Historias de la filosofía
Una rueda es fascinante. Y lo es no solo por la funcionalidad de un mecanismo de aparentemente enorme simpleza que es capaz de reducir la fricción y el rozamiento de tal manera que se pueden arrastrar pesadas cargas a velocidades superiores; la verdadera fascinación reside en las extrañísimas condiciones que tienen que darse para que algo como una rueda aparezca. Se necesita tanto tiempo –unos cientos de miles de años de evolución humana y otros tres mil años más para pasar de activar un torno de alfarero a mover un carro– y se necesitan tal cantidad de acontecimientos sincrónicos o subsecuentes, que el que llegue a aparecer una rueda en el mundo parece un verdadero milagro. Con la democracia sucede lo mismo. Si ya de por sí es fascinante un tipo de coordinación social como ella, más fascinante es todavía el que se den las ingentes condiciones de posibilidad para que emerja.
UN INVENTO CASI MILAGROSO
Lo primero que necesita este invento del gobierno ( krátos) del pueblo ( demos) es, nada más y nada menos, el contar con ciudadanos no solo con capacidad de acordar, sino además con la voluntad de hacerlo. Acordar no solo no es algo sencillo, sino que contradice el principio darwinista de la exclusiva supervivencia e imposición del más fuerte. Solo pueden acordar y consensuar individuos que entienden lo que establece el pacto y que, una vez entendido, tienen la entereza ética y efectiva de cumplirlo y no solo ceñirse al pacto sino mejorarlo continuamente. Es decir, sujetos capaces de conformar opinión y, lo que es más extraordinario aún, capaces de, una vez conformada esa opinión, poder cambiarla. Sujetos instruidos y avezados en el difícil arte del sentido crítico, de saber “separar y discernir” (en griego, krinein, de donde deriva “crítica”) y hacerlo de manera “elegante” (del latín legere: cosechar y seleccionar lo más conveniente), en un proceso dialéctico que es una auténtica maravilla de ingeniería relacional. Pero que aún requiere de algo todavía más insólito y raro: emplear esas capacidades no en el beneficio propio sino en el bien común, en producir el mayor bienestar posible al mayor número de ciudadanos posible.
Tiene también, ese sujeto que posibilita la democracia, que detestar la concentración de poder hasta en los dioses, hasta en sí mismo. La democracia es sorprendente no tanto por lo que aporta a la cosa pública como por el tipo de ser humano que exige. Cuando ese improbable sujeto se da, aún quedan más sorprendentes y específicas condiciones para la emergencia de una democracia. Hace falta igualdad, aquello que los antiguos griegos concretaban en la isonomia ( igualdad ante la ley), isegoría ( igualdad de palabra) e isocracia ( igualdad en el ejercicio del poder). Esa igualdad implica necesariamente dos cuestiones más: el poder hablar con franqueza sin riesgo de salir perjudicado, lo que los griegos llamaban parresia, y el que no exista de partida ninguna limitación, coerción o tabú que condicione lo que se expone públicamente para el consenso. La completa libertad de expresión de ciudadanos que saben lo que dicen y que lo dicen francamente es otra
La democracia permaneció siempre latente, en constante gestación, hasta que volvió a emerger metamorfoseada
maravillosa condición de posibilidad de la democracia. Tenemos, así, tres insólitas circunstancias específicas que deben darse y que además son subsecuentes la una de la otra; dicho en términos del lema de la Revolución Francesa, tiene que haber libertad, igualdad y fraternidad. Si nos fijamos un poco en los tres conceptos, veremos que ninguno de ellos puede actuar por separado (como la rueda y el eje): sin igualdad nunca podrán darse las condiciones universales de libertad y sin estas no puede existir el propósito de un bien común que se antepone a los intereses privados (la fraternidad), y estos tres elementos se condicionan en el orden que se prefiera.
Cuando pensamos mínimamente en todo lo sorprendente que tiene que darse para que emerja una democracia y en la fragilidad de los puntos de anclaje que la sostienen, nos sobrecogen inquietudes: ¿ cómo están estas condiciones hoy en día?, ¿ son nuestras democracias representativas o participativas una “solución” que mantenga los principios que guían el concepto de democracia?, ¿ seguimos siendo aquellos sujetos únicos capaces de aspirar al gobierno de entre todos? Cuenta la historiografía que, en nuestra cultura, la democracia emanó de la Atenas griega de los gloriosos siglos VI y V a.C. Y con ella llegó la tragedia, que como representación educativa permitía a los ciudadanos el tener que deliberar, que tomar partido, que implicarse y formar juicio crítico. Y también empezaron a llegar los sofistas, los expertos en el arte de la persuasión y la retórica para sacar provecho propio en un mundo que fue de todos. Y le surgieron las críticas, de Platón a Aristóteles, que veían poco probable que todas esas condiciones, aun dándose, pudieran ser operativas en el gobierno de la polis, y que la “mayoría” sería fácilmente manipulable por logógrafos y demagogos de manera que, bajo una apariencia de decisión colectiva y asamblearia, siempre subyacería la tiranía o la oligarquía. Y un mal día del año 322 a.C. aquella democracia, como una rueda rudimentaria y mal engrasada, dejó de funcionar y murió. Y recibió, como decía el cómico, “un entierro barato”, de esos que por escatimar en tierra y sarcófago permiten volver a la vida. La democracia no se sepultó sino que tan solo fue reprimida, pues permaneció siempre latente, en constante gestación, hasta que volvió a emerger metamorfoseada. Demasiado fascinante ese concepto de democracia para no seguir rodando... como una rueda.