltaron disimulada­mente para anotar los puntos principale­s que en ella se habían tratado. Gracias a ellos, se conoce el anuncio que les hizo Hitler: “Daré un motivo propagandí­stico para empezar la guerra, no importa si es verosímil o no”. Y cuando el Tercer Reich hablaba de propaganda, había un nombre que la representa­ba al máximo, y la maquinaria no tardó en ponerse a toda marcha. El 11 de agosto, Joseph Goebbels lanzó una consigna a todos los directores de periódicos del país: “A partir de ahora, la primera página debe contener noticias y comentario­s sobre ofensas polacas al pueblo alemán y todo tipo de incidentes que muestren el odio de los polacos hacia todo aquello que sea aleman”.

Pero, con todo, aún seguía pendiente el principal obstáculo, que quedó por fin resuelto el 23 de agosto cuando se anunció la firma del Tratado de No Agresión entre Alemania y la Unión Soviética. Las reacciones, en uno y otro bando, fueron cualquier cosa menos tibias: Hitler estaba exultante; los >>>

>>> aliados, estupefact­os. No menos estupefact­o estaba el propio pueblo alemán, sobre todo los militantes nazis, que no podían comprender cómo de repente la nación iba cogida de la mano de su enemigo irreconcil­iable. Algunos de ellos protestaro­n abiertamen­te arrojando sus insignias a los jardines de la sede del partido.

UNA ALIANZA CONTRA NATURA

¿Qué había ocurrido? Si bien Hitler llevaba tiempo buscando el apoyo de la Unión Soviética, las circunstan­cias no habían terminado de mostrarse favorables hasta que el 3 de mayo Stalin destituyó a Maksim Litvínov como comisario de Asuntos Exteriores y lo reemplazó por Viacheslav Mólotov, indicando con ello todo un cambio de rumbo. Todavía hoy los historiado­res no terminan de ponerse de acuerdo sobre los motivos del dictador soviético, quien obviamente no tenía la menor confianza en que su nuevo aliado no acabara traicionán­dole, como de hecho sucedió. Pero sí está claro que en ese momento quería unirse a quien parecía tener todas las cartas ganadoras en el inminente conflicto con Occidente, lo que le proporcion­aría la tranquilid­ad suficiente para comenzar la guerra con las espaldas cubiertas mientras la Unión Soviética iba ocupando países y rearmando a su ejército ( no solo para prevenirse contra los aliados, sino, en el futuro, contra el propio Hitler). De este modo, Joachin von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, vio el campo abierto para intentar un nuevo acercamien­to, que finalmente dio sus frutos cuando, el 19 de agosto, Stalin comunicó a Hitler que estaba dispuesto a llegar a un acuerdo. Von Ribbentrop voló inmediatam­ente a Moscú, designado personalme­nte por Hitler para culminar las negociacio­nes, y firmó el Tratado de No Agresión, que pasaría a la historia como Pacto Ribbentrop-Mólotov. En él, detrás de la palabrería oficial –ambas naciones se aseguraban respeto y protección mutuos–, se escondía un protocolo secreto para el futuro reparto de Europa por el que la URSS tendría el control de Letonia, Estonia y Finandia, y Alemania, el de Lituania y Danzig. Polonia quedaría dividida en tres partes: cada uno de los dos países se anexionarí­a la parte de terreno adyacente a sus fronteras y el centro se convertirí­a en un protectora­do alemán. Hitler estaba convencido de que la alianza con Stalin serviría también de elemento disuasorio contra los aliados, que ahora, no le cabía duda, no se atreverían a cumplir sus compromiso­s. La verdad es que la actitud titubeante de los mismos le daba

La reina de Holanda y el rey de Bélgica intentaron mediar entre Alemania y Polonia en el último momento

motivos para pensar así: a lo largo del verano, los ingleses habían continuado ofreciendo a Alemania concesione­s diplomátic­as y empréstito­s industrial­es con el fin de frenarla, y desde el 23 de agosto –después de la firma del acuerdo con la URSS– Hitler se había reunido en varias ocasiones con el embajador británico en Berlín, sir Nevile Henderson, para comunicarl­e que seguía dispuesto a buscar una solución pacífica a la crisis. También, por mediación de Hermann Göring, había enviado a Londres en tres ocasiones al industrial sueco Birger Dahlerus como su emisario personal para que llevara a los altos cargos del gobierno británico nuevas ofertas de negociació­n. Dahlerus actuaba de buena fe, pero quienes le enviaban, no; la invasión de Polonia era cuestión de días y todas aquellas entrevista­s no fueron sino la etapa final de la estrategia de la manipulaci­ón.

LLAMADAS A LA PAZ IN EXTREMIS

Los acontecimi­entos se precipitar­on. El 24 de agosto, Roosevelt envió a Hitler un telegrama –“De nuevo me dirijo a usted con la esperanza de que la guerra inminente y el consecuent­e desastre que supondrá para todos los pueblos pueda evitarse”– en el que sugería varias soluciones negociadas. Ese mismo día, el papa Pío XII hizo un llamamient­o por radio: “El peligro es inminente, pero aún estamos a tiempo. Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra. Que los hombres regresen al entendimie­nto mutuo y vuelvan a comenzar las negociacio­nes”. Cuatro días después, el 28, fueron la reina Guillermin­a I de Holanda y el rey Leopoldo III de Bélgica los que intentaron mediar en el conflicto. Inglaterra, por su parte, pareció despertar a la realidad y el 25 de agosto reafirmó su compromiso con Polonia convirtien­do su oferta de apoyo en un pacto de ayuda mutua.

Todo resultó inútil. Las 54 divisiones reunidas por los alemanes para la invasión de Polonia estaban cada vez más cerca de las fronteras del país, que finalmente cruzarían el 1 de septiembre. Dos días después, Chamberlai­n declararía la guerra a Alemania y, en su discurso ante la Cámara de los Comunes, diría: “Todo aquello por lo que he trabajado, todo aquello en lo que he cifrado mis esperanzas, todo aquello en lo que he creído durante mi vida pública ha caído hecho pedazos”. Cualquier sueño que nadie mantuviera aún de una negociació­n terminó de desvanecer­se con aquellas palabras. Eran el preludio de un tiempo nuevo, inevitable, más violento y oscuro.

 ??  ?? INCENDIARI­O DISCURSO. Lo pronunció Hitler el 28 de abril de 1939 ante la plana mayor nazi en el Reichstag (en la foto). Durante más de dos horas, gritó, se burló y se indignó contra Polonia y EE UU hasta acabar empapado en sudor.
INCENDIARI­O DISCURSO. Lo pronunció Hitler el 28 de abril de 1939 ante la plana mayor nazi en el Reichstag (en la foto). Durante más de dos horas, gritó, se burló y se indignó contra Polonia y EE UU hasta acabar empapado en sudor.
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 ??  ?? ROOSEVELT, POR LA PAZ. El presidente de Estados Unidos, a quien vemos fotografia­do el día de su 57 cumpleaños (30 de enero de 1939), mandó telegramas y cartas al Führer en varias ocasiones para tratar en vano de disuadirle.
ROOSEVELT, POR LA PAZ. El presidente de Estados Unidos, a quien vemos fotografia­do el día de su 57 cumpleaños (30 de enero de 1939), mandó telegramas y cartas al Führer en varias ocasiones para tratar en vano de disuadirle.
 ??  ?? LA CALMA ANTES DE LA TORMENTA. En la imagen, un judío polaco pasea por una calle de Varsovia en los años 30. La década iba a terminar trágica y abruptamen­te con la ocupación alemana.
LA CALMA ANTES DE LA TORMENTA. En la imagen, un judío polaco pasea por una calle de Varsovia en los años 30. La década iba a terminar trágica y abruptamen­te con la ocupación alemana.
 ??  ?? WALTHER VON BRAUCHITSC­H. El comandante en jefe del Alto Mando alemán sabía ya desde marzo que Hitler quería atacar a Polonia.
WALTHER VON BRAUCHITSC­H. El comandante en jefe del Alto Mando alemán sabía ya desde marzo que Hitler quería atacar a Polonia.
 ??  ?? LA VOZ DE SU AMO. Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, en 1939.
LA VOZ DE SU AMO. Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, en 1939.
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PROCLAMAS Y MENTIRAS. Arriba a la izquierda, Pío XII hablando por radio en pro del fin de la guerra en la Navidad de 1942. Sobre estas líneas, Hitler charla en una recepción, en 1939, con el embajador ingles, sir Nevile Henderson, al que mintió sobre sus verdaderas intencione­s.
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