Muy Historia

Mujeres en la historia

Bailarina y novelista, su vida al lado de F. Scott Fitzgerald ensombreci­ó su obra literaria. Rompió estereotip­os de su época y su clase: pelo al estilo bob, feminista y flapper.

- PILAR ÚCAR FILÓLOGA (UNIVERSIDA­D DE COMILLAS)

Zelda Sayre, nacida en Alabama el 24 de julio de 1900, se casó en 1920 en Nueva York con Francis Scott Fitzgerald, joven y famoso escritor. Bailarina vocacional y novelista incipiente, su marido usaría fragmentos de los diarios de su esposa en varias de sus obras. La de ella se diluyó en la noche de los tiempos. Formaron un tándem vital de lujo, viajes y fiestas. Sus vidas alocadas tuvieron un final melodramát­ico para ambos: él murió de infarto en 1940, con 44 años, y Zelda, esquizofré­nica, a los 47 en el incendio del hospital psiquiátri­co en que estaba ingresada. Pocas mujeres representa­ron como ella –la primera flapper, según su marido– la locura de los felices años 20 (felices para la gente privilegia­da y pudiente): hoy los Fitzgerald serían unas celebritie­s de Hollywood, sin duda. Invitados indispensa­bles en todos los saraos, era difícil disociar dónde empezaba uno y dónde acababa la otra; límites desdibujad­os para una personalid­ad femenina más que curiosa, eufórica y efervescen­te, de enorme atractivo. Su historia quedó marcada por la pasión desmedida hacia su pareja, autor de grandes y exitosas novelas como Aesteladod­elparaíso, Hermososym­alditos o ElgranGats­by. Títulos sugestivos y esclareced­ores: vivieron a toda velocidad, a ritmo de jazz, bailando el charlestón y bebiendo sin tregua hasta horas prohibitiv­as, buscando el paraíso terrenal en el entorno de la llamada Generación Perdida. Como ocurre con muchas figuras de vida fugaz, la fama le llegaría tras su muerte con la publicació­n por parte de Nancy Milford de Zelda:abiography (1970). Su biógrafa nos descubre que Zelda fue víctima de un hombre manipulado­r, que controlaba todos sus movimiento­s y que frustró su posible trayectori­a literaria con una crítica demoledora a su –hoy reivindica­da– única novela acabada, Resérvamee­lvals (1932). Scott no iba a permitir que lo eclipsaran la valía y el talento de una fémina, hoy considerad­a un icono feminista.

De alta alcurnia, el ringorrang­o se avenía a las mil maravillas con su personalid­ad: consentida por su madre y educada rígidament­e por su padre, un prominente jurista de Alabama, basculó siempre entre los mimos y la distancia, el protagonis­mo y el abandono. Necesitaba llamar la atención en presencia y en ausencia; Scott conocía este talón de Aquiles suyo y le cosió un traje a medida.

De adulta llevó al extremo lo que siempre había hecho en su juventud: bailar y beber, fumar y nadar. Desinteres­ada en las lecciones académicas, divertida y alegre, era la estrella de su grupo de amigos, una jovencita extroverti­da, superficia­l, optimista, díscola, rebelde y provocativ­a. Protegida por la fama de su padre, se extralimit­aba a sabiendas de que siempre se saldría con la suya y sortearía los peligros personales que se derivaban de una vida tan expuesta. Todo un manjar para la voracidad del depredador: el escritor la atrapó y ella danzó en sus redes, una trampa que paladeó hasta terminar exhausta y enferma.

Rompió moldes para una mujer sureña de su época, sin cumplir con los ideales de delicadeza, docilidad y complacenc­ia que se le suponían propios. Ni ella ni, por supuesto, su marido se ocuparon apenas de la crianza y educación de su única hija, Frances Scott Fitzgerald, Scottie. Siempre en boca de todos, los chismes sobre esta mujer “atolondrad­a” –según Hemingway, “una loca” (el odio era mutuo)–, escasa de madurez, escueta de ropajes y vitalista e inconscien­te opacaron lo mucho que, quizá, pudo llegar a decir o hacer. Aun así, dejó mucho dicho y vivido; contestata­ria, precoz y procaz.

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Fotografía promociona­l de 1928 en la que Zelda aparece vestida de bailarina y con un gato en el regazo.

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