Historias desconocidas
Paradojas del destino, los mismos niños a los que les fue robada la infancia ahora padecen con mayor intensidad que nadie la violencia extrema de una pandemia. Nacieron bajo la presión lacerante de la angustia, de modo que la mayoría optaron por diluir la memoria de la Guerra Civil en busca de un refugio emocional y hasta de una salvaguarda material para poder sobrevivir a la autarquía. El concepto de una eventual ‘paz’ se impuso al espíritu de la guerra, silenciando una posible conciencia crítica o autocrítica por parte de ambos bandos. Esta actitud silente reprimió en parte una actitud reivindicativa propia de cualquier guerra civil, que terminó por hacerse visible en el proceso de Transición democrática, al principio de manera discreta para dar paso a posiciones más activas de búsqueda de compensaciones morales y jurídicas.
El trazo histórico del memorialismo se hace fuerte en los inicios de los años 70, en plena agonía de la dictadura, cuando empieza un proceso de recomposición de los recuerdos de la infancia. Hay que recordar que esos niños habían sufrido un escarmiento social y hasta psíquico ocasionado por el trauma de un conflicto que debía ocultarse en aras de la supervivencia. Miguel Salabert, nacido en 1931, lo expresaba con absoluta nitidez en su obra Elexiliointerior (1988): “Las primeras noticias que tuve de los hombres fueron las bombas”. Los ‘niños de la guerra’ fueron beligerantes en sus adhesiones afectivas durante la Guerra Civil, porque eran conscientes de quiénes eran amigos y enemigos. La figura del enemigo como un bárbaro incivil y destructivo se adquiere a edad muy temprana y tiende a transmitirse generacionalmente, por mucho que el contexto impida hablar de ello en público.
UNA GENERACIÓN DESALENTADA
Enterrada finalmente la percepción de amenaza y de miedo del tiempo inmediatamente posterior al conflicto, ahuyentada la sumisión como forma de protección, los fantasmas se alejaron. Como señala Eloy Fernández de la Peña en Generacióndelhambre (1981): “Somos de una generación que es, porque así la han forjado, escéptica, desconfiada, desalentada... [...] Brutalmente reprimida, sin posibilidad de escapar de un cerco de circunstancias siempre adversas”. Hubo, pues,
un código inédito pero plenamente aceptado de socialización del silencio, del que no escapó nadie. Antonio Jiménez Blanco (1924-2014), en Losniñosdelaguerra yasomosviejos (1994), muestra la singularidad de la visión cambiante y siempre instrumental de la memoria a través del filtro de las emociones: “Desde que era niño todos los recuerdos se condicionan, detrás de una especie de telón de circunstancias familiares o personales, por la secuencia de la Guerra Civil futura y por la idea de haber vivido en dictadura siempre, o casi siempre, como si uno naciera o viviera con una predestinación inevitable. Uno y toda su generación”. También Carlos Barral, nacido en 1928, acertó a expresarlo de la siguiente manera en su obra Añosde penitencia (1975): “Para casi todos los muchachos de mi edad la guerra había sido muy larga y extraña vacación, un hortuslibertatis en el que las costumbres se habían regido por las solas excepciones de las olvidadas reglas. [...] Nuestras familias demacradas habían perdido el sentido de la autoridad y la energía que reclama el castigo. [...] La ciudad entera era gris y polvorienta como los siniestros muros del colegio. Era como si no hubiese acabado de caer y depositarse el polvo de un gran trastorno ecológico”.
Otro aspecto muy común en la época fue el empleo de la mano de obra infantil. Desde principios del siglo XX, no era extraño que los niños comenzasen a trabajar en el campo con apenas seis años y un poco más adelante en las zonas de incipiente industrialización. No fueron así escasos los supuestos en los que se renunció a la escolarización de los niños con el fin de destinarlos a tareas que reportaran ingresos adicionales a las economías familiares. De ahí nace otra metáfora ligada a la Guerra Civil, que fue la del trabajo como medio de sometimiento y condena opuesto al desarrollo de la libertad individual y al progreso de las personas. Mientras ellos se rendían ante una situación de extrema necesidad, se redimían posteriormente buscando un futuro mejor para sus hijos. Como es sabido, la suma de estos recuerdos conforma una memoria social basada en la semántica de lo excepcional, nunca objetivable completamente, y que forja un sentido de pertenencia y de identidad habitualmente, pero en este caso la memoria se desarrolló bajo las brasas de la guerra y de la anomia. La memoria tiende a la simplificación y a la mitificación, y se hace espesa y plural y hasta manipulable por discursos revisionistas. Desde el punto de vista sociológico, y a propósito de esa generación, se produjo una victimización colectiva y una exoneración de responsabilidad que propiciaron una desmovilización activa de cualquier lectura retrospectiva, así como una complacencia de necesidad con el mismo régimen. Conciencia de supervivencia. No en vano durante los años de la Guerra Civil fallecieron en España 400.000 niños a causa de la contienda y también de la enfermedad, el hambre y el abandono. En nuestra guerra un 50% de la población que falleció era civil, un porcentaje muy superior al 19% de la I Guerra Mundial y más próximo al 48% de la II. Es más, en un primer momento, y de modo paradigmático, la imagen de la Guerra Civil española estuvo anudada iconográficamente a la infancia como hipérbole del dolor: niños abandonados, niños peleando por raciones míseras de pan, niños corriendo de la mano de sus madres, niños en busca de objetos perdidos entre las ruinas de la calamidad y, sobre todo, cadáveres de niños. La condensación icónica de la tragedia mantuvo entonces y después una carga sentimental muy profunda como factor de revelación de los efectos devastadores de la violencia política.
En sus atribuladas vidas depositaron una memoria oculta del conflicto, con cierta relativización descriptiva producto del mismo paso del tiempo. La memoria, siempre subjetiva, y por supuesto particular y en ocasiones épica, nunca había sido objeto de actualización política, pues el oficialismo de la época lo había impedido. Cumplidos los cincuenta, muchos de ellos protagonizaron el tiempo de conversión de la dictadura a la democracia, liderando toda una generación de cambio. Borrás, en su trabajo Losquenohicimoslaguerra (1971), recaba opiniones de un número significativo de encuestados sobre su valoración de la Guerra Civil, y es evidente que en ese momento se produce una exposición pública de un relato reelaborado, en el que para la mayoría la contienda era un episodio remoto, enquistado en la memoria y arrastrado como un lastre emocional, pero que nadie pensaba que pudiera volver a repetirse. En resumen, participaban todos de una narración colectiva, más anclada en lo anecdótico y en lo ilustrativo que en la valoración crítica. Era el inicio todavía de los años 70. Niños en la Guerra Civil, adultos responsables en la Transición, ahora ancianos en la mayor pandemia del último siglo. Al fin y al cabo, protagonistas de nuestras vidas y de nuestra historia, a los que el destino les hizo vivir circunstancias extraordinarias. Sus voces nunca callan. Sus voces ya están de nuevo aquí, mostrándonos el camino del futuro, como ellos lo hicieron hace ochenta años.