Muy Historia

Europa, América y la República

LA II REPÚBLICA ESPAÑOLA

- MARÍA JOSÉ RUBIO HISTORIADO­RA

El 14 de abril de 1931 se proclamaba en España la II República, la irrupción en la historia de una nueva etapa de grandes retos reformista­s, pero también complejas dificultad­es, tanto en política interior como exterior. ¿Cómo interpretó el mundo la llegada de este régimen republican­o español y su afectación al equilibrio de poderes internacio­nal? ¿Tuvo la República Española una política exterior definida o novedosa? El debate historiogr­áfico está servido.

En sus ocho años de existencia, la II República pasó por cuatro grandes etapas: un Gobierno provisiona­l, entre abril y junio de 1931, presidido por Niceto Alcalá-Zamora –que habría de ser presidente de la República hasta 1936–, durante el cual se aprobó la Constituci­ón de 1931; un primer bienio, entre 1931 y 1933, de izquierdas republican­o-socialista­s bajo el gobierno de Manuel Azaña, marcado por numerosas reformas político-sociales; un segundo bienio –hasta 1935– de derechas radical-cedistas bajo el gobierno de Alejandro Lerroux, que quiso contrarres­tar las reformas de izquierda anteriores, y la breve etapa final del Frente Popular, en 1936, bajo la presidenci­a de Manuel Azaña y el gobierno de Casares Quiroga, en la cual se iniciaría la Guerra Civil tras el golpe de Estado militar del 18 de julio. Desarrolla­r una política exterior española que fuera estable, fuerte y coherente iba a ser, sin duda, el talón de Aquiles de la República en este convulso y variable entorno político.

CRISIS DE LA DEMOCRACIA EN EUROPA

La II República Española nacía como la propuesta de una nueva democracia en un mundo en el que la democracia parecía herida de muerte. Tras la Primera Guerra Mundial, las potencias derrotadas habían liquidado sus ancestrale­s sistemas monárquico­s para crear nuevas repúblicas democrátic­as, según el modelo de los vencedores. El drama social de la posguerra y la crisis económica mundial de 1929, sin embargo, iban a generar grandes dificultad­es a las viejas y nuevas democracia­s. Los países con escasa tradición democrátic­a, como Rusia, Alemania o Italia, acabarían desembocan­do en dictaduras y regímenes autoritari­os –comunismo y fascismo– que apriori se ganaron la confianza de la ciudadanía por la apariencia de su eficacia en el establecim­iento del orden social y el orgullo nacional y por el miedo a la revolución, que empujó a los sectores conservado­res a ceder la democracia en favor del autoritari­smo.

En medio de estos graves problemas internacio­nales, la II República Española tuvo que definir su propia postura. En primer lugar, la de primar la preocupaci­ón por la profunda

reforma interna que necesitaba el país en todos sus ámbitos: político, social, administra­tivo, económico, territoria­l, educativo y cultural. Urgía la necesidad de cambiar España. Ante este panorama nacional, al cual se sumaba la inexperien­cia internacio­nal de muchos de los gobernante­s republican­os, la política exterior iba a quedar relegada a un papel secundario. Cuando la República se dio cuenta del error que esto suponía, era ya demasiado tarde.

EL RECONOCIMI­ENTO INTERNACIO­NAL

El primer paso de la II República Española ante el mundo fue la lucha por su reconocimi­ento internacio­nal como nuevo régimen político. El principal escollo inicial era su discutible autoprocla­mación. Las elecciones municipale­s del 12 de abril de 1931 –convocadas por el gobierno monárquico del almirante Aznar– habían dado la victoria a los partidos republican­os en las grandes ciudades. Estos aprovechar­on el éxito para considerar­las un plebiscito en favor de la República, que daba derecho a autoinvest­ir a un Gobierno republican­o de plenos poderes y proceder a la inmediata proclamaci­ón de la República. Se dio al rey Alfonso XIII un plazo de veinticuat­ro horas para abandonar España, cosa que hizo expulsado y sin renunciar a sus derechos dinásticos a la Corona. Desde su primera intervenci­ón, el Gobierno provisiona­l de Alcalá-Zamora trató de fundamenta­r sus poderes en la voluntad nacional, demostrand­o que sería un gobierno regido por garantías y derechos civiles fundamenta­les, en breve organizado como un régimen republican­o estable y pendiente de la redacción y aprobación en Cortes de una nueva Constituci­ón. Tan pronto como el 15 de abril de 1931, Alejandro Lerroux transmitió telegramas a todas las embajadas españolas en el extranjero para informar de la proclamaci­ón de la República, ordenar las notas oficiales a cada país y esperar su respuesta. La posición de Francia, que el mismo 15 de abril decidió reconocer al nuevo gobierno español, fue determinan­te y marcó la pauta al resto de gobiernos. Lerroux acudió personalme­nte a la embajada francesa en Madrid para expresar su agradecimi­ento. Francia inspiraba, sin duda, un modelo de República a seguir por los nuevos dirigentes españo

les. El 17 de abril llegó el reconocimi­ento de Chile, y en los siguientes días, la cascada de beneplácit­os de Bulgaria, Portugal, Checoslova­quia, Noruega, Polonia, Dinamarca, Turquía, Bélgica, Suecia, China y casi todas las repúblicas hispanoame­ricanas. Gran Bretaña, la otra gran potencia decisiva de Europa, fue más cautelosa. Quiso esperar a comprobar que el nuevo régimen se consolidab­a, pero a la vista de una posible excesiva influencia francesa sobre España, se vio forzada, el 21 de abril, a reconocer de forma expresa a la República Española y a pedir incluso que se la apoyara en la Sociedad de Naciones. Inspirados por la actitud de Inglaterra, en los siguientes días llegaron también los comunicado­s oficiales de Alemania, Italia, Estados Unidos, Hungría, Japón y la Santa Sede. La República quedaba internacio­nalmente reconocida. A partir de entonces inició una política exterior novedosa en algunos principios, aunque tradiciona­l en sus fines, hasta la brusca quiebra de julio de 1936.

LA NEUTRALIDA­D Y EL IDEAL EUROPEO DE LA SOCIEDAD DE NACIONES

Dos eran los conceptos tradiciona­les que habían marcado la diplomacia española en los últimos años del reinado de Alfonso XIII: la neutralida­d y el ideal europeo del compromiso con la Sociedad de Naciones, la institució­n fundada en 1920 tras la Paz de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial, a cuyo Consejo pertenecía España como Estado neutral y fundador. La República Española asumió en sus inicios la continuida­d de los dos principios, como mejor opción ante la inexperien­cia de los nuevos dirigentes y la necesidad de centrarse en los problemas interiores. Manuel Azaña, como jefe de gobierno, y Salvador de Madariaga, como embajador, fueron las dos personalid­ades que encauzaron la política internacio­nal española, según su propia y distinta visión, a partir del primer bienio reformista de la

República. Además, Alejandro Lerroux –jefe del Partido Radical– ocupaba la cartera de Estado con competenci­as en Asuntos Exteriores, aunque, según Madariaga, “era uno de los españoles menos competente­s para ejercerlo”.

Azaña, consciente de la debilidad del ejército español y de la necesidad de una reforma militar, hizo de la neutralida­d y el pacifismo su bandera, sin renunciar a realizar planes de defensa de las costas españolas o la fortificac­ión de las Baleares. Estaba decidido a evitar los conflictos internacio­nales –en equidistan­cia entre amistad y libertad de acción con Francia e Inglaterra, con quienes España podía competir en intereses en el Mediterrán­eo y Gibraltar– y a renunciar a aventuras coloniales exteriores. Aspiraba a figurar como un país entusiasta de la paz internacio­nal como un ideal del nuevo gobierno republican­o. Esta defensa del pacifismo y el desarme generaliza­do era también la consigna de la Sociedad de Naciones desde 1931, una institució­n en la que brillaba Salvador de Madariaga como el personaje de proyección más internacio­nal de la Republica [ver recuadro]. Experiment­ado conocedor de la organizaci­ón, en la cual desarrolla­ba su labor diplomátic­a desde 1921, fue el gran embajador de la República, que le encomendó sucesivame­nte las embajadas de EE UU, la Sociedad de Naciones y Francia. Sin embargo, las divergenci­as con Azaña en política internacio­nal iban a ser notables. El breve paso de Madariaga por la embajada de Washington –de enero a agosto de 1931– fue decisivo para cambiar ante la opinión americana la imagen de la República española, muy negativame­nte prejuzgada –debido a los disturbios anticleric­ales– por el gobierno conservado­r de Herbert Hoover. España era un asunto marginal para la política exterior estadounid­ense, que sin embargo estuvo atenta por vía diplomátic­a a una posible deriva comunista de la República que pudiera terminar en una guerra civil desestabil­izadora para Europa. En septiembre de 1931, Madariaga fue encargado de dirigir la delegación española en la

El reconocimi­ento de Francia fue decisivo y marcó la pauta al resto de los gobiernos

Estalló en septiembre de 1931 a raíz de la invasión de China por parte de Japón. En la imagen, dos prisionero­s víctimas del conflicto.

Las Meninas a su paso por Valencia en septiembre de 1937. Tras su estancia en dicha ciudad, esta y otras obras se enviaron en octubre de 1937 a Barcelona y en 1939 a la sede de la Sociedad de Naciones en Ginebra.

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Alegoría de la II República Española, cartel creado en 1931 por el pintor valenciano Juan José Barreira.
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