Historia alternativa
Los días 6 y 9 de agosto de 1945, dos superfortalezas volantes B-29 estadounidenses arrojan sendas bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Un cuarto de millón de personas morirán. Una semana después, Japón capitula ante los a
ue realmente imprescindible arrasar ambas ciudades con la guerra ya prácticamente ganada por Estados Unidos? Algunos defendieron los ataques como golpes necesarios contra un enemigo implacable; otros los calificaron de actos de salvajismo. “Las usamos para acortar la agonía de la guerra, para salvar las vidas de miles de jóvenes estadounidenses”, se justificó el presidente Truman en un mensaje radiofónico el día del segundo lanzamiento ( Fat Man) sobre Nagasaki. Su jefe de Gabinete calificó las bombas como un “arma bárbara” y lamentó: “Al ser los primeros en usarlas, hemos adoptado el código ético de los bárbaros de la Edad Media”.
¿ Cómo habrían transcurrido las cosas si esos ataques nunca hubiesen sucedido? Lo cierto es que no habrían resultado muy distintas, algo que quizá sorprenda a quienes piensan que Japón se quebró por la ferocidad de la carnicería nuclear. Muchos historiadores dudan de la relevancia de las dos bombas atómicas en la capitulación nipona. Señalan que el país ya estaba acostumbrado a ataques aéreos devastadores, como la Operación Encuentro, una lluvia infernal de bombas incendiarias sobre Tokio que había tenido lugar unos meses antes y que causó más de 125.000 muertos. Hiroshima y Nagasaki fueron un punto de inflexión tecnológica, sí, pero no minaron una moral nacional ya curtida por las bombas de fósforo ‘convencionales’.
LUCHAR HASTA MORIR
Según los eruditos, la auténtica razón de la rendición imperial fue la invasión soviética de Manchuria – controlada por Japón– el 9 de agosto de 1945, horas antes del bombardeo de Nagasaki. Hasta entonces, la URSS había sido neutral con Japón, y el gobierno nipón esperaba que Stalin le ayudara a negociar mejores condiciones para capitular ante América. El historiador Tsuyoshi Hasegawa, autor de RacingtheEnemy:Stalin,TrumanandtheSurrenderofJapan (Harvard University Press), escribe que, incluso después del bombardeo de Hiroshima, “Japón depositó su última esperanza en la mediación de Moscú para el fin de la guerra” y que solo la invasión de Stalin “sacó la alfombra de debajo del Estado Mayor japonés, abriendo un agujero en su plan estratégico. Su insistencia en continuar la guerra perdió la razón de ser”.
¿ Y si la invasión soviética no hubiera bastado para que Japón aceptara una rendición incondicional? El código de honor de los soldados imperiales obligaba a luchar hasta morir. El general Torashirō Kawabe lo resumía el mismo 9 de agosto en su diario, con Nagasaki arrasada: “Continuar luchando significará la muerte, pero hacer las paces con el enemigo será la ruina y el deshonor. No tenemos más remedio que buscar la vida en la muerte con la determinación de que todo el pueblo perezca, con la patria como almohada de nuestro lecho fúnebre”.
EL DÍA D DEL PACÍFICO
En semejante escenario, los norteamericanos tenían ya casi a punto la Operación Downfall, el Día D de la guerra del Pacífico: la invasión terrestre de Japón, playa a playa, isla a isla, con tropas de desembarco en las playas de Kyushu, la isla más meridional del archipiélago. Se habrían tenido que enfrentar no solo a soldados desesperados y kamika
zes, sino también a lo que los estrategas estadounidenses describieron como “una población de civiles fanáticamente hostil”. Millones de hombres, mujeres y niños ya habían sido entrenados para luchar con espadas, palos de bambú y cócteles molotov.
Algunos analistas creen que la devastación de Hiroshima y Nagasaki sirvió al menos para fundar el ‘tabú nuclear’: volvió impensable el uso de armas hiperdestructivas. Fue ese tabú el que disuadió a Estados Unidos de usar armas nucleares en Vietnam. Según la politóloga Nina Tannenwald, “esa inhibición no habría existido sin las evidencias de aquel terrorífico primer uso en Japón”. Un informe de la CIA de 1966 advertía de que, pasados 20 años, los países occidentales sentían una “repulsión irreprimible hacia el recurso a las armas nucleares”. Así, la gran ironía fue que un mundo sin aquellas dos primeras y únicas bombas de Hiroshima y Nagasaki habría sido un planeta más al borde de la guerra nuclear total.