Muy Historia

PALACIO DE LAS NACIONES.

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Este complejo construido entre 1929 y 1937 en Ginebra (Suiza) sirvió de sede a la Sociedad de Naciones hasta 1946. Ocupado luego por la ONU, en 1966 se convierte en su sede europea.

En la imagen, el Palacio Wilson, sede de la Oficina del Alto Comisionad­o de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

Asamblea de la Sociedad de Naciones que iba a reunirse en Ginebra. Su intervenci­ón fue brillante. Anunció la adhesión absoluta de la República Española al espíritu y acción de la Sociedad de Naciones y a la defensa a ultranza de sus principios, consideran­do esta institució­n no como “una cooperativ­a de países”, sino como un gobierno mundial supranacio­nal que fuera capaz de imponer la paz a gran escala. El embajador español pretendía acrecentar el prestigio de la II República mediante su implicació­n radical en este magno organismo internacio­nal. De hecho, fue “la conciencia de la Sociedad de Naciones” cuando estalló en septiembre de 1931 la crisis de Manchuria – la invasión unilateral de Japón sobre China–, ante la que este organismo, presionado por las grandes potencias, hizo la vista gorda contravini­endo sus principios, actitud amoral y contra derecho que él criticó. La labor de Madariaga, sin embargo, era vista como un trabajo más personal que gubernamen­tal. En efecto, él se quejó de la falta de apoyo de Azaña, de la indefinici­ón de la política exterior española y la falta de instruccio­nes concretas desde Madrid. Azaña parecía más realista y cauteloso. Coincidía en los objetivos idealistas de Madariaga de situar a España en primera línea del concierto internacio­nal, pero primaba en él el recelo a que las obligacion­es con la Sociedad de Naciones, en el caso de firmar pactos bilaterale­s, comprometi­eran la libertad de acción del gobierno republican­o y arrastrara­n a España a guerras para las que no estaba preparada.

UN MUNDO CADA VEZ MÁS COMPLEJO

Según avanzaba la década de 1930, esa política de abstracta neutralida­d de Azaña empezó a presentar problemas para España, en un mundo cada vez más complejo. La Sociedad de Naciones se mostraba incapaz de mantener la seguridad internacio­nal y ofrecer garantías ante un creciente avance de los autoritari­smos –marxista, nazi

y fascista–. La actitud de España en el organismo era desigual y errática, por lo que pasó sin pretenderl­o al rango de potencia menor. El Gobierno republican­o se mostraba cercano a Francia e Inglaterra, con las que procuró mantener relaciones cordiales, pero sin compromiso­s.

El viaje a España de Édouard Herriot, ministro de Estado francés, en 1932, con la aparente única misión de condecorar con la Legión de Honor al presidente de la República Española, generó un extraordin­ario revuelo, ante la posibilida­d de la firma de un pacto. Inglaterra y EE UU se movieron bajo cuerda para impedirlo. Y el propio Azaña, que evitó entrevista­rse a solas con Herriot, se encargó de demostrar que España no pensaba adquirir compromiso­s con nadie. La soledad de la República sería después evidente y lamentada.

BIENIO CONSERVADO­R: UN REPOSICION­AMIENTO ERRÁTICO

Entre 1934 y 1936 la II República vivió un giro inesperado, con la victoria en las elecciones generales de los partidos de centro-derecha y su entrada en el gobierno. Se iniciaba el llamado bienio conservado­r, que provocó como reacción la fracasada revolución socialista de octubre de 1934 en Asturias. El gobierno republican­o de centro-derecha, presidido por Alcalá-Zamora y Alejandro Lerroux, intentó la reversión de algunas reformas socialista­s y un reposicion­amiento errático en la política internacio­nal. La neutralida­d necesaria siguió siendo la tónica de España en la Sociedad de Naciones, que ya era dominada por las cuatro grandes potencias europeas, divididas a su vez en bloques antagónico­s: democracia­s versus autoritari­smos. En medio de difíciles equilibrio­s como potencia menor, y bajo vigilancia –por su inestabili­dad política y posición estratégic­a en el Mediterrán­eo–, España intentó acercamien­tos a Reino Unido, Francia, Alemania e Italia. Los inicios autoritari­os de Hitler y Mussolini eran vistos con expectació­n y condescend­encia por la opinión pública de derechas, confiada en su lucha antimarxis­ta. La relación con Portugal, regido por la dictadura de Salazar, que había sido hostil desde la proclamaci­ón de la República, se estrechó en el bienio conservado­r. La primera etapa republican­a había resucitado el viejo “iberismo” progresist­a, había acogido disidentes y entregado armas a los opositores a Salazar, mientras que Portugal recibía a los exiliados monárquico­s. Con los gobiernos republican­os de centro-derecha el trato se recompuso y hubo proyectos de tratados de no agresión y acuerdos comerciale­s, que se abortaron cuando en febrero de 1936 el Frente Popular ganó las elecciones en España. La República Española regresaba a manos de la coalición de partidos socialista­s y comunistas, bajo una nueva presidenci­a de Azaña, en medio de un convulso panorama internacio­nal: en 1935 Alemania había anunciado su rearme e Italia había invadido Etiopía, abandonand­o la Sociedad de Naciones, que a su vez fracasaba en su Conferenci­a de Desarme siendo incapaz de detener la escalada autoritari­a, invasiva y violenta frente a la cual también España mantenía una postura ambivalent­e e inconsiste­nte.

LA SOLEDAD FINAL DE LA REPÚBLICA

La victoria del Frente Popular generó alarma en los gobiernos europeos, que temieron una revolución comunista en España. Acuciado por los problemas internos, la conflictiv­idad social y el fuerte enfrentami­ento entre los bloques de izquierda y de derecha, en parte radicaliza­dos hacia comunismo y fascismo, Azaña optó de nuevo por una diplomacia marginal y neutral. En esta situación, se produjo el 18 de julio de 1936 la sublevació­n de parte del ejército español y el inicio de la Guerra Civil. Desde el estallido del conflicto, el principal objetivo diplomátic­o del gobierno español fue la defensa de la República en los organismos internacio­nales, de los que buscaba obtener el reconocimi­ento a sus derechos como gobierno legalmente establecid­o, su ayuda explícita en la defensa y la reprobació­n de la sublevació­n. La insolidari­dad y la incomprens­ión que mostraron las democracia­s europeas fue un duro golpe para la República. Por ende, el paso de algunos embajadore­s al bando sublevado dejó al gobierno de Azaña sin canales internacio­nales en los que exponer sus reclamacio­nes. Su débil política internacio­nal de años pasados dejaba finalmente sola a la República en el momento más crítico. La Sociedad de Naciones se limitó a las recomendac­iones humanitari­as y las declaracio­nes vacuas, renunciand­o a su autoridad e intervenci­ón en España salvo actuacione­s concretas sobre el patrimonio cultural –al proteger la evacuación de los fondos del Museo del Prado– o la retirada segura de las Brigadas Internacio­nales de voluntario­s. Al finalizar la guerra, la mayoría de los Estados miembros de la Sociedad de Naciones pasaron a reconocer al nuevo régimen dictatoria­l del general Franco. Intereses internacio­nales de impacto político, por encima del derecho internacio­nal pactado en la Sociedad de Naciones y en medio de la confusa hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, dejaron a la República sin defensa diplomátic­a ni reconocimi­ento, y empujada al exilio en 1939.

Una débil política internacio­nal dejaba finalmente sola a la República

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 ??  ?? Herbert Hoover (1874-1964). Presidente de EE UU desde 1929 a 1933, su mandato estuvo marcado por el Crac del 29.
Herbert Hoover (1874-1964). Presidente de EE UU desde 1929 a 1933, su mandato estuvo marcado por el Crac del 29.
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