La República de las ciencias y las letras
Azorín la bautizó como “la República de los intelectuales”. La II República no solo trajo el voto femenino y derechos aplazados, sino más maestros y escuelas. Aquella República de las Ciencias y las Letras se propuso atajar el analfabetismo y rehacer España.
La Segunda República fue, entre otras muchas cosas, un visionario Estado cultural que concitó encendidas esperanzas e inevitables decepciones. Manuel Azaña pensaba que la democracia era un “avivador” de la cultura y que esta era la expresión más vital de la nueva España. La savia burguesa y liberal de los republicanos impulsó entre 1931 y 1933 las reformas de mayor calado del siglo XX. Con contradicciones, porque políticos y ciudadanos estaban aprendiendo a ejercitar la democracia mientras combatían atrasos seculares.
El país llevaba despertándose desde finales del siglo XIX de un letargo de décadas y por fin se desperezó en el umbral de los años treinta, en plena recesión del 29. Aunque el mundo del pensamiento y la Universidad ya habían abandonado la somnolencia: la Generación de 1914, liderada por el filósofo José Ortega y Gasset, y su apuesta europeísta fueron un aldabonazo. Y las iniciativas promovidas por la Institución Libre de Enseñanza ( ILE) sembrarían semillas de regeneracionismo cultural.
Esta atmósfera favorable al conocimiento sería una de las fortalezas de la República. El régimen del 14 de abril encontró unas élites culturales y científicas asentadas que dieron paso a la brillante hornada de la Generación del 27. A la influencia de Unamuno, Machado u Ortega se sumaron los intelectuales de la Edad de Plata: Pedro Salinas, García Lorca, Rafael Alberti, Rosa Chacel, Luis Cernuda, María Teresa León, Ernestina de Champourcín, Luis Buñuel, Maruja Mallo, María Zambrano... Solo faltaba que ese potencial llegara al pueblo, un reto que tu
vo su reflejo en las Misiones Pedagógicas [ ver recuadro]. La idea matriz era europeizar España profundizando en su esencia ibérica y su diversidad regional, algunos de los postulados del proyecto educativo de la ILE.
La ILE se fundó el 29 de octubre de 1876 a raíz de que un grupo de profesores universitarios afines a las ideas del krausismo alemán, que Julián Sáenz del Río había introducido en España, rechazaran el decreto del ministro de Fomento Manuel de Orovio. Su exigencia de no enseñar principios contrarios a la doctrina católica atacaba la libertad de cátedra. Tras ser expulsados, estos profesores, con Francisco Giner de los Ríos a la cabeza, crearon una universidad alternativa. Atrajeron a jóvenes talentos, pero abandonaron la idea de competir con la universidad oficial ( a la que Giner de los Ríos volvió en 1881). Era más decisivo educar al niño desde edades tempranas si se quería transformar la sociedad. Ya en 1882 habían impulsado el Museo Pedagógico Nacional, dirigido por Manuel Bartolomé Cossío, con la idea de que la innovación pedagógica era la mejor herramienta de cambio social. Siguiendo sus ideas, la ILE abrió un colegio de Primaria en el madrileño paseo del Obelisco, 8 ( hoy, general Martínez Campos). Además del profesorado habitual, Américo Castro y otras personalidades daban clase en el colegio. La Residencia de Estudiantes, creada en 1910, su homónima de Señoritas, en 1915, y el Instituto- Escuela, en 1918, constituyen su legado. Pero su espíritu innovador alumbró otras empresas.
EL RETO DE LA MODERNIZACIÓN CIENTÍFICA
La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, creada en 1907 por el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, había contribuido a poner los cimientos de la ciencia moderna. Aunque era una institución oficial, participaron en ella personalidades ligadas a la ILE. Gracias a su sistema de becas y pensiones, intelectuales y científicos pudieron formarse en el extranjero. A su vuelta, se les facilitaban laboratorios y centros de investigación para seguir formándose. Blas Cabrera o su discípulo Arturo Duperier se convirtieron en referentes internacionales. Cabrera, que ya se había encargado del Laboratorio de Investigaciones Físicas con Enrique Moles, puso en marcha en 1932 el Instituto Na
La ILE fue fundada en 1876 por un grupo de profesores afines al krausismo que defendían la libertad de cátedra
cional de Física y Química ( para lo que contó con una donación de la Fundación Rockefeller) con Duperier, Julio Palacios y Miguel Catalán. Su sede fue conocida como “el edificio Rockefeller”, el nombre del patrocinador. Tanto en el campo de la medicina como en la neurología o la psicología aplicada, los años treinta fueron cruciales. Gonzalo Rodríguez Lafora (becado en Alemania y discípulo de Ramón y Cajal) prosiguió investigando a su regreso y organizó un departamento de psiquiatría en el Hospital Provincial de Madrid. Desde sus inicios, la JAE supo capear partidismos y avanzar con el apoyo de los gobiernos liberales y la indiferencia u hostilidad puntual de los conservadores. En la dictadura de Primo de Rivera sobrevivió gracias a su acreditada trayectoria. Cuando se produjo algún intento de injerencia ( como el decreto del 21 de mayo de 1926, que modificaba la elección de vocales), José Castillejo, secretario y alma de la JAE, y su presidente, Ramón y Cajal, minimizaron su influencia.
La República intensificó el apoyo presupuestario a la JAE. El Consejo de Instrucción Pública decretó en el otoño de 1931 que un vocal y un suplente de la JAE participaran en los tribunales de oposiciones a cátedras, lo que contribuyó a renovar el claustro universitario. Los laboratorios de la JAE se integraron en la Universidad, como deseaba Ramón y Cajal, pero el Centro de Estudios Históricos o el Instituto Cajal conservaron su autonomía. El flujo entre la política y la Universidad fue notable: tanto en el Consejo de Ministros como en las Cortes proliferaban los catedráticos. En 1932, siendo ministro de Instrucción Pública Fernando de los Ríos, se creó la Fundación Nacional para Investigaciones Científicas y Ensayos de Reformas, destinada a llevar la innovación al terreno industrial y completar la acción de la JAE. En el bienio derechista – del 33 al 35– se recortaron las becas en el extranjero, pero la JAE sorteó estas trabas y continuó su labor.
LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES
Del frondoso árbol de la JAE surgió en 1910 el Centro de Estudios Históricos ( con figuras del relieve de Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro y Tomás Navarro Tomás en la sección de lengua española; de Manuel Gómez- Moreno y Rafael Altamira en la de arte, y de Claudio Sánchez Albornoz en historia). El Centro de Estudios Históricos impulsó además la Universidad de Verano ( precursora de la posterior Universidad Menéndez Pelayo) en la que Pedro Salinas y Menéndez Pidal impartieron cursos. En el mismo año, 1910, se creó la mítica Residencia de Estudiantes. Concebida como un colegio universitario, se inauguró en un hotelito de la calle Fortuny de Madrid el 1 de octubre. Giner de los Ríos eligió como director a Alberto Jiménez Fraud, uno de sus alumnos aventajados. Jorge Guillén fue uno de los primeros
en alojarse. Luego llegaron las figuras estelares ( Federico García Lorca, Salvador Dalí, Severo Ochoa o Pepín Bello) que han dado una aureola de genialidad a una institución en la que la disciplina se alentaba y no se imponía. Pero la Residencia fue, además, un lugar de encuentro que desarrolló actividades como los Cursos de Verano para Extranjeros. En uno de ellos se conocieron Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. Fue también un centro de referencia en la Europa de entreguerras que atrajo como conferenciantes a Albert Einstein, Marie Curie, Paul Valéry o Le Corbusier. En 1915, la Residencia de Estudiantes se trasladó a los Altos del Hipódromo. Juan Ramón, que pasó a ser residente – ya desde 1913 se alojaba en Fortuny, al nombrarle Jiménez Fraud “poeta en Residencia” para involucrarle en sus actividades–, la bautizó como “la colina de los Chopos”. En Fortuny se instaló la Residencia de Señoritas, dirigida por María de Maeztu. En ella se alojaron Victoria Kent ( que se sufragaba su estancia encargándose de la biblioteca) o Josefina Carabias. La cercanía de Fortuny del Instituto Internacional ( International Institute for Girls), situado en Miguel Ángel, 8, y fundado en 1903, acentuó la colaboración entre ambas entidades. Aunque la relación entre el Instituto Internacional, fundado por la pedagoga y misionera protestante estadounidense Alice Gordon Gulick, y la ILE venía de atrás. Alice G. Gulick decidió abrir el Instituto Internacional en Madrid tras haber regentado un centro educativo de referencia en San Sebastián. La colaboración entre ambas instituciones favoreció el intercambio entre las estadounidenses que venían a estudiar a Madrid y las residentes españolas que empezaron a obtener becas en universidades y colleges de Estados Unidas. De Maeztu solicitó el paraguas de la JAE para dotar de gastos de viaje a las jóvenes. De ahí surgió un Comité de Becas para estudiantes españolas en el extranjero en el que Zenobia Camprubí era secretaria y María Goyri y María de Maeztu eran vocales.
La Residencia de Estudiantes fue una institución de referencia en la Europa de entreguerras
Los Instituto- Escuela nacieron en 1918 como un experimento educativo: sus métodos eran un calco del ideario de la ILE, pero con carácter oficial. Los alumnos cursaban allí el bachillerato, mientras que en la Insti tenían que examinarse fuera. Madrid tuvo dos centros y Barcelona, Sevilla y Valencia uno.
MÁS MAESTROS Y MEJOR PAGADOS
Crear más escuelas y subirles el sueldo a los maestros: esa fue la estrategia educativa. De ser casi unos parias ( en algunos pueblos sufrían en su vivienda las mismas incomodidades que sus vecinos y parte del sueldo era en especie, como cuenta Josefina Aldecoa en Historiade una maestra) pasaron a ser la gran apuesta republicana. Resurgía la idea de Giner de los Ríos de enviar a los mejores maestros a las peores escuelas, las más abandonadas. Imperaban las corrientes pedagógicas de la Escuela Nueva, cuyo eje era poner al niño en el centro del aula. Partían de una realidad poco halagüeña: en 1928 iban a la escuela unos dos millones de niños, pero quedaban sin escolarizar más de un millón; al instituto iban 82.188 alumnos y a la Universidad 45.463. Estas cifras se incrementaron en los años treinta. Resulta llamativa la progresiva proporción de alumnas. En 1931, las chicas representaban el 14, 2% del alumnado de enseñanza media, y cinco años después, en 1936, sobrepasaban el 31%. También aumentó su paso por la Universidad, en especial en Barcelona y Murcia, donde se triplicó su matrícula. La mayoría elegía Farmacia o Filosofía y Letras. Leoncio López- Ocón cita un estudio de
Mariano Pérez Galán ( en Política cultural de la Segunda República) que recoge que en 1931 había 32.680 escuelas, aunque se necesitaba cerca del doble. Para paliar el desfase se abrieron 13.000 más entre 1931 y 1933. El número de maestros creció un 34% y la proporción de maestras dio un salto significativo: en 1922 había 13.565 y en el curso 1934- 1935 eran 23.478. En julio de 1931 se sustituyó el sistema de oposiciones al Magisterio por cursillos de selección del profesorado (que incluían formación en la Escuela Normal y prácticas en escuelas). Se buscaba que los nuevos maestros reemplazaran a los religiosos, algunos carentes de título. Un proceso de secularización que provocó intrincados debates en las Cortes en el verano de 1931 –y dimisiones en el Gobierno–. La religión dejaba de ser obligatoria en la escuela y, según el artículo 26 de la Constitución, se impedía “el comercio, la industria y la enseñanza” a las órdenes religiosas.
El laicismo, asumido en Francia, era una flor incipiente en España. La decisión de la República de independizarse de la Iglesia católica y de cualquier otra religión fue aceptada de forma
desigual en la sociedad. Pero, al trasladarse este debate al aula, muchos maestros aceptaron, aun siendo creyentes, que eran funcionarios, y evitaron el adoctrinamiento. En Diario de una maestra, Dolores Medio novela la experiencia de Irene Gal ( su alter ego), dispuesta a aplicar en su escuela asturiana métodos innovadores tras asistir en la capital a una Semana Pedagógica. Organizadas por los inspectores de enseñanza, las Semanas Pedagógicas motivaban a los maestros a actualizar sus métodos.
Crear más escuelas y subirles el sueldo a los maestros: esa fue la estrategia educativa de la II República
LA SOCIEDAD DE ARTISTAS IBÉRICOS
Pero la cultura “no se agota en la docencia”, declaró Fernando de los Ríos a ElSol el 14 de septiembre de 1932. La República extendió su aliento modernizador a las artes plásticas y ahí confluyó con la Sociedad de Artistas Ibéricos,
ávida de proyección y reactivación. Las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes de 1932 y 1934 se abrieron a las tendencias renovadoras y las diversas vanguardias. Esta mirada nueva y ecléctica se reflejó en las Exposiciones Nacionales en el exterior, como la presentada en Berlín entre finales de 1932 y enero de 1933. Participaron Juan Gris, Picasso, Joan Miró, Vázquez Díaz, Dalí, Maruja Mallo, Alberto Sánchez, Benjamín Palencia, Ángeles Santos... Las de 1935 y 1936 en París reflejaron la misma tónica. El Museo de Arte Moderno, por su parte, trajo arte europeo y, en marzo de 1936, una exposición de Max Ernst y sus collages surrealistas. Maruja Mallo, amiga de Lorca, Dalí y Buñuel, fue la cuarta inteligencia de este grupo. Ella y otras artistas, como Ángeles Santos, Remedios Varo, Delhy Tejero, Rosario Velasco o Gisela Ephrussi, encontraron en los años treinta su lugar como creadoras. Con Cloacas y campanarios, Mallo aportó su visión genial al surrealismo de la Escuela de Vallecas.
La defensa del Patrimonio fue otra prioridad. En mayo de 1933 se aprobó una avanzada Ley de Protección del Patrimonio Artístico. Al estallar la Guerra Civil, se nombraría una Junta de Incautación del Tesoro Artístico para evitar la rapiña de objetos de valor histórico, públicos o privados, y recuperar desde Bellas Artes museos y edificios defendidos inicialmente por milicianos. Los bombardeos obligaron a reforzar las instalaciones de El Prado y finalmente a trasladar las grandes obras a Valencia, Barcelona y más tarde a Suiza. En este país se acabaron entregando a los vencedores.
En 1939, la ILE fue prohibida y el talento se fue al exilio. Arturo Duperier perdió su plaza con excusas rebuscadas: se le reprochó no haber aprovechado un viaje a París en 1937 para pasarse al enemigo, es decir, al lado “correcto”, el de los futuros vencedores.