Los zares rusos más fugaces
Dos revoluciones marcaron el corto destino de los reinados de Constantino I y Miguel II. La revuelta decembrista de 1825 situó al primero a la cabeza del Imperio ruso durante apenas tres semanas, en un escenario de convulsa inestabilidad política, y la revolución bolchevique engendró un nuevo mundo que no permitió al segundo ser zar más que un día. La dinastía de los Románov se acababa, pero el último de ellos no fue Nicolás II, sino el breve Miguel.
Casi un siglo antes del nacimiento de la URSS, en diciembre de 1825, Rusia pudo haberse convertido en república. Casi cien años antes de la revolución bolchevique, otra revuelta, encabezada en esta ocasión no por obreros sino por un grupo de jóvenes oficiales del ejército ruso, puso patas arriba las viejas estructuras de la Rusia imperial. Mucho tiempo antes de que se desintegrara el régimen zarista, dos hermanos aspirantes al trono provocaron un insólito vacío de poder a través de una interminable correspondencia, en medio de una peligrosa rebelión.
¿DOS ZARES O NINGUNO?
Cuando el 1 de diciembre de 1825 falleció Alejandro I, que había sucedido a su padre Pablo I en 1801, la sucesión al trono ruso se convirtió en un auténtico lío. En lógica, el trono le correspondería a su hermano Constantino ( como segundo hijo del zar Pablo I), pero nada estaba claro porque el difunto zar, al parecer, no había mencionado expresamente quién sería el heredero al trono y porque había sucesos que ni el pueblo ruso ni todos los Románov conocían y que acabarían poniendo la corona al hermano pequeño de ambos, Nicolás I. Como relata el historiador Simon Sebag Montefiore: “En la peligrosa confusión de los días sucesivos, el Imperio tendría en teoría dos emperadores. Aunque en la práctica no tendría ninguno”.
El zar Pablo I nombró zarévich a su segundo hijo, el gran duque Konstantin Pávlovich (1779-1831) – al que bautizó así en honor del emperador romano Constantino el Grande–, título que las leyes dinásticas rusas reservaban exclusivamente al heredero del trono. Lo hizo en 1799 por la heroicidad del joven en la batalla, pero no dejó de despertar rumores acerca de que el zar planeaba que
fuera Constantino, y no su primogénito Alejandro (1777-1825), el que heredara el trono. Lo cierto es que fue este quien ocupó el trono en 1801 y Constantino abandonó toda ambición política, dándose a una vida de placeres. Pero en 1815, cuando Alejandro I se convierte, además, en rey de Polonia, nombra a su hermano virrey con la misión de doblegar y militarizar a los indómitos polacos. Poco podía imaginar Constantino que se iba a enamorar de una mujer de dicho país. Casado, a los 17 años, con la princesa Juliana de Sajonia-Coburgo (Ana Fiódorovna), su matrimonio no duró, pues tres años después, en 1799, ella le abandonó y regresó a su Coburgo natal. Tras casi 20 años de separación, el vínculo fue oficialmente anulado y él se casó dos meses después –el 27 de mayo de 1820– con Joanna Grudzińska, una noble polaca con la que llevaba cinco años de romance. Al tratarse de un matrimonio morganático, Constantino renunció a cualquier pretensión sobre la corona rusa en 1822. El pueblo ruso desconocía este matrimonio y la renuncia al trono en favor de su hermano pequeño Nicolás (17961855). Tampoco sabía que el propio Alejandro I firmó ese mismo año una declaración disponiendo que Nicolás –casado desde 1815 con Carlota de Prusia ( Alejandra Fiódorovna)– asumiría el trono cuando él muriera, pues dicho documento solo había sido visto por miembros de confianza de la familia imperial rusa.
Así estaban las cosas cuando llegaron a San Petersburgo y a Varsovia las noticias de la muerte del zar Alejandro I, y su viuda y todos los cortesanos se apresuraron a prestar juramento de lealtad a Constantino. En su entorno nadie sabía que el gran duque había renunciado al trono. Pero ante esas declaraciones de sometimiento, Constantino dejó claro que rechazaba ser zar. Incluso reaccionó de manera furibunda a las muestras de pleitesía. “¡Silencio! ¿Cómo se atreve a pronunciar esas palabras? ¿ Se da usted cuenta de que puede ser cargado de cadenas y enviado a Siberia?”, dicen que le espetó a su ayudante de campo. “Desistid de una vez y recordad que nuestro único emperador es Nicolás”, era el mensaje que repetía sin cesar Constantino a sus cortesanos.
Por su parte, Nicolás recibía la fatal noticia del fallecimiento de su hermano junto a su madre en la capilla del Palacio de Invierno de San Petersburgo. Tras rezar un responso declaró: “Iré a cumplir con mi deber”. ¿De qué deber se trataba? Ni más ni menos que de prestar juramento de lealtad a su hermano Constantino, algo que escandalizó a su madre María Fiódorovna, quien le informó de que existía una declaración que le nombraba a él príncipe heredero.
JURAMENTO DE LEALTAD
Nicolás hizo caso omiso de la advertencia materna y escribió a su hermano informándole: “Te he prestado juramento de lealtad. ¡ Si pudiera olvidar que mi honor y mi conciencia han puesto a nuestra amada patria en una situación tan difícil!”.
Pocos conocían el matrimonio morganático de Constantino, heredero de Alejandro I, y su renuncia al trono en favor de su hermano Nicolás
En la misiva le conminaba a presentarse en Rusia cuanto antes y disipar cualquier duda sobre la sucesión. “Mi resolución es inquebrantable”, escribió Constantino desde Varsovia. “No puedo aceptar tu invitación a venir con gran celeridad , y me iré todavía más lejos si no se dispone todo de acuerdo con la voluntad de nuestro difunto emperador”. Las cartas de los hermanos se cruzaron y durante más de una semana nadie supo a qué atenerse. Constantino seguía empeñado, desde su retiro en Varsovia, en que no era el zar; en San Petersburgo, Nicolás rechazaba con la misma firmeza la idea de que él lo era. Annette, hermana de ambos y casada con el rey Guillermo II de los Países Bajos, resumía de este modo lo absurdo de la situación: “Sería tal vez un ejemplo único contemplar a dos hermanos peleándose por ver cuál de ellos no se queda con el trono”. Como ella, Nicolás también era consciente del peligroso rumbo que estaba tomando ese vacío de poder: “¿Cómo podíamos explicar nuestro silencio a la sociedad? La impaciencia y el descontento eran generalizados”, escribió.
LA REVUELTA DECEMBRISTA
Esta extraña situación se clarificaría con la sublevación de un grupo de oficiales del ejército, quienes al mando de 3.000 soldados se levantaron contra el régimen zarista el 14 de diciembre de 1825. Tras conocerse la muerte de Alejandro, los decembristas habían decidido iniciar una revuelta y aprovechar las ideas políticas liberales de Constantino para iniciar grandes reformas. Así, el Consejo de Estado e importantes miembros de la cúpula militar prestaron en los días sucesivos juramento de fidelidad a Constantino como nuevo zar. Pero, como ya sabemos, tres años antes Constantino había presentado una renuncia al trono que Alejandro I había aceptado nombrando sucesor a Nicolás, y este, quisiera o no, no tenía capacidad de cambiar la disposición del zar difunto. Así, hubo de asumir la renuncia de su hermano y no tuvo más remedio que aceptar ser proclamado zar con el nombre de Nicolás I, fijando la fecha de coronación para el 14 de diciembre; algo que los decembristas trataron de evitar iniciando un golpe de Estado el mismo día de su toma de poder, alegando que ya habían jurado lealtad al zar Constantino. “Solo entonces sentí plenamente toda la carga de mi destino y reconocí con horror la situación
en la que me hallaba”, escribió Nicolás. Los rebeldes se concentraron en la plaza del Senado, donde se negaron a jurar lealtad a su nuevo zar. Pero pronto perdieron fuelle cuando la revuelta fue abandonada por su principal líder, el príncipe Trubetskoy, y poco después por otro de sus cabecillas, el coronel Bulátov. Durante horas se produjo un enfrentamiento entre los 3.000 sublevados y unos 9.000 soldados del ejército imperial. Tras los intentos infructuosos de parlamentar con los rebeldes, Nicolás ordenó que la artillería abriera fuego. El resultado fue demoledor. Para evitar la masacre, los rebeldes se dispersaron y huyeron, ahogándose muchos en un helado río Neva. La revuelta decembrista había fracasado.
En medio del caos y la incertidumbre, Rusia tuvo así dos zares durante unas pocas semanas, pues si bien Constantino nunca fue coronado ni aceptó formalmente el trono, sí fue considerado zar por los decembristas y parte del pueblo. Los artífices de la rebelión (muchos de ellos aristócratas) fueron juzgados en el Palacio de Invierno de San Petersburgo. Algunos acabaron en la horca y muchos otros fueron deportados a Siberia, condenados a trabajos forzados. Algunas de sus mujeres los acompañaron en su cruel exilio compartiendo su negra suerte; desde entonces, la expresión ‘esposa decembrista’ es un símbolo en Rusia que muestra la devoción de una esposa por su marido.
Si el reinado de Constantino había sido breve e indeseado, casi un siglo después otro Románov, Miguel II, ocuparía el trono tan solo unas horas.
LA MALDICIÓN DE RASPUTÍN
“Si muero o si me abandonáis, perderéis a vuestro hijo y vuestra corona al cabo de seis meses”. Esta advertencia profética de Grigori Rasputín rondaba la cabeza del zar Nicolás II y su esposa, la emperatriz Alejandra Fiódorovna, a principios de 1917. El 30 de diciembre de 1916, el místico siberiano autoproclamado santo había sido asesinado por un grupo de aristócratas preocupados por su enorme influencia en la corte imperial. Su muerte no podía ser más que un mal presagio, el anuncio del inevitable derrumbe del mundo conocido hasta entonces. Su predicción, aunque no exacta, dibujó de manera insólita el mapa de los vertiginosos acontecimientos que marcarían aquel turbulento año en el que los soviets harían añicos el Imperio zarista.
El mes de febrero de 1917 reunía los ingredientes para un estallido popular sin precedentes: un frío extremo, escasez de alimentos y hartazgo de una guerra mundial que no parecía tener fin. El 23 de febrero, las obreras textiles de Petrogrado (hoy San Petersburgo) organizaron una huelga al grito de: “Dadnos pan”. Era el inicio de un sinfín de algaradas callejeras protagonizadas por los trabajadores. El hermano del zar Nicolás II, el Gran Duque Mijaíl Aleksándrovich, llevaba tiempo advirtiendo de que era urgente acometer reformas para neutralizar un posible golpe de Estado (él mismo figuraba como regente en los planes de muchos conspiradores aquellos días). El Gran Duque observaba con preocupación cómo se incendiaban las calles. “Obreros con banderas rojas iban y venían arrojando granadas y botellas contra la policía, de modo que las tropas tuvieron que abrir fuego”. El ministro del Interior Protopópov comunicó al zar que los disturbios se extendían peligrosamente y que casi todas las fábricas se habían puesto en huelga. En Petrogrado las calles estaban fuera de control. El presidente de la Duma (el Parlamento ruso) Rodzianko avisaba al zar en un telegrama explosivo de que “los levantamientos populares están adquiriendo unas dimensiones incontrolables y amenazadoras” y le pedía poner al frente del Imperio a “una persona en la que todo el país pueda tener fe”. El 27 de febrero, las calles fueron ocupadas por trabajadores que asaltaron el arsenal de la ciudad y se hicieron con las armas. Como cuenta el historiador Simon Sebag Montefiore, “los comercios fueron saqueados. Camiones y vehículos fueron requisados y comenzaron a circular alocadamente por las calles. La ciudad, excepto el Palacio de Invierno, que estaba bien guardado, era presa de la
revolución”. Era “el comienzo de la anarquía”, como anotó el Gran Duque en su diario.
En mitad del estallido revolucionario, Nicolás II, que había viajado a la residencia de la familia imperial en Tsárskoye Selo, trató de volver a Petrogrado, pero su tren quedó parado por el bloqueo revolucionario a unos 100 kilómetros de allí. Durante las horas siguientes, mientras el zar se hallaba incomunicado, la revolución triunfó.
En el Palacio Táuride de la capital rusa emergía un nuevo mundo difícil de descifrar. Los sóviets de obreros y soldados se hacían con el poder, compitiendo por gobernar Rusia con los miembros de la Duma. Algunos líderes del Parlamento ruso aspiraban a mantener la monarquía, pero para los bolcheviques y otros grupos revolucionarios el futuro de Rusia tenía forma de república.
UNA ABDICACIÓN NECESARIA
La solución pasó por un acuerdo a favor de un gobierno provisional y de la abdicación de Nicolás II en favor de su hijo Alekséi, de 13 años de edad, con el Gran Duque como regente. La delicada salud del heredero y su inmadurez, empero, hicieron inviable esta idea, pero había otra posibilidad. El 2 de marzo, en la estación ferroviaria de Dno, Nicolás II ponía fin a su reinado de veintitrés años abdicando en favor de su hermano menor. “Mi abdicación es necesaria”, anotaría en su diario. El manifiesto firmado por el zar reflejaba la emoción de un padre incapaz de abandonar a su hijo: “No queriendo separarnos de nuestro amado hijo, cedemos la sucesión a nuestro hermano, el Gran Duque Mijaíl Aleksándrovich, y lo bendecimos con ocasión de su ascensión al trono”. ¿Cómo reaccionó Mijaíl a su nombramiento? Al parecer, no estaba muy al tanto de los acontecimientos. Sebag Montefiore escribe que “cuando los soldados del frente prestaron juramento de lealtad a Miguel II, el nuevo zar, ignorante de lo que estaba sucediendo, dormía tranquilamente en su piso de la calle Milliónnaya”. En torno a las cinco de la madrugada, una llamada de Aleksándr Kérenski, dirigente revolucionario y posteriormente primer ministro del gobierno provisional, le avisó de que una delegación pasaría a visitarle durante el día. A las 9:30, en efecto, Miguel II recibió la visita del príncipe Lvov, primer ministro, y varios miembros de su gobierno, entre ellos Kérenski. Los mandatarios llevaban varias noches sin dormir, aterrorizados por el poder del Sóviet. La mayoría de ellos estaban convencidos de que si Miguel asumía el poder se produciría un baño de sangre colosal; de ahí que su visita al piso de la calle Milliónnaya tuviera como objetivo presionarle para que también abdicara. Kérenski, el único representante que podía hablar en nombre del Sóviet, no se anduvo con rodeos: “No puedo responder por la vida de Vuestra Alteza”. Tras una intensa jornada de largas negociaciones y temiendo por su vida, el hermano de Nicolás II firmó también su abdicación: “He tomado la firme decisión de asumir el poder supremo solo si esa es la voluntad de nuestro gran pueblo, expresada por sufragio universal a través de sus representantes en la Asamblea Constituyente”. Miguel II había sido zar por un día y la dinastía Románov, después de 304 años, se derrumbaba. El 7 de marzo de 1918, Miguel sería arrestado junto a su secretario, Nicholas Johnson, y conducido al cuartel general de los bolcheviques en el Instituto Smolny. En principio los revolucionarios plantearon desterrar al último zar a los Urales, pero todo se torció cuando la checa local, dirigida por Gavril Miasnikov, los secuestró en el Hotel Korolev de Perm, donde estaban recluidos, los llevó a un bosque a las afueras de la ciudad y los asesinó de un tiro en la cabeza. Al ser informado de la ejecución, Lenin aprobó la acción. Miguel II fue así el último zar de Rusia y el primer Románov en ser asesinado.
La revolución de 1917 hizo que Nicolás II abdicara en Miguel, su hermano, quien solo sería zar un día