Los antirrepublicanos
Casi desde su llegada, la naciente República acumuló un buen número de enemigos. Monárquicos, militares, la jerarquía eclesiástica y las élites financieras se conjuraron para derribar el nuevo régimen y mantener intactas las estructuras sociales.
Las derechas monárquicas comenzaron a conspirar contra la recién proclamada República desde el mismo día 14 de abril de 1931. En la misma jornada de la proclamación del nuevo régimen se produjo una reunión en casa del conde de Guadalhorce, Rafael Benjumea y Burín, a la que asistieron los exministros primorriveristas Jóse de Yanguas Messía y José Calvo Sotelo (aunque la presencia de este último no está plenamente confirmada). Otras fuentes señalan que en el encuentro también pudieron participar el escritor y teórico político Ramiro de Maeztu y José Antonio Primo de Rivera. Aquel 14 de abril fue “un día aciago para España”, en palabras de Yanguas Messía, una jornada en la que “se consumó la gran traición a España, decretada por las logias masónicas y por el Kremlin de Moscú” con el objetivo último de destruirla “en su cuerpo y su espíritu, entregándola a las fuerzas disgregadoras y corrosivas del separatismo político y el comunismo marxista”. En dicho encuentro, según relata el historiador Ángel Viñas, se planteó la posibilidad de crear un partido monárquico cuyo fin sería derribar la República recién creada.
La victoria de los candidatos republicanos y socialistas en las grandes ciudades en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 supuso un aviso para muchos miembros de la clase media y alta del país. Como afirma Paul Preston, “la monarquía simbolizaba para ellos un concepto jerárquico de sociedad, con la educación controlada por la Iglesia y el orden social defendido celosamente contra el cambio”. El germen de un partido monárquico nacido como reacción a las circunstancias lo encontramos en el Círculo Monárquico Independiente, creado por el director y propietario del diario ABC, Juan Ignacio Luca de Tena. El periódico llevaba un tiempo impulsando una campaña en pro de una monarquía autor itar i a. A principios del mes de mayo, Luca de Tena se había entrevistado en Londres con el depuesto monarca Alfonso
XIII para informarle de la creación de un comité electoral monárquico y de otras futuras acciones subversivas contra la recién instaurada República.
Ese partido monárquico se fundó a finales de abril con el nombre de Acción Nacional (en abril de 1932 pasaría a denominarse Acción Popular, a causa de una orden del gobierno republicanosocialista de Azaña que limitaba el uso de la palabra “nacional”). Su promotor fue Ángel Herrera Oria, director de ElDebate, y sus principales objetivos eran la defensa de la religión católica, la familia y la propiedad.
También a principios de mayo, tuvo lugar otra reunión de los sectores monárquicos en el palacio del marqués de Quintanar a la que por primera vez asistieron militares, como los generales Luis Orgaz y Miguel Ponte o el comandante Heli Rolando de Tella, así como miembros destacados de las filas monárquicas y el periodista Juan Pujol, hombre de confianza del banquero Juan March, director del periódico Informaciones y declarado enemigo de la República. Como señala Ángel Viñas, el recién estrenado régimen había comenzado a tomar medidas que afectaban a “dimensiones sensibles del Estado”. Entre otras cuestiones, el nuevo gobierno impulsó políticas que “afectaron directamente a las relaciones sociolaborales, al reconocimiento de la pluralidad regional, al sistema educativo, a las estructuras de tenencia de la tierra y, no en último término, a los restantes pilares de la agotada y agostada Restauración: la Iglesia y el Ejército”.
DOS TÁCTICAS DISTINTAS DE OPOSICIÓN
El historiador Paul Preston distingue dos tácticas de oposición al nuevo régimen. La primera, la “accidentalista” o legalista, estaba representada por la Asociación Católica Nacional de Propagandistas ( ACNP), una influyente organización de élite formada por unos quinientos católi
cos prominentes de derechas con ascendiente sobre la prensa, cuyo líder era Ángel Herrera Oria, director del diario ElDebate y militante católico y monárquico. Su estrategia consistía en aceptar el juego democrático, conscientes de la debilidad de la derecha y convencidos de que sus intereses podrían defenderse de forma más efectiva dentro del Parlamento. A la postre, conseguirían crear un partido de masas de derechas ( la CEDA, en 1933) con el fin de bloquear las políticas reformistas de la República. Por otro lado, la corriente “catastrofista” estaba comandada por los seguidores más radicales de Alfonso XIII y por los carlistas, además de por significados nombres del estamento militar, y su intención era derribar el nuevo régimen de forma violenta. Sus actividades subversivas estarían detrás del golpe militar de 1936 y la destrucción de la República.
La misma mañana del 14 de abril, el editorial de ElDebate alertaba: “La Monarquía española, tras quince siglos de vida, no puede acabar así”. Incluso después de conocerse los resultados electorales, el consejo de redacción se reunió para buscar una fórmula que permitiese la continuidad del rey. Sus seguidores se habían reagrupado constituyendo el Círculo Monárquico Independiente. “Su postura provocativa dio lugar a una reacción popular apasionada que fue la base de los célebres incendios de iglesias del 10 al 12 de mayo”, sostiene Preston. Fue, según la historiadora Pilar Mera Costas, “el primer conflicto de orden público grave que hubo de enfrentar el régimen republicano”. Alrededor de cien edificios religiosos ardieron aquellos días en Madrid y en otras ciudades del sur y de Levante. La derecha antirrepublicana convertiría con el tiempo la quema de conventos e iglesias en mayo de 1931, unida a los sucesos relacionados con la revolución de octubre de 1934 y a los desórdenes de la primavera de 1936, en una de las razones que justificarían el levantamiento militar del 18 de julio de 1936.
TENSIÓN CON LA IGLESIA
Las tensiones entre la Iglesia católica y el gobierno republicano no tardaron asimismo en aflorar, una vez que se conocieron las disposiciones del nuevo orden constitucional en relación con
Tanto católicos de derechas como monárquicos radicales, carlistas y militares querían acabar con la República
un proceso de secularización que superara la identificación entre Iglesia y Estado permitiendo la creación de escuelas laicas, la introducción del divorcio o la reducción significativa del número de órdenes religiosas. Sin embargo, las primeras decisiones del Gobierno Provisional de la República fueron moderadas, con el fin de no contrariar en exceso ni a los fieles ni a las estructuras católicas. Colocar al frente de la presidencia del Gobierno y del ministerio clave de Gobernación a dos católicos como Alcalá- Zamora y Miguel Maura ayudó sin duda a crear un clima inicial de entendimiento. Las relaciones con el Vaticano, a través del nuncio Federico Tedeschini, también fueron fluidas en un principio. La Santa Sede recomendó a los sacerdotes españoles respetar el nuevo régimen en aras del “mantenimiento del orden” y la búsqueda del “bien común”.
Otro sector del episcopado español era totalmente opuesto a la República, régimen que consideraban peligroso para el mantenimiento del orden social y de las estructuras eclesiásticas. A la cabeza del mismo se encontraba el cardenal primado y arzobispo de Toledo Pedro Segura, quien el 1 de mayo hizo pública una pastoral en la que elogiaba abiertamente al depuesto monarca Alfonso XIII. La prensa y las organizaciones de izquierda entendieron el discurso casi como una declaración de guerra, lo que avivó el sentimiento anticlerical de muchos ciudadanos.
En este contexto se produjo la oleada de incendios en iglesias y conventos en buena parte del país. Los orígenes de estas acciones violentas no se han aclarado a día de hoy, aunque fueron muchos los que vieron detrás la mano de extremistas de izquierdas que querían presionar al Gobierno para que acometiera cuanto antes las reformas y minimizara el poder de la Iglesia. Tras los sucesos, el Gobierno Provisional profundizó en su línea de cambiar la relación entre el Estado y las autoridades eclesiásticas. Entre otras cuestiones, se declaró la voluntariedad de la enseñanza religiosa, se retiraron de las escuelas públicas los crucifijos y se estableció la libertad de cultos y la libertad de conciencia en las escuelas.
De nuevo el gobierno republicano sufrió la oposición del díscolo cardenal Segura, que el 3 de junio, desde Roma, hizo pública una pastoral en la que lamentaba “la penosísima impresión que les habían producido ciertas disposiciones gubernativas” a los obispos y se quejaba de los agravios sufridos hasta el momento por la Iglesia. El Gobierno Provisional pidió a la Santa Sede que Segura no volviese a España y fuese destituido de su cargo en Toledo. Cuando este volvió de forma inesperada el 11 de junio, fue detenido y expulsado del país cuatro días después. Su imagen rodeado de guardias civiles se hizo famosa como símbolo de la persecución sufrida por la Iglesia católica en la España republicana. El polémico cardenal no regresaría hasta después de iniciada la Guerra Civil. El más moderado nuncio apostólico también expresó sus protestas ante una legislación laicista que no parecía tener en cuenta los acuerdos del Concordato de 1851.
Las relaciones entre el nuevo gobierno y las autoridades eclesiásticas se enturbiaron todavía más cuando en agosto de ese mismo año se publicó un decreto en el que se suspendían las facultades de venta y enajenación de los bienes y posesiones de la Iglesia y de las órdenes religiosas. Dadas las circunstancias, el clero había tomado partido en contra del recién nacido régimen. Según Paul Preston, la Iglesia utilizó tanto el púlpito como el confesionario “para defender el orden econó
Como signo conciliador, dos católicos, AlcaláZamora y Miguel Maura, ocuparon puestos claves en el Gobierno
mico- social existente para hacer propaganda electoral a favor de las sucesivas organizaciones políticas de la derecha”.
UN EJÉRCITO INTERVENCIONISTA
Como afirma Preston, aunque existía un número importante de oficiales de convicciones republicanas firmes, la mayoría del cuerpo de oficiales veía al nuevo régimen con sospechas, alimentados por la prensa de derechas que describía a la República como enemiga de la Iglesia y los valores tradicionales de la sociedad. Manuel Azaña, flamante ministro de la Guerra, estaba decidido a erradicar el problema del militarismo intervencionista en la sociedad española y a modernizar un ejército anquilosado y sobredimensionado. Para el nuevo gobierno republicano-socialista era urgente acometer reformas y eliminar las irregularidades surgidas durante la dictadura de
Primo de Rivera. Algunos de los militares más prominentes, como Francisco Franco o Manuel Goded, habían admirado la dictadura y durante la misma habían conseguido importantes ascensos. Las reformas emprendidas por Azaña durante la primavera y el verano de 1931 fueron consideradas un ataque intolerable en el seno del cuerpo militar. Una de las primeras medidas imponía a los oficiales la obligación de prometer fidelidad a la República como antes lo habían hecho con la monarquía. El 25 de abril, un decreto que luego se conocería como Ley Azaña caldeó todavía más los ánimos. Se ofrecía la posibilidad
del retiro voluntario con toda la paga a todos los miembros del ejército, pero también se establecía que, un mes después, cualquier oficial que resultase sobrante en relación a las plantillas definitivas y no hubiese optado por ese retiro voluntario perdería su puesto sin ningún beneficio. La disposición ofendió profundamente a la mayoría del cuerpo de oficiales, convencidos de que la República atacaba y perseguía al ejército. “Ningún tema hirió tanto la sensibilidad militar como el decreto del 3 de junio de 1931 sobre la revisión de ascensos, por el que se reexaminarían algunos ascensos por méritos concedidos durante las guerras de Marruecos”, señala Paul Preston. Franco, Goded u Orgaz eran algunos de los generales a los que una investigación podría causar un gran daño. Franco sumaría otro agravio más a su cuenta particular contra el gobierno republicano cuando el 30 de junio Azaña mandó cerrar la Academia General Militar de Zaragoza, de la que él era el director. Nunca perdonó al futuro presidente de la República que se la arrebatara. El descontento en el seno de la estructura militar cristalizaría dos años más tarde con la creación en Madrid, en diciembre de 1933, de la Unión Militar Española (UME), una asociación clandestina
Los militares consideraron intolerables las reformas
de Azaña ( primavera y verano del 31) en el ejército
e ilegal formada por jefes y oficiales del ejército español decididos a luchar contra las reformas de Azaña y acabar con la “subversión izquierdista”. Como indica el especialista José García Rodríguez, la UME desarrolló un papel muy importante, pues “permitió que la actividad conspirativa penetrase en el tejido más operativo del ejército, es decir, en los niveles intermedios”. Aquellos que, en gran medida, suplantarían a sus jefes y propiciarían el éxito del golpe de Estado en julio de 1936.
LA SANJURJADA
La conspiración contra la República que estalló el 10 de agosto de 1932 fue, según el historiador Eduardo González Calleja, una trama “cívico-militar” compleja que tuvo como base a los sectores antirrepublicanos vinculados con el alfonsismo y contó con la colaboración de un importante grupo de nostálgicos primorriveristas, tanto militares (Sanjurjo) como civiles (Calvo Sotelo). La confrontación con las jerarquías eclesiásticas, la disolución de la Compañía de Jesús, las reformas militares, los debates sobre la Reforma Agraria o el Estatuto de Cataluña habían encendido la mecha conspirativa. Su propósito: derrocar al gobierno republicano-socialista y disolver las Constituyentes para frenar las reformas. Los inductores del golpe esperaban que, tras un corto período de dictadura castrense, pudieran convocarse unas Cortes que eligieran a un nuevo monarca. La conjura planteaba el levantamiento de dos guarnicio
nes del norte (Pamplona y Burgos o Valladolid), tres del sur ( Sevilla, Granada y Cádiz- Jerez) y una acción por sorpresa en la capital, con el asalto simultáneo a las sedes del poder político. La Sanjurjada, cuyo nombre deriva de un juego de palabras entre el nombre de su líder, el general José Sanjurjo, y la palabra carcajada, fracasó estrepitosamente. Desde el primer momento, el golpe mostró fallos organizativos de calado y hubo de enfrentarse a múltiples imprevistos. Muchos oficiales antirrepublicanos decidieron no sumarse a la sublevación en vista de sus errores; tampoco compartían del todo sus ideales monárquicos. El fracaso de la rebelión, sin embargo, dio al gobierno republicano “una engañosa sensación de confianza”, en palabras de Eduardo González Calleja, que le hizo no prepararse lo suficiente para afrontar la conspiración “mucho más vasta y mejor organizada de 1936”.