ESPAÑA EN 1930
Una breve instantánea muestra que, en 1930, la mitad de los españoles trabajaba en el campo, una cuarta parte en la industria y otra cuarta parte en los servicios. Tal era el atraso, que resultaría complejo determinar qué fue más importante para la economía española y para la caída de la monarquía, si el Crac del 29 o la pésima cosecha de 1930. Así estaban las cosas entonces. Y es que el crecimiento anual del PIB durante la II República parece más relacionado con los años de buenas cosechas – 1932 y 1934– que con cualquier otra variable. 20 de los 23,6 millones de españoles vivían en el campo – y casi dos de los tres millones y medio de urbanitas se concentraban en Barcelona y Madrid–; o, mejor dicho, sobrevivían, porque la tasa de desempleo era insoportablemente alta cuando la monarquía se desvaneció en 1931: unos 390.000 desempleados. Situación que la República no solo no fue capaz de mejorar, sino que empeoró considerablemente, pues para 1936 el desempleo había aumentado un 70% hasta alcanzar los 670.000 parados. Para aquellos que estaban empleados la situación no era mucho mejor, pues las condiciones laborales, económicas y sociales fueron deplorables hasta cuando la legislación les favoreció, ya que esta no siempre se cumplió.
antirrepublicana. De desmontarla como entonces en Europa se estaba haciendo, como paso previo a regímenes atroces.
De hecho, en represalia por la caída del régimen monárquico y ante el riesgo de perder sus privilegios, no fueron pocos los patrones que, en el campo o en las fábricas, se negaron a dar trabajo, especialmente a quienes pertenecieran a sindicatos o partidos políticos ‘subversivos’; no fueron pocos los que incumplieron las recién aprobadas medidas laborales, ni tampoco los que empobrecieron a los trabajadores todo cuanto estuvo en su mano, más de lo que ya lo estaban, incluso dejando de labrar el campo. Todo ello con el objeto de volver a conseguir su sumisión y de eliminar a las organizaciones y los partidos obreros y socialistas que tanto perjudicaban a sus intereses. Cuando la izquierda perdió el gobierno, la CEDA, entre discurso fascista y discurso antidemocrático, dedicó el tiempo que sostuvo el gobierno de los radicales, un bienio, a desmontar todo cuanto pudo, mientras estos últimos arramblaron hasta con las tuberías –por ejemplo, la Ley de la Reforma Agraria de 1935 reemplazaría a la de 1932, la cual fue repuesta en 1936–. Una simbiosis perfecta. Un pacto de regresión y corrupción que duró hasta que la situación fue tan escandalosa que resultó imposible su continuidad y tuvieron que ser convocadas nuevas elecciones. Elecciones en las que la izquierda no volvió a cometer el error que permitió a la derecha ganar en 1933 y se impuso mediante el Frente Popular. Seguramente, para entonces la suerte estaba echada.
Por otra parte, no podemos afirmar que existiera un vigoroso movimiento fascista español hasta el comienzo de la contienda, aun cuando se produjeron movimientos antidemocráticos de gran virulencia que pretendieron como último fin derrocar la República. Fueron impulsados inicialmente por las oligarquías privilegiadas y, con el paso de los años, también por parte de la clase media y de otros sectores sociales, lo que indica que la II República no supo o no pudo satisfacer a una parte considerable de la población, o no supo o no pudo contrarrestar el relato de las derechas antidemocráticas y antirrepublicanas. Y, aunque hubo numerosos grupos radicales en la derecha española –como Acción Española y Renovación Española, monárquicos alfonsinos; los tradicionalistas carlistas; Acción Nacional, Acción Popular y las Juventudes de Acción Popular, en la derecha católica; las JONS y Falange, fascistas; el Partido Nacionalista Español, o una parte considerable del Ejército–, lo cierto es que por lo general se mantuvieron en la marginalidad. Finalmente, debemos mencionar – no se puede obviar– que hay autores que responsabilizan a los dirigentes republicanos del primer bienio de esta radicalización, pues entienden que la II República fue un período carente de legitimidad debido a que una parte de la población no mantuvo la obediencia y el acatamiento de las leyes y se lanzó a una insurrección social en la que la República quedó identificada con las ideas izquierdistas. Ciertamente, parece improbable que las élites hubieran impulsado una dinámica radical en el caso de contar con un gobierno que hubiera mantenido al país en las mismas condiciones de pobreza, desigualdad, analfabetismo, desempleo o atraso que las existentes en el año 1930.
Hubo grupos radicales de derechas, pero no un movimiento fascista vigoroso hasta el inicio de la guerra
LOS REVOLUCIONARIOS
Los movimientos en el seno de la izquierda, con las luchas dentro del PSOE y de la UGT entre los partidarios de Indalecio Prieto y los de Largo Caballero, entre los moderados y los radicales, entre los que esperaban alcanzar la mejora de la clase trabajadora con paciencia y los que la requerían con urgencia, entre los que confiaban en que la democracia proveyera y los que entendían que solo un régimen autoritario podía responder a las necesidades del proletariado, quedaron condicionados por la situación global. Porque las batallas internas de la izquierda –principalmente, PSOE, UGT y CNT y el anarquismo–, y sus resultados, fueron determinantes en el devenir de la República y en el posicionamiento del resto de grupos, de la misma manera que el devenir de la República y el posicionamiento del resto de grupos fueron determinantes en lo que aconteció en las entrañas de la izquierda. Así, la moderación prevaleció en el primer bienio reformador y la impaciencia se impuso durante el bienio deconstructivo. He ahí octubre de 1934, Asturias.
Por todo ello, los avances conseguidos en los dos primeros años de la II República permitieron a los moderados sostener la confrontación en los partidos políticos izquierdistas y sindicales, mientras que el retroceso en los siguientes dos años fue determinante para la radicalización de la izquierda y el auge de sectores cada vez más tendentes a posiciones violentas o autoritarias, lo que a su vez fue esencial para lo que aconteció en 1936 tras la victoria del Frente Popular. Y, sobre todo, para impulsar y hasta legitimar el sabotaje institucional de la derecha, cada vez más antidemocrática y antirrepublicana y cada vez más cercana al golpe militar. Un círculo vicioso, una corriente de Coriolis que movilizó a todos los sectores hacia una radicalización que terminó dinamitando la II República con una guerra, principalmente deseada por la derecha española, la gran perdedora de las elecciones de 1936. Ello a pesar de la violenta presión que impuso, o precisamente por ello, ya que llegaron a ser perseguidos ciudadanos por leer diarios socialistas o por repartir propaganda de izquierda e incluso fueron tiroteados oradores de mítines del Frente Popular, e interventores de izquierdas tuvieron que firmar actas electorales falsas a la fuerza.
Fue la frustración un elemento clave en la radicalización de la izquierda. Frustración debida a que los propietarios pretendían jornadas interminables por cada vez menos salario, o incluso no pagar, lo que provocó innumerables denuncias en los sindicatos socialistas y anarquistas; porque aquellos que estuvieron afiliados a organizaciones sindicales no patronales, tanto más sus cabecillas, no fueron contratados; porque los propietarios crearon sindicatos afines y presionaron para que los trabajadores se afiliasen a ellos, aunque fuera en condiciones miserables, obligándolos a elegir entre miseria o nada. En definitiva, fueron las persecuciones, las amenazas y las marginaciones, junto al desmantelamiento e incumplimiento de la legislación, especialmente la laboral, las razones del aumento de la fragmentación social y la radicalización en la izquierda, lo que empeoró con el aumento del desempleo, al que la II República no fue capaz de aportar solución, y la pobreza extrema.