Evolución de la II República
A comienzos de los años treinta, España acometió un audaz proyecto modernizador que, en muchos aspectos, la situaba a la cabeza de Europa. Tras cinco convulsos años, minada por el constante ataque de sus enemigos, así como por sus propias contradicciones, la experiencia desembocó trágicamente en la Guerra Civil.
E l14 de abril de 1931, después de unas elecciones municipales que mostraban un claro rechazo a la monarquía, se declaró, en medio de un inusitado júbilo, la II República Española. Ese mismo día, bajo la presidencia de Niceto Alcalá- Zamora, tomó posesión el Gobierno provisional, una extensión del “comité revolucionario” que, salido del Pacto de San Sebastián, había promovido tan fundamental transformación en la forma del Estado. Prueba de la pluralidad y el apoyo con que la República echaba a andar fue el amplísimo espectro ideológico de ese primer Gabinete, en el que había desde conservadores católicos ( Miguel Maura, Alcalá- Zamora) y republicanos de centro ( Alejandro Lerroux) e izquierda ( Manuel Azaña) hasta socialistas ( Fernando de los Ríos, Francisco Largo Caballero), catalanistas ( Nicolau d’Olwer) y galleguistas ( Casares Quiroga). Las ilusiones que la República despertó en la sociedad fueron inmensas; también las expectativas, lo cual resultó un arma de doble filo, puesto que muchas se vieron defraudadas. Había una gran necesidad de cambio y el Gobierno tomó medidas inmediatas sobre todos los asuntos que importaban a la población. Se decretó la libertad de cultos y la no obligatoriedad de la enseñanza de la religión en la escuela, se inició la reforma del Ejército para subordinarlo al poder civil y se abordó la situación del campo, donde ese invierno el paro había sido brutal y los campesinos pasaban verdadera hambre debido a unos jornales de miseria. También se mejoraron las condiciones laborales de los obreros y se impulsaron las libertades públicas. Hubo desde el principio un gran esfuerzo modernizador, que se aprecia en el número de nuevas escuelas construidas a finales de ese primer año (7.000), a un ritmo diez veces superior al de la monarquía.
Pero los problemas no se hicieron esperar: el mismo 14 de abril, Francesc Macià proclamó la República Catalana, si bien pronto dio marcha atrás; en otro frente, el sentimiento anticlerical de gran parte de la población se constató en la quema de conventos de comienzos de mayo; y la CNT, para quien la República burguesa no era muy distinta de la monarquía, echó su primer pulso al gobierno con la gran huelga de la Compañía Telefónica. La principal tarea del Gobierno provisional, no obstante, era la convocatoria de unas elecciones generales. Los comicios se celebraron el 28 de junio y arrojaron una clara mayoría de izquierdas y republicana. Fueron estas Cortes las que, a lo largo de casi cinco meses, debatieron el contenido de la nueva Constitución, finalmente aprobada el 9 de diciembre de 1931.
Había una gran ansia de cambio y el Gobierno tomó medidas de inmediato sobre todos los asuntos urgentes
LA REPÚBLICA ECHA A ANDAR
El 15 de diciembre se constituyó el primer Gobierno ordinario, presidido por Azaña, de Acción Republicana, que contaba con tres ministros del PSOE ( primer partido del Congreso) y otros de formaciones minoritarias. Alejandro Lerroux, líder del Partido Radical Republicano ( segundo en el Congreso), se negó a formar parte debido a la fuerte presencia de socialistas y a las medidas sociolaborales que Largo Caballero había promovido en esos primeros meses. La aspiración de Lerroux, en realidad, era llegar a la presidencia del Gobierno y, a partir de ese momento, pasó a ejercer una feroz oposición.
El programa aplicado por Azaña siguió la línea del Gobierno provisional, lo que le valió el rechazo de los sectores más conservadores. Con la reforma religiosa se intentó rebajar el desmedido poder de la Iglesia y hacer efectiva la aconfesionalidad del Estado recogida en la Constitución. Se disolvió la Compañía de Jesús –cuya fidelidad estaba con el Papa y no con la República– y se nacionalizaron sus bienes, pero no se les expulsó de España, como se ha dicho a menudo. También se secularizaron los cementerios y se aprobó la Ley de Divorcio, de forma que la disolución del matrimonio quedó sometida a la jurisdicción civil. El mayor enfrentamiento se produjo en la primera mitad de 1933, a raíz de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, que suprimía la financiación de la Iglesia por el Estado, tal como mandaba la Constitución, y decretaba el cierre de los centros de enseñanza católicos.
Uno de los grandes caballos de batalla del Gobierno republicano fue la educación, ya que España contaba con una tasa de analfabetismo de entre el 30 y el 50%. El Ministerio de Instrucción Pública puso en marcha un ambicioso plan de apertura de centros escolares que preveía 27.000 nuevas escuelas, de las cuales, a finales de 1932, se habían construido unas 10.000. Pero el proyecto se
quedó pronto corto de financiación y se enfrentó al rechazo de muchos municipios gobernados por la derecha católica, así como de familias que se oponían a la retirada de los crucifijos de las aulas y a la educación mixta.
REFORMA MILITAR
Si algo le dio prestigio a Azaña desde los primeros meses del Gobierno provisional, en el que era ministro de la Guerra, fue la decisión con que acometió la reforma militar, luego desarrollada a lo largo del bienio. España contaba con un Ejército mastodóntico, en gran parte proveniente de las guerras del norte de África, en el que había una gran desproporción de mandos en relación a la tropa y donde mucho militar ocioso consideraba que era asunto suyo mantener el orden y asegurarse de que los españoles no se apartaran del buen camino. Azaña planificó una modernización integral de las Fuerzas Armadas con medidas de todo tipo, tanto a corto como a largo plazo: reducción del número de mandos mediante retiros voluntarios en los que conservaban íntegro el sueldo, promoción de los suboficiales para hacer un Ejército menos clasista, reforma de la jurisdicción militar, modernización del armamento, reforma de la instrucción y de la política de ascensos y muchas otras. Fue un proyecto modélico, y la prueba es que apenas se tocó en el bienio siguiente, pero despertó una colosal animadversión entre la casta de altos mandos que veían reducido su poder y su influencia y se sentían amenazados.
El intento de golpe de Estado del general Sanjurjo (conocido como la Sanjurjada), en agosto de 1932, fue una de las expresiones de ese descontento. Fracasó estrepitosamente por falta de planificación y de apoyo y tuvo el efecto de desatascar reformas, como el Estatuto Catalán y la reforma agraria, a las que tanto los militares como otros sectores derechistas se oponían visceralmente y que permanecían empantanadas.
Con la proclamación de la República, España se había convertido en un “Estado integral” en el que las regiones podían constituirse en autonomías. El 2 de agosto de 1931, los catalanes aprobaron en plebiscito el llamado Estatuto de Nuria, que luego pasó al Congreso, donde fue objeto de enconadas batallas y sufrió numerosas modificaciones en las que las aspiraciones nacionalistas quedaban muy rebajadas. Se aprobó el 9 de septiembre de 1932 y, a pesar de todos los recortes, fue bien recibido. Era el primer estatuto con que contaba Cataluña, que asumía importantes competencias y donde el catalán y el castellano pasaban a ser lenguas cooficiales.
LA CUESTIÓN AGRARIA
Uno de los problemas más acuciantes a los que tuvo que hacer frente la República fue la situación de pobreza y atraso del campo español, es
pecialmente en el sur, donde los jornaleros vivían en la indigencia y la ignorancia más extremas, a merced de las condiciones que quisieran fijar los grandes terratenientes. El Gobierno provisional tomó una serie de medidas urgentes para aliviar la situación del campesinado. Se subieron los jornales, se estableció la jornada de ocho horas, se introdujeron los jurados mixtos con propietarios y sindicatos para regular las condiciones laborales y se implantó un seguro de accidentes. Pero la verdadera reforma pasaba forzosamente por dar a los campesinos tierras para que las cultivasen, lo que despertó una tremenda expectación en la población rural y una oposición tenaz, obstruccionista y bien organizada de los propietarios. Hubo varios proyectos que se discutieron interminablemente en el Parlamento, puesto que era imposible que contentasen a todos (la llamada minoría agraria se oponía, por principio, a cualquier reforma), hasta que, por fin, el 9 de septiembre de 1932, socialistas y republicanos se pusieron de acuerdo y se aprobó la Ley de Bases para la Reforma Agraria. Fue una ley moderada, basada en expropiaciones con indemnización y que afectaba solo a los latifundios de Andalucía, Extremadura y algunas zonas de Salamanca y Toledo. Debía entregar tierras a decenas de miles de familias de jornaleros a lo largo de varios años, pero sus efectos fueron muy limitados – a finales de 1933, solo habían cambiado de mano 45.000 hectáreas en beneficio de 6.000 o 7.000 campesinos– por diversas razones. La principal, que no contó con medios presupuestarios ni humanos para su aplicación y que hubo de enfrentarse al boicot de la banca. La frustración por el fracaso de la reforma agraria generó, en cambio, una enorme conflictivi
La reforma militar de Azaña fue ambiciosa, valiente y modélica, pero le ganó el odio de los altos mandos
dad, deparó episodios de gran violencia y fue uno de los motores de una peligrosa radicalización de distintos sectores sociales.
VIOLENCIA Y ORDEN PÚBLICO
El orden público fue una de las mayores preocupaciones del Gobierno republicano, que desde el primer momento utilizó profusamente una legislación que le confería poderes excepcionales – Ley de Defensa de la República de 1931, Ley de Orden Público de 1933– contra izquierdas y derechas. España sufría un problema de violencia endémica, especialmente en el medio rural, donde la Guardia Civil actuaba como un verdadero ejército de ocupación y concitaba el odio y el miedo de los campesinos. En esos dos primeros años, hubo una serie de episodios extremadamente sangrientos – Castilloblanco, Zalamea de la Serena, Épila, Jeresa, Arnedo–, de los que el más famoso tuvo lugar en la aldea gaditana de Casas Viejas, en enero de 1933.
En medio de una insurrección anarquista que se extendió por varias provincias, un grupo de afiliados a la CNT atacó el cuartel de la Benemérita y causó tres muertos. Como represalia, la Guardia Civil mató a los ocho anarquistas y luego fusiló a sangre fría a catorce vecinos del pueblo. La masacre provocó una conmoción nacional y pasó factu
ra al Gobierno, que tuvo que justificar lo sucedido tanto ante la derecha como ante la izquierda. El mismo Azaña fue falsamente acusado de haber ordenado la matanza, lo que le produjo un gran desgaste político. El año 1933 había empezado mal y siguió torciéndose. A la gran inestabilidad social y la alarmante subida del paro agrario, se sumó la tramitación de la Ley de Confesiones y Confederaciones Religiosas, que provocó enormes tensiones. Además, la derecha se encontraba por entonces en pleno proceso de reorganización. En marzo, José María Gil-Robles fundó la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), coalición que enseguida se convertiría en el gran partido de las masas católicas. Los socialistas, por su parte, veían cada vez menos clara su participación en un gobierno que, debido a sus fracasos –especialmente, la lentitud de la reforma agraria–, les había alejado de su base social.
Pero fue la “cuestión religiosa” lo que acabó haciendo caer al Gobierno. Cuando en junio se aprobó la ley, quedó claro que era contra la voluntad del presidente de la República, Niceto AlcaláZamora, que le retiró la confianza a Azaña e intentó buscar un gabinete más a la derecha, encabezado por Alejandro Lerroux. El problema era que los números no daban, por lo que, tras varios intentos fallidos, se disolvieron las Cortes y se convocaron nuevos comicios.
LA DERECHA RECUPERA EL PODER
Las elecciones de noviembre de 1933, las primeras de la historia de España en las que votaban las mujeres, cambiaron de forma drástica el panorama político español y dieron paso al período conocido como bienio radical–cedista. La CEDA se estrenó en las Cortes con 115 escaños, por lo que, a los pocos meses de su creación, se
Gil-Robles fundó la Confederación Española de Derechas Autónomas ( CEDA) y ganó las elecciones del 33
convertía en la primera fuerza política del país. Igual de sorprendente fue el hundimiento de Acción Republicana, el partido de Manuel Azaña, que pasó de 28 a 5 diputados. Los socialistas bajaron de 115 a 58 diputados y los radicales de Lerroux consiguieron 104. Quedó un Parlamento dominado por la derecha y el centro-derecha, fragmentado en 21 partidos y muy inestable (en dos años, hubo diez gobiernos distintos). Una de las razones de este resultado fue que la derecha se presentó organizada en coaliciones, que se veían favorecidas por la ley electoral, mientras que la izquierda acudía dividida. Se dio, por tanto, una situación exactamente inversa a la de 1931. A pesar de ser la CEDA el partido más votado, Alcalá-Zamora le encargó la formación del Gobierno a Alejandro Lerroux, del Partido Republicano Radical, una anomalía que se explica por el enorme rechazo que la CEDA y su líder despertaban en la izquierda y el republicanismo en general.
José María Gil- Robles no había manifestado su adhesión a la República. Sostenía que las formas de gobierno eran “accidentales” – daban igual mientras le permitieran conseguir sus fines– y era un declarado admirador del nazismo. Tenía un plan estructurado en tres fases, que consistía en primero colaborar con el Gobierno para luego formar parte de él y, por último, acceder a la Presidencia con el fin de modificar la Constitución y anular las reformas del primer bienio. Si esto no funcionaba, estaba dispuesto a convertir a España en una dictadura como se había hecho en Portugal y Austria.
La CEDA no participó en el Gobierno, pero Lerroux se vio obligado a contar con su apoyo, lo que fue muy mal recibido. Los monárquicos y los carlistas consideraron que la teoría del accidentalismo de Gil-Robles era una traición a la causa y se dirigieron a la Italia fascista con una petición de dinero, armas y apoyo logístico para conquistar el poder. La izquierda también tomó el pacto como una traición, en este caso a la República, y anunciaron que, si la CEDA entraba en el Gobierno, desencadenarían una revolución.
LA CEDA EXIGE UNA CONTRARREFORMA
Alejandro Lerroux quería rectificar algunas políticas que consideraba demasiado de izquierdas del período anterior, pero no hacer tabla rasa de todos los avances. Sin embargo, desde el primer momento, se enfrentó a una enorme presión de la CEDA, que reclamaba una contrarreforma mínima con tres puntos: revisión de la Constitución – especialmente en todo lo relativo a la Iglesia–, derogación de las reformas agraria y sociolaboral y amnistía a los implicados en el intento de golpe de Estado de Sanjurjo.
Al principio, Lerroux cumplió con las demandas de Gil- Robles solo a medias, entre equilibrios y contradicciones. Algunos de sus ministros intentaron mantener una cierta fidelidad al proyecto republicano, pero fue sin duda un período regresivo. No se tocó la Constitución, pero tampoco se aplicó la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas de junio de 1933, los colegios católicos siguieron funcionando con normalidad y se restituyó la financiación eclesiástica. No se derogó la reforma agraria, pero se desmanteló el poder de los sindicatos del campo, bajaron
En el bienio derechista la Constitución de 1931 no se tocó, pero se aparcaron las leyes más progresistas
los salarios, los tribunales mixtos empezaron a fallar sistemáticamente a favor de los patronos y se anularon muchas de las conquistas sociales del período anterior.
Una de las medidas más polémicas fue la amnistía a los condenados por la Sanjurjada, que se aprobó en abril. El presidente Alcalá-Zamora se opuso, aunque al final se vio obligado a firmarla, y el conflicto acabó con la renuncia de Lerroux y la formación de un nuevo Gobierno, presidido por el también radical Ricardo Samper. Poco después, el dimisionario Martínez Barrio creó el Partido Radical Demócrata, al que se unieron 19 diputados radicales disidentes, lo que debilitó a la histórica formación de Lerroux y ahondó en su dependencia de la CEDA.
El mismo día en que se reunían por primera vez las Cortes – 8 de diciembre de 1933–, la CNT lanzó la tercera y última insurrección anarquista de la República, con el fin de implantar el comunismo libertario. Comenzó en Zaragoza y se extendió por varias provincias en las que hubo decenas de muertos y heridos, pero, igual que las anteriores, fue un completo fracaso. La CNT, que dos años antes era una fuerza imponente, quedó destrozada y dividida.
REPRESIÓN SIN MEDIDA
A comienzos de junio de 1934, justo antes de la cosecha, las medidas contrarreformistas impuestas al campo condujeron a la mayor huelga agraria de la historia de España, que afectó a 700 municipios de 38 provincias. La represión
Al entrar la CEDA en el Gobierno, los socialistas se lanzaron a hacer la revolución en octubre de 1934
fue inaudita. El ministro de la Gobernación, Rafael Salazar Alonso, decidió tratar una huelga en la que se reivindicaban conquistas sociolaborales como si fuese un movimiento revolucionario, lo que dejó trece muertos y varias decenas de heridos. Hubo más de 10.000 detenciones y los alcaldes de 200 ayuntamientos de izquierdas fueron sustituidos por gestores de derechas nombrados por el Gobierno.
Pero la situación más grave se dio a la vuelta del verano, cuando Gil- Robles retiró el apoyo al Gobierno y exigió la formación de un nuevo gabinete con tres ministros de la CEDA. Sin duda, esto suponía llegar al poder por medios democráticos; el problema era que la fidelidad de Gil- Robles a la República era más que dudosa, y su querencia por los regímenes autoritarios, muy notoria. Estaban además presentes los ejemplos de Alemania y Austria, recientemente convertidas en dictaduras admiradas por los cedistas.
Venciendo sus propios recelos, Alcalá- Zamora le encargó a Lerroux la formación de un Gobierno que incluyese a la CEDA, lo que causó una verdadera conmoción. Insignes republicanos de diversas tendencias – Azaña, Martínez Barrio, Sánchez Román e incluso Miguel Maura– se dirigieron al presidente para hacerle saber que eso era “entregar la República a sus enemigos”.
Los socialistas llevaron las cosas aún más lejos. Interpretaban la entrada de la CEDA en el Gobierno como el primer paso para un golpe de Estado y se lanzaron a hacer la revolución. La insurrección comenzó el 5 de octubre con un llamamiento a la huelga general, que fue más o menos seguida en toda España. El alzamiento revolucionario que debía venir a continuación, sin embargo, resultó muy limitado. Se produjeron enfrentamientos armados de cierta intensidad en algunas ciudades, como Madrid y Bilbao – donde hubo 40 muertos–, pero la falta de coordinación y planificación, la negativa a participar de la CNT y la nula respuesta que encontró en los cuarteles condujeron al fracaso en unos pocos días. Casos aparte fueron Cataluña y Asturias.
El Gobierno catalán no apoyó la revuelta, pero el 6 de octubre el presidente Lluís Companys anunció que la Generalitat rompía toda relación con las “instituciones falseadas” y
proclamó “el Estado Catalán dentro de la República Federal Española”. Fue una aventura con muy poco recorrido. Al día siguiente, después de una mínima resistencia, la rebelión fue sofocada por el moderado general Batet. Aun así, murieron 36 civiles y ocho soldados, los miembros del Gobierno de la Generalitat fueron detenidos y procesados, el Estatuto Catalán quedó derogado y las competencias que habían sido transferidas fueron devueltas a la Administración central.
ASTURIAS LA ROJA
El único lugar en el que la revolución de octubre representó un verdadero desafío fue Asturias, donde el enfrentamiento alcanzó dimensiones de guerra civil. Duró dos semanas y los insurgentes, unos 30.000 mineros y obreros, ocuparon las fábricas de armas de Trubia y La Vega, tomaron Gijón y Avilés y pusieron sitio a Oviedo. Se quemaron conventos y 34 religiosos fueron asesinados, lo que provocó un clamor de indignación en las filas de la derecha.
La represión, encomendada al general Franco, que recurrió a las tropas coloniales, alcanzó unas dimensiones desconocidas hasta entonces en España. Hubo 1.100 muertos entre los revolucionarios y 300 en el Ejército y fuerzas de seguridad. A la capitulación de los rebeldes, siguieron decenas de ejecuciones sumarias y torturas generalizadas durante al menos un mes. La represión se dirigió, además, al conjunto de la izquierda, sin distinción.
Hubo 30.000 encarcelamientos, entre ellos el de Manuel Azaña, que no había tenido la menor participación en los hechos.
A lo largo de 1935, la CEDA fue acaparando cada vez más poder dentro del Gobierno. En abril, GilRobles provocó una crisis mediante la cual pasó de tres a cinco ministerios. Él mismo ocupó el de la Guerra, desde donde se dedicó a promocionar a los militares más claramente golpistas –Fanjul, Mola, Franco, Goded– y a represaliar a los republicanos. Pero la estrategia de acoso y derribo aún no había acabado. En septiembre, exigió una “reforma integral” de la Constitución y, en diciembre, aprovechando que los escándalos de corrupción habían hundido al Partido Radical [ver recuadro], exigió el poder para sí mismo. Fue entonces cuando Alcalá-Zamora se negó a poner la presidencia en manos de un partido que no había prometido lealtad a la República y convocó nuevas elecciones.
LA ANTESALA DE LA GUERRA
El 16 de febrero de 1936, la izquierda republicana recuperó por escaso margen el poder con el Frente
Popular, coalición en la que se integraban desde los republicanos de Azaña hasta los comunistas. Conocido el resultado, Gil- Robles intentó que se anularan los comicios y se declarase el estado de guerra. Franco y otros generales ordenaron movimientos de tropas con la misma intención, pero esa estrategia quedó anulada por el rápido traspaso de poderes. Desde el día siguiente a las elecciones, sectores de la derecha empezaron a planear un golpe de Estado.
Azaña formó un gabinete moderado, solo con republicanos, ya que los socialistas habían manifestado desde el inicio su intención de no participar en el Gobierno. Una de las primeras medidas adoptadas fue la amnistía a los condenados por la Revolución de octubre y los sucesos de Cataluña, que recuperó su Estatuto y sus competencias. También se alejó de Madrid a los militares más antirrepublicanos ( Franco, a
Canarias; Mola, a Pamplona), una decisión que luego se reveló contraproducente.
El triunfo del Frente Popular despertó el entusiasmo de gran parte de la población y levantó grandes expectativas en el campo, donde la pobreza y el paro arreciaban. A los pocos días, unos 80.000 campesinos se lanzaron a ocupar las tierras de las que habían sido desalojados en el bienio radical–cedista. El Gobierno retomó a buen ritmo la reforma agraria y restableció las medidas que habían sido derogadas, así como otras relativas a la enseñanza y la secularización del Estado. Pero la acción política estuvo siempre minada por los conflictos. Uno de los principales factores de inestabilidad fue la profunda división del Partido Socialista, con una rama pactista y moderada, dirigida por Indalecio Prieto, y otra revolucionaria, liderada por Largo Caballero, que prefería esperar a que el fracaso de la “República burguesa” permitiera al proletariado hacerse con el poder. En abril, Azaña sustituyó a Alcalá-Zamora en la presidencia de la República y quiso encargar la formación de Gobierno a Indalecio Prieto, pero el sector largo- caballerista lo impidió.
Fue este clima de enfrentamiento, con una parte de la izquierda soñando con la revolución como respuesta a las provocaciones y una derecha que apostaba claramente por la destrucción del sistema, lo que favoreció que Franco diera el golpe de Estado que llevaría a la guerra.
El triunfo del Frente Popular levantó grandes esperanzas en el campo, donde la pobreza y el paro arreciaban