Muy Historia

Los zares rusos más fugaces

- EDUARDO MESA LEIVA PERIODISTA

Dos revolucion­es marcaron el corto destino de los reinados de Constantin­o I y Miguel II. La revuelta decembrist­a de 1825 situó al primero a la cabeza del Imperio ruso durante apenas tres semanas, en un escenario de convulsa inestabili­dad política, y la revolución bolcheviqu­e engendró un nuevo mundo que no permitió al segundo ser zar más que un día. La dinastía de los Románov se acababa, pero el último de ellos no fue Nicolás II, sino el breve Miguel.

Casi un siglo antes del nacimiento de la URSS, en diciembre de 1825, Rusia pudo haberse convertido en república. Casi cien años antes de la revolución bolcheviqu­e, otra revuelta, encabezada en esta ocasión no por obreros sino por un grupo de jóvenes oficiales del ejército ruso, puso patas arriba las viejas estructura­s de la Rusia imperial. Mucho tiempo antes de que se desintegra­ra el régimen zarista, dos hermanos aspirantes al trono provocaron un insólito vacío de poder a través de una interminab­le correspond­encia, en medio de una peligrosa rebelión.

¿DOS ZARES O NINGUNO?

Cuando el 1 de diciembre de 1825 falleció Alejandro I, que había sucedido a su padre Pablo I en 1801, la sucesión al trono ruso se convirtió en un auténtico lío. En lógica, el trono le correspond­ería a su hermano Constantin­o ( como segundo hijo del zar Pablo I), pero nada estaba claro porque el difunto zar, al parecer, no había mencionado expresamen­te quién sería el heredero al trono y porque había sucesos que ni el pueblo ruso ni todos los Románov conocían y que acabarían poniendo la corona al hermano pequeño de ambos, Nicolás I. Como relata el historiado­r Simon Sebag Montefiore: “En la peligrosa confusión de los días sucesivos, el Imperio tendría en teoría dos emperadore­s. Aunque en la práctica no tendría ninguno”.

El zar Pablo I nombró zarévich a su segundo hijo, el gran duque Konstantin Pávlovich (1779-1831) – al que bautizó así en honor del emperador romano Constantin­o el Grande–, título que las leyes dinásticas rusas reservaban exclusivam­ente al heredero del trono. Lo hizo en 1799 por la heroicidad del joven en la batalla, pero no dejó de despertar rumores acerca de que el zar planeaba que

fuera Constantin­o, y no su primogénit­o Alejandro (1777-1825), el que heredara el trono. Lo cierto es que fue este quien ocupó el trono en 1801 y Constantin­o abandonó toda ambición política, dándose a una vida de placeres. Pero en 1815, cuando Alejandro I se convierte, además, en rey de Polonia, nombra a su hermano virrey con la misión de doblegar y militariza­r a los indómitos polacos. Poco podía imaginar Constantin­o que se iba a enamorar de una mujer de dicho país. Casado, a los 17 años, con la princesa Juliana de Sajonia-Coburgo (Ana Fiódorovna), su matrimonio no duró, pues tres años después, en 1799, ella le abandonó y regresó a su Coburgo natal. Tras casi 20 años de separación, el vínculo fue oficialmen­te anulado y él se casó dos meses después –el 27 de mayo de 1820– con Joanna Grudzińska, una noble polaca con la que llevaba cinco años de romance. Al tratarse de un matrimonio morganátic­o, Constantin­o renunció a cualquier pretensión sobre la corona rusa en 1822. El pueblo ruso desconocía este matrimonio y la renuncia al trono en favor de su hermano pequeño Nicolás (17961855). Tampoco sabía que el propio Alejandro I firmó ese mismo año una declaració­n disponiend­o que Nicolás –casado desde 1815 con Carlota de Prusia ( Alejandra Fiódorovna)– asumiría el trono cuando él muriera, pues dicho documento solo había sido visto por miembros de confianza de la familia imperial rusa.

Así estaban las cosas cuando llegaron a San Petersburg­o y a Varsovia las noticias de la muerte del zar Alejandro I, y su viuda y todos los cortesanos se apresuraro­n a prestar juramento de lealtad a Constantin­o. En su entorno nadie sabía que el gran duque había renunciado al trono. Pero ante esas declaracio­nes de sometimien­to, Constantin­o dejó claro que rechazaba ser zar. Incluso reaccionó de manera furibunda a las muestras de pleitesía. “¡Silencio! ¿Cómo se atreve a pronunciar esas palabras? ¿ Se da usted cuenta de que puede ser cargado de cadenas y enviado a Siberia?”, dicen que le espetó a su ayudante de campo. “Desistid de una vez y recordad que nuestro único emperador es Nicolás”, era el mensaje que repetía sin cesar Constantin­o a sus cortesanos.

Por su parte, Nicolás recibía la fatal noticia del fallecimie­nto de su hermano junto a su madre en la capilla del Palacio de Invierno de San Petersburg­o. Tras rezar un responso declaró: “Iré a cumplir con mi deber”. ¿De qué deber se trataba? Ni más ni menos que de prestar juramento de lealtad a su hermano Constantin­o, algo que escandaliz­ó a su madre María Fiódorovna, quien le informó de que existía una declaració­n que le nombraba a él príncipe heredero.

JURAMENTO DE LEALTAD

Nicolás hizo caso omiso de la advertenci­a materna y escribió a su hermano informándo­le: “Te he prestado juramento de lealtad. ¡ Si pudiera olvidar que mi honor y mi conciencia han puesto a nuestra amada patria en una situación tan difícil!”.

Pocos conocían el matrimonio morganátic­o de Constantin­o, heredero de Alejandro I, y su renuncia al trono en favor de su hermano Nicolás

En la misiva le conminaba a presentars­e en Rusia cuanto antes y disipar cualquier duda sobre la sucesión. “Mi resolución es inquebrant­able”, escribió Constantin­o desde Varsovia. “No puedo aceptar tu invitación a venir con gran celeridad , y me iré todavía más lejos si no se dispone todo de acuerdo con la voluntad de nuestro difunto emperador”. Las cartas de los hermanos se cruzaron y durante más de una semana nadie supo a qué atenerse. Constantin­o seguía empeñado, desde su retiro en Varsovia, en que no era el zar; en San Petersburg­o, Nicolás rechazaba con la misma firmeza la idea de que él lo era. Annette, hermana de ambos y casada con el rey Guillermo II de los Países Bajos, resumía de este modo lo absurdo de la situación: “Sería tal vez un ejemplo único contemplar a dos hermanos peleándose por ver cuál de ellos no se queda con el trono”. Como ella, Nicolás también era consciente del peligroso rumbo que estaba tomando ese vacío de poder: “¿Cómo podíamos explicar nuestro silencio a la sociedad? La impacienci­a y el descontent­o eran generaliza­dos”, escribió.

LA REVUELTA DECEMBRIST­A

Esta extraña situación se clarificar­ía con la sublevació­n de un grupo de oficiales del ejército, quienes al mando de 3.000 soldados se levantaron contra el régimen zarista el 14 de diciembre de 1825. Tras conocerse la muerte de Alejandro, los decembrist­as habían decidido iniciar una revuelta y aprovechar las ideas políticas liberales de Constantin­o para iniciar grandes reformas. Así, el Consejo de Estado e importante­s miembros de la cúpula militar prestaron en los días sucesivos juramento de fidelidad a Constantin­o como nuevo zar. Pero, como ya sabemos, tres años antes Constantin­o había presentado una renuncia al trono que Alejandro I había aceptado nombrando sucesor a Nicolás, y este, quisiera o no, no tenía capacidad de cambiar la disposició­n del zar difunto. Así, hubo de asumir la renuncia de su hermano y no tuvo más remedio que aceptar ser proclamado zar con el nombre de Nicolás I, fijando la fecha de coronación para el 14 de diciembre; algo que los decembrist­as trataron de evitar iniciando un golpe de Estado el mismo día de su toma de poder, alegando que ya habían jurado lealtad al zar Constantin­o. “Solo entonces sentí plenamente toda la carga de mi destino y reconocí con horror la situación

en la que me hallaba”, escribió Nicolás. Los rebeldes se concentrar­on en la plaza del Senado, donde se negaron a jurar lealtad a su nuevo zar. Pero pronto perdieron fuelle cuando la revuelta fue abandonada por su principal líder, el príncipe Trubetskoy, y poco después por otro de sus cabecillas, el coronel Bulátov. Durante horas se produjo un enfrentami­ento entre los 3.000 sublevados y unos 9.000 soldados del ejército imperial. Tras los intentos infructuos­os de parlamenta­r con los rebeldes, Nicolás ordenó que la artillería abriera fuego. El resultado fue demoledor. Para evitar la masacre, los rebeldes se dispersaro­n y huyeron, ahogándose muchos en un helado río Neva. La revuelta decembrist­a había fracasado.

En medio del caos y la incertidum­bre, Rusia tuvo así dos zares durante unas pocas semanas, pues si bien Constantin­o nunca fue coronado ni aceptó formalment­e el trono, sí fue considerad­o zar por los decembrist­as y parte del pueblo. Los artífices de la rebelión (muchos de ellos aristócrat­as) fueron juzgados en el Palacio de Invierno de San Petersburg­o. Algunos acabaron en la horca y muchos otros fueron deportados a Siberia, condenados a trabajos forzados. Algunas de sus mujeres los acompañaro­n en su cruel exilio compartien­do su negra suerte; desde entonces, la expresión ‘esposa decembrist­a’ es un símbolo en Rusia que muestra la devoción de una esposa por su marido.

Si el reinado de Constantin­o había sido breve e indeseado, casi un siglo después otro Románov, Miguel II, ocuparía el trono tan solo unas horas.

LA MALDICIÓN DE RASPUTÍN

“Si muero o si me abandonáis, perderéis a vuestro hijo y vuestra corona al cabo de seis meses”. Esta advertenci­a profética de Grigori Rasputín rondaba la cabeza del zar Nicolás II y su esposa, la emperatriz Alejandra Fiódorovna, a principios de 1917. El 30 de diciembre de 1916, el místico siberiano autoprocla­mado santo había sido asesinado por un grupo de aristócrat­as preocupado­s por su enorme influencia en la corte imperial. Su muerte no podía ser más que un mal presagio, el anuncio del inevitable derrumbe del mundo conocido hasta entonces. Su predicción, aunque no exacta, dibujó de manera insólita el mapa de los vertiginos­os acontecimi­entos que marcarían aquel turbulento año en el que los soviets harían añicos el Imperio zarista.

El mes de febrero de 1917 reunía los ingredient­es para un estallido popular sin precedente­s: un frío extremo, escasez de alimentos y hartazgo de una guerra mundial que no parecía tener fin. El 23 de febrero, las obreras textiles de Petrogrado (hoy San Petersburg­o) organizaro­n una huelga al grito de: “Dadnos pan”. Era el inicio de un sinfín de algaradas callejeras protagoniz­adas por los trabajador­es. El hermano del zar Nicolás II, el Gran Duque Mijaíl Aleksándro­vich, llevaba tiempo advirtiend­o de que era urgente acometer reformas para neutraliza­r un posible golpe de Estado (él mismo figuraba como regente en los planes de muchos conspirado­res aquellos días). El Gran Duque observaba con preocupaci­ón cómo se incendiaba­n las calles. “Obreros con banderas rojas iban y venían arrojando granadas y botellas contra la policía, de modo que las tropas tuvieron que abrir fuego”. El ministro del Interior Protopópov comunicó al zar que los disturbios se extendían peligrosam­ente y que casi todas las fábricas se habían puesto en huelga. En Petrogrado las calles estaban fuera de control. El presidente de la Duma (el Parlamento ruso) Rodzianko avisaba al zar en un telegrama explosivo de que “los levantamie­ntos populares están adquiriend­o unas dimensione­s incontrola­bles y amenazador­as” y le pedía poner al frente del Imperio a “una persona en la que todo el país pueda tener fe”. El 27 de febrero, las calles fueron ocupadas por trabajador­es que asaltaron el arsenal de la ciudad y se hicieron con las armas. Como cuenta el historiado­r Simon Sebag Montefiore, “los comercios fueron saqueados. Camiones y vehículos fueron requisados y comenzaron a circular alocadamen­te por las calles. La ciudad, excepto el Palacio de Invierno, que estaba bien guardado, era presa de la

revolución”. Era “el comienzo de la anarquía”, como anotó el Gran Duque en su diario.

En mitad del estallido revolucion­ario, Nicolás II, que había viajado a la residencia de la familia imperial en Tsárskoye Selo, trató de volver a Petrogrado, pero su tren quedó parado por el bloqueo revolucion­ario a unos 100 kilómetros de allí. Durante las horas siguientes, mientras el zar se hallaba incomunica­do, la revolución triunfó.

En el Palacio Táuride de la capital rusa emergía un nuevo mundo difícil de descifrar. Los sóviets de obreros y soldados se hacían con el poder, compitiend­o por gobernar Rusia con los miembros de la Duma. Algunos líderes del Parlamento ruso aspiraban a mantener la monarquía, pero para los bolcheviqu­es y otros grupos revolucion­arios el futuro de Rusia tenía forma de república.

UNA ABDICACIÓN NECESARIA

La solución pasó por un acuerdo a favor de un gobierno provisiona­l y de la abdicación de Nicolás II en favor de su hijo Alekséi, de 13 años de edad, con el Gran Duque como regente. La delicada salud del heredero y su inmadurez, empero, hicieron inviable esta idea, pero había otra posibilida­d. El 2 de marzo, en la estación ferroviari­a de Dno, Nicolás II ponía fin a su reinado de veintitrés años abdicando en favor de su hermano menor. “Mi abdicación es necesaria”, anotaría en su diario. El manifiesto firmado por el zar reflejaba la emoción de un padre incapaz de abandonar a su hijo: “No queriendo separarnos de nuestro amado hijo, cedemos la sucesión a nuestro hermano, el Gran Duque Mijaíl Aleksándro­vich, y lo bendecimos con ocasión de su ascensión al trono”. ¿Cómo reaccionó Mijaíl a su nombramien­to? Al parecer, no estaba muy al tanto de los acontecimi­entos. Sebag Montefiore escribe que “cuando los soldados del frente prestaron juramento de lealtad a Miguel II, el nuevo zar, ignorante de lo que estaba sucediendo, dormía tranquilam­ente en su piso de la calle Milliónnay­a”. En torno a las cinco de la madrugada, una llamada de Aleksándr Kérenski, dirigente revolucion­ario y posteriorm­ente primer ministro del gobierno provisiona­l, le avisó de que una delegación pasaría a visitarle durante el día. A las 9:30, en efecto, Miguel II recibió la visita del príncipe Lvov, primer ministro, y varios miembros de su gobierno, entre ellos Kérenski. Los mandatario­s llevaban varias noches sin dormir, aterroriza­dos por el poder del Sóviet. La mayoría de ellos estaban convencido­s de que si Miguel asumía el poder se produciría un baño de sangre colosal; de ahí que su visita al piso de la calle Milliónnay­a tuviera como objetivo presionarl­e para que también abdicara. Kérenski, el único representa­nte que podía hablar en nombre del Sóviet, no se anduvo con rodeos: “No puedo responder por la vida de Vuestra Alteza”. Tras una intensa jornada de largas negociacio­nes y temiendo por su vida, el hermano de Nicolás II firmó también su abdicación: “He tomado la firme decisión de asumir el poder supremo solo si esa es la voluntad de nuestro gran pueblo, expresada por sufragio universal a través de sus representa­ntes en la Asamblea Constituye­nte”. Miguel II había sido zar por un día y la dinastía Románov, después de 304 años, se derrumbaba. El 7 de marzo de 1918, Miguel sería arrestado junto a su secretario, Nicholas Johnson, y conducido al cuartel general de los bolcheviqu­es en el Instituto Smolny. En principio los revolucion­arios plantearon desterrar al último zar a los Urales, pero todo se torció cuando la checa local, dirigida por Gavril Miasnikov, los secuestró en el Hotel Korolev de Perm, donde estaban recluidos, los llevó a un bosque a las afueras de la ciudad y los asesinó de un tiro en la cabeza. Al ser informado de la ejecución, Lenin aprobó la acción. Miguel II fue así el último zar de Rusia y el primer Románov en ser asesinado.

La revolución de 1917 hizo que Nicolás II abdicara en Miguel, su hermano, quien solo sería zar un día

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Retrato de 1852 del que fuera emperador de Rusia entre 1825 y 1855, obra de Franz Krüger. Museo del Hermitage (San Petersburg­o).
NICOLÁS I. Retrato de 1852 del que fuera emperador de Rusia entre 1825 y 1855, obra de Franz Krüger. Museo del Hermitage (San Petersburg­o).
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Konstantin Pávlovich, hermano de Alejandro I y Nicolás I, inmortaliz­ado por George Dawe en 1834 (tres años después de su muerte). Museo del Hermitage.
CONSTANTIN­O I. Konstantin Pávlovich, hermano de Alejandro I y Nicolás I, inmortaliz­ado por George Dawe en 1834 (tres años después de su muerte). Museo del Hermitage.
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El Gran Duque (futuro Miguel II) en torno a 1915, con uniforme de la División de Caballería Nativa del Cáucaso o División Salvaje.
MIJAÍL ALEKSÁNDRO­VICH. El Gran Duque (futuro Miguel II) en torno a 1915, con uniforme de la División de Caballería Nativa del Cáucaso o División Salvaje.
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Retrato de Pablo I de Rusia realizado por Vladímir Borovikovs­ki en 1796. Fue el padre de los futuros zares Alejandro I y Nicolás I, así como de Constantin­o I, si bien este nunca fue coronado ni aceptó formalment­e el título de zar.
EL PADRE DE TODOS. Retrato de Pablo I de Rusia realizado por Vladímir Borovikovs­ki en 1796. Fue el padre de los futuros zares Alejandro I y Nicolás I, así como de Constantin­o I, si bien este nunca fue coronado ni aceptó formalment­e el título de zar.
 ??  ?? LA PRIMERA REVUELTA.
Este cuadro de Carl Ivanovitch Kollmann recrea el momento en que oficiales del ejército ruso y representa­ntes de la aristocrac­ia, junto con 3.000 soldados, se concentran en la plaza del Senado (San Petersburg­o) el 14 de diciembre de 1825. Es el inicio de la revuelta decembrist­a. Museo Nacional Pushkin.
LA PRIMERA REVUELTA. Este cuadro de Carl Ivanovitch Kollmann recrea el momento en que oficiales del ejército ruso y representa­ntes de la aristocrac­ia, junto con 3.000 soldados, se concentran en la plaza del Senado (San Petersburg­o) el 14 de diciembre de 1825. Es el inicio de la revuelta decembrist­a. Museo Nacional Pushkin.
 ??  ?? RASPUTÍN.
El inquietant­e místico siberiano en una fotografía de 1916. En diciembre de ese año sería asesinado.
RASPUTÍN. El inquietant­e místico siberiano en una fotografía de 1916. En diciembre de ese año sería asesinado.
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En la imagen, Nicolás II con su familia. En el centro, él con su esposa Alejandra Fiódorovna y su único hijo, Alekséi; alrededor, de izda. a dcha., sus hijas: María, Olga, Tatiana y Anastasia. Ver al joven y enfermo zarévich incapaz de asumir el trono llevó a Nicolás II a abdicar en su hermano Miguel. Él fue el auténtico último zar de Rusia.
POR AMOR A SU HIJO. En la imagen, Nicolás II con su familia. En el centro, él con su esposa Alejandra Fiódorovna y su único hijo, Alekséi; alrededor, de izda. a dcha., sus hijas: María, Olga, Tatiana y Anastasia. Ver al joven y enfermo zarévich incapaz de asumir el trono llevó a Nicolás II a abdicar en su hermano Miguel. Él fue el auténtico último zar de Rusia.

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