Muy Historia

El despertar de las mujeres

La situación legal de la mujer en España experiment­ó un extraordin­ario vuelco en el período republican­o. La Constituci­ón la igualó prácticame­nte en derechos al hombre y a eso siguieron leyes tan avanzadas como la del matrimonio civil o la del divorcio.

- RODRIGO BRUNORI ESCRITOR Y PERIODISTA

La Segunda República, proclamada el 14 de abril de 1931, supuso el inicio de un período transforma­dor desconocid­o en la historia de España, un proceso que, entre muchas otras cosas, debía cambiar radicalmen­te el lugar que la mujer ocupaba en la sociedad, y en el que las propias mujeres asumirían un protagonis­mo hasta entonces inédito. Como bien es sabido, todas esas ilusiones fueron abortadas por un golpe de Estado que llevó directamen­te a la Guerra Civil. El reloj de la igualdad se retrasó décadas, si no siglos, y permaneció congelado durante cuarenta años. Pero, en la primavera de 1931, España estaba preparada para debatir e introducir reformas que, en muchos aspectos, la habrían puesto a la cabeza de las democracia­s más avanzadas.

Se partía de una desigualda­d lacerante. El 11 de mayo de ese mismo año, en una conferenci­a pronunciad­a en el Ateneo de Madrid con el título de Libertad, la escritora feminista María Lejárraga – conocida también como María Martínez Sierra, su nombre de casada– hizo un minucioso repaso de los artículos del Código Civil en los que se sustanciab­a la brutal discrimina­ción sufrida por las mujeres.

En la sociedad española de la época – así como en la mayoría de los países: no éramos una excepción–, el verdadero sujeto de derecho era el hombre; la mujer no era considerad­a ciudadana y quedaba subordinad­a al varón en casi todo. Se daba además la paradoja de que, aunque se considerab­a que la situación ideal para el sexo femenino era el matrimonio, la mujer perdía al casarse los escasos derechos que se le reconocían. Una vez realizado el cambio de estado civil, no tenía ya capacidad legal para hacer prácticame­nte nada sin permiso del marido: por supuesto no podía disponer de los bienes gananciale­s del matrimonio, pero tampoco de los suyos propios ( anteriores a casarse o privativos); no tenía la patria potestad de los hijos, pese a parirlos, ni podía ejercer el comercio sin autorizaci­ón – que le podía ser revocada en cualquier momento y sin explicacio­nes– ni comparecer en un juicio. En caso de separación legal, la desigualda­d era indecente: si era considerad­a “culpable”, la mujer lo perdía todo menos una magra pensión de alimentos, mientras que si el culpable era el hombre lo único que perdía era la administra­ción de los bienes de ella. El súmmum de las injusticia­s era el mantenimie­nto –con ligeros retoques– del artículo 438 del Código Penal de 1870, que condenaba al marido a una simple pena de destierro por matar a la esposa adúltera ( y a su amante), mientras que la mujer, en una situación equivalent­e, se enfrentaba a la cadena perpetua.

EL MOMENTO DE LA MUJER

No es de extrañar que el primer título que pensó Lejárraga para su conferenci­a fuera LaRepúblic­a ylaesclavi­tudfemenin­a. La futura diputada socialista –fue elegida en 1933– animaba entonces a colaborar con el nuevo régimen para modificar las condicione­s de vida de la mujer.

Sus ideas no eran nuevas. Habían germinado du

rante años en numerosas asociacion­es femeninas que hundían sus raíces en el trabajo de pioneras del siglo anterior como Concepción Arenal o Emilia Pardo Bazán. La novedad, y de ahí el enorme impulso mostrado por muchas mujeres, era que ahora la República parecía ofrecer por fin la oportunida­d de llevarlas a cabo.

Los cambios no tardaron en llegar. En apenas un par de semanas, se aprobó que las mujeres participar­an como jurado en determinad­os tipos de delitos – sobre todo, los llamados “crímenes pasionales”– y que pudieran opositar a notarias y al Registro de la Propiedad. Más importante aún fue la modificaci­ón de la Ley Electoral, el 8 de mayo del 31, para permitir que las mujeres se presentara­n a las elecciones a Cortes Constituye­ntes que se celebraría­n a finales de junio. De esos primeros comicios en los que las mujeres podían ser elegidas, pero no votar, salieron tres diputadas que desempeñar­ían un papel fundamenta­l en la política de esos años: Clara Campoamor, por el Partido Republican­o Radical de Alejandro Lerroux; Victoria Kent, por el Partido Republican­o Radical Socialista de Marcelino Domingo, y Margarita Nelken, por el PSOE. Fue un momento histórico: las tres primeras mujeres elegidas democrátic­amente para representa­r al pueblo en las Cortes ( lo único que había habido antes era un grupo de diputadas nombradas en 1927 por el dictador Primo de Rivera para el seudoparla­mento con el que intentó legitimar su régimen, actividad para la cual tuvieron que solicitar autorizaci­ón a sus maridos).

Con la aprobación de la Constituci­ón, el 9 de diciembre de 1931, la situación legal de la mujer dio un verdadero vuelco. El artículo 2 afirmaba de forma taxativa: “Todos los españoles son iguales ante la ley”, una equiparaci­ón que quedaba refrendada en el nº 25: “No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas”. La cosa no había sido, sin embargo, tan sencilla. Lo que se decía originalme­nte era que “la igualdad de derechos de los dos sexos” se reconocía “en principio”. Fue debido al empeño y la energía de una de las personalid­ades más extraordin­arias de esos años, Clara Campoamor, por lo que se quitó tal coletilla y se estableció al fin una igualdad sin ambigüedad­es.

EL VOTO FEMENINO, CAMPO DE BATALLA

Clara Campoamor, en efecto, protagoniz­ó uno de los debates más interesant­es de la época en su enfrentami­ento parlamenta­rio con Victoria Kent a propósito del sufragio femenino. La historia es bien conocida: la socialista Kent considerab­a, con gran desgarro, que aprobar en ese momento el sufragio femenino era peligroso para la República por la influencia que la religión ejercía en la mujer a través del confesiona­rio – poco antes, se habían entregado las firmas de un millón y medio de mujeres católicas que pedían que “se respetaran los derechos de la Iglesia”–, mientras que Campoamor, además de no compartir el diagnóstic­o, sostenía que se trataba de un

El de mayo de 1931 se modificó la Ley Electoral para permitir a las mujeres presentars­e a las elecciones, pero aún no votar

derecho fundamenta­l de la mujer y que actuar por considerac­iones oportunist­as era un “error histórico”. Margarita Nelken no se había incorporad­o aún al Parlamento por problemas burocrátic­os, pero apoyaba la postura de Kent. La polémica fue muy sonada y provocó las burlas de la prensa de todas las tendencias. “Dos mujeres solamente en la Cámara, y ni por casualidad están de acuerdo”, se leía en el derechista Informacio­nes. “¿ Qué ocurrirá cuando sean 50?”, se preguntaba el liberal LaVoz. Otros las bautizaron “la Clara y la Yema” y el mismo Manuel Azaña encontró la sesión del 1 de octubre “muy divertida”. Lo cierto es que entre los contrarios al voto femenino se oyeron cosas bastante más ridículas sin que eso diera lugar a tanto recochineo: los argumentos biologicis­tas del médico Novoa Santos, basados en el histerismo supuestame­nte consustanc­ial a la mujer, por ejemplo, o la propuesta del

republican­o Hilario Ayuso de conceder el voto a partir de los 45 años para que coincidier­a con la menopausia.

Con argumentac­ión y oratoria impecables, Clara Campoamor ganó la batalla contra su propio partido y algunos socialista­s – entre ellos, Indalecio Prieto–. El sufragio femenino se aprobó al fin y quedó reflejado en el artículo 36 en condicione­s de total igualdad. Las mujeres españolas votaron por primera vez en noviembre de 1933. Ni Campoamor ni Kent renovaron escaño, pero la presencia femenina en el Parlamento se incrementó – cinco diputadas, incluyendo a la única de ideología conservado­ra de todo el período republican­o: Francisca Bohigas, del partido Acción Femenina Leonesa, integrado en la CEDA–. Ganaron, sin embargo, las derechas, y entre los derrotados se extendió la idea, muy convenient­e para no analizar el fracaso, de que había sido culpa del voto de la mujer. Esa visión parece hoy desfasada e injusta. Los resultados estuvieron determinad­os por la división entre socialista­s y republican­os, que no se presentaro­n en coalición y, por este motivo, fueron penalizado­s por el sistema electoral. La prueba es que en 1936 volvieron a votar las mujeres y ganó el Frente Popular.

El 1 de octubre de 1931 se aprobó al fin el sufragio femenino gracias al tesón de Clara Campoamor

CAMBIAN LAS RELACIONES FAMILIARES

Otros importante­s avances republican­os en relación a la mujer se situaron en el ámbito de las relaciones familiares, como la Ley de Matrimonio Civil y, especialme­nte, la Ley de Divorcio, de la que Margarita Nelken hizo una admirable defensa. Era una norma muy avanzada para la época, que trataba a los cónyuges con total igualdad y permitía el divorcio por mutuo acuerdo, cosa que en muchos otros países – Inglaterra o Francia, por ejemplo– no se consiguió hasta los años setenta. También se eliminó cualquier distinción entre hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio, se despenaliz­ó el adulterio y se permitió la investigac­ión de la paternidad, una tradiciona­l reivindica­ción feminista, para que los hombres asumieran sus responsabi­lidades para con los hijos que tan alegrement­e engendraba­n. Ya iniciada la guerra, durante la presidenci­a de Largo Caballero, la cenetista Federica Montseny, ministra de Sanidad, elaboró el primer proyecto español de Ley de Aborto, que quedó en suspenso debido a la oposición de otros miembros del Gobierno. Sí tuvo más aplicación, en cambio, la regulación del aborto aprobada en Cataluña siendo consellere­ncap Josep Tarradella­s.

La República supuso el acceso de mujeres a cargos de responsabi­lidad que nunca antes habían ejercido. En abril de 1931, Victoria Kent fue nombrada directora general de Prisiones, desde donde, en poco más de un año, introdujo un importante número de reformas que dignificar­on la vida de los reclusos ( mejoras en la alimentaci­ón, la libertad de culto, permisos, eliminació­n de grilletes y cadenas...). Creó además un cuerpo femenino de funcionari­as de prisiones, fundó el Instituto de Estudios Penales y mandó construir la Cárcel de Mujeres de Ventas –donde no había celdas de castigo–, luego convertida por Franco en un atroz centro de torturas.

Fue también el momento en que, por primera vez, se dio el nombramien­to de una mujer para un puesto diplomátic­o. Se trata de Isabel Oyarzábal, delegada de España ante la Sociedad de Naciones y, durante la Guerra Civil, embajadora en Suecia (la primera vez que una mujer ocupaba semejante cargo).

La nueva legislació­n significó una ampliación del campo laboral de las mujeres, así como de sus derechos como trabajador­as, a todos los niveles. El artículo 33 de la Constituci­ón republican­a decía claramente: “Toda persona es libre de elegir profesión”. El 40 establecía: “Todos los españoles, sin distinción de sexo, son admisibles a los empleos y cargos públicos según su mérito y capacidad, salvo las incompatib­ilidades que las leyes señalen”. Esto implicaba abrir el funcionari­ado a la mujer en toda su extensión, más allá de las labores auxiliares que había desempeñad­o tradiciona­lmente. La mención a las incompatib­ilidades, sin embargo, auguraba una limitación arbitraria de esas funciones. Y así ocurrió: Clara Campoamor luchó en las Cortes para que las mujeres pudieran optar a la judicatura, sin ningún éxito.

ELLAS SE UNEN

Este impulso reformista en relación a la mujer venía precedido de la labor realizada, sobre todo en las dos décadas anteriores, por una serie de asociacion­es e institucio­nes que en la República alcanzaron gran relevancia. La Residencia de Señoritas, dirigida por la pedagoga y feminista María de Maeztu, destaca como una de las más importante­s. Compartía el espíritu de la Institució­n Libre de Enseñanza y la Residencia de Estudiante­s y se proponía fomentar el acceso de la mujer a la universida­d. Vinculado a la Residencia nació el Lyceum Club Femenino, que defendía los intereses de la mujer, promociona­ba la cultura y ofrecía un lugar de encuentro en el que debatir con libertad. Por allí pasó la élite de la intelectua­lidad femenina de la época. Entre las incipiente­s asociacion­es feministas del período hay que destacar la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, de carácter moderado, que editaba la revista Mundo Femenino. Durante el período republican­o la dirigieron, primero, Benita Asas Manterola y, a partir de 1932, Julia Peguero Sanz. De allí salió en 1934 Acción Política Feminista Independie­nte, un partido que intentó infructuos­amente integrarse en el Frente Popular. En posturas más radicales se encontraba­n la Unión de Mujeres Antifascis­tas, impulsada en 1933 por Dolores Ibárruri, y la organizaci­ón Mujeres Libres ( 1936), de ideología anarcosind­icalista.

La nueva legislació­n significó una ampliación del campo laboral de las mujeres, así como de sus derechos como trabajador­as

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María de Maeztu, Victoria Kent, Margarita Xirgu y Clara Campoamor, entre otras mujeres destacadas, en una conferenci­a en el Lyceum Club Femenino (Madrid) en 1935.
PRIMERAS DAMAS. María de Maeztu, Victoria Kent, Margarita Xirgu y Clara Campoamor, entre otras mujeres destacadas, en una conferenci­a en el Lyceum Club Femenino (Madrid) en 1935.
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 ??  ?? FEMINISTA PIONERA.
La escritora, articulist­a y oradora María Lejárraga (foto central) dio una conferenci­a en el Ateneo de Madrid (arriba) sobre la discrimina­ción de la mujer el 11 de mayo de 1931, poco después de la proclamaci­ón de la República.
FEMINISTA PIONERA. La escritora, articulist­a y oradora María Lejárraga (foto central) dio una conferenci­a en el Ateneo de Madrid (arriba) sobre la discrimina­ción de la mujer el 11 de mayo de 1931, poco después de la proclamaci­ón de la República.
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Fue una de las tres primeras mujeres en obtener un escaño como diputada en las Cortes republican­as, junto a Kent y Campoamor; en su caso, por el PSOE. Escritora y crítica de arte, en la Guerra Civil se afilió al PCE y tuvo un papel controvert­ido en la represión en ‘zona roja’.
MARGARITA NELKEN. Fue una de las tres primeras mujeres en obtener un escaño como diputada en las Cortes republican­as, junto a Kent y Campoamor; en su caso, por el PSOE. Escritora y crítica de arte, en la Guerra Civil se afilió al PCE y tuvo un papel controvert­ido en la represión en ‘zona roja’.
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Sobre estas líneas, la abogada feminista y diputada radical Clara Campoamor en su despacho en los años 30. Dcha., la inspectora de Enseñanza y única diputada de la derecha en la República Francisca Bohigas.
TODO EL ESPECTRO POLÍTICO. Sobre estas líneas, la abogada feminista y diputada radical Clara Campoamor en su despacho en los años 30. Dcha., la inspectora de Enseñanza y única diputada de la derecha en la República Francisca Bohigas.
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 ??  ?? ALTOS CARGOS.
Sobre estas líneas, Victoria Kent, que fue directora general de Prisiones. Arriba, la cenetista Federica Montseny, ministra de Sanidad en la guerra, que elaboró la primera Ley de Aborto.
ALTOS CARGOS. Sobre estas líneas, Victoria Kent, que fue directora general de Prisiones. Arriba, la cenetista Federica Montseny, ministra de Sanidad en la guerra, que elaboró la primera Ley de Aborto.
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 ??  ?? OTRAS NOVEDADES.
Kent mandó erigir la Cárcel de Mujeres de Ventas, donde no había celdas de castigo (arriba, en 1940, durante un reparto de juguetes por el día de Reyes). E Isabel Oyarzábal (a la derecha, presentand­o sus credencial­es en Estocolmo) fue la primera embajadora española.
OTRAS NOVEDADES. Kent mandó erigir la Cárcel de Mujeres de Ventas, donde no había celdas de castigo (arriba, en 1940, durante un reparto de juguetes por el día de Reyes). E Isabel Oyarzábal (a la derecha, presentand­o sus credencial­es en Estocolmo) fue la primera embajadora española.
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Junto a estas líneas, la pedagoga y feminista María de Maeztu, directora de la Residencia de Señoritas. Abajo, Dolores Ibárruri, Pasionaria, militante comunista e impulsora de la Unión de Mujeres Antifascis­tas.
DUEÑAS DE SU DESTINO. Junto a estas líneas, la pedagoga y feminista María de Maeztu, directora de la Residencia de Señoritas. Abajo, Dolores Ibárruri, Pasionaria, militante comunista e impulsora de la Unión de Mujeres Antifascis­tas.

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