Raimundo VI de Tolosa. El mundo a sus pies
A finales del siglo xii, el condado de Tolosa se extendía desde los Pirineos hasta el Ródano. A su frente, Raimundo VI administraba más castillos que el mismo rey de Francia. Tenía el mundo a sus pies, pero ignoraba que una mala jugada podía sacarlo de la
Su padre, Raimundo V, había aprendido que las armas por sí solas no bastan para conservar el poder. Enrique II Plantagenet, en Inglaterra, y Ramón Berenguer IV y Alfonso II, en Aragón, habían sido sus maestros. Raimundo luchó contra ellos con uñas y dientes, pero también firmó treguas y tratados de paz cuando no le quedó más remedio que hacerlo. En la Europa del siglo xii no había un poder omnímodo, y las alianzas se redibujaban constantemente para arañar esta o aquella cesión.
Tras su muerte en 1194, Raimundo VI, hijo suyo y de Constanza de Francia (hermana del rey Luis VII), heredó similares desafíos, remarcados por la imparable expansión de la herejía albigense, a la que su padre se había opuesto. Unos años antes, en 1179, el concilio de Letrán había excomulgado a los protectores de ese movimiento, pero su causa no se había debilitado, ni mucho menos, y sus simpatizantes hacían oídos sordos a la predicación de los dominicos y las amenazas de la Santa Sede.
Raimundo VI, conocido como el Viejo, tenía sus propias ideas sobre la herejía… y sobre todo lo demás. Tras cuarenta años de guerras intermitentes, en 1196 firmó la paz con Inglaterra, que apuntaló con su boda con Juana, hermana del rey Ricardo Corazón de León (hijo del mencionado Enrique II). Y, a diferencia de su progenitor, prefirió entenderse con la Corona de Aragón antes que enfangarse en nuevas guerras contra sus vecinos (precisamente, su quinta y última esposa sería Leonor, hija de Alfonso II y hermana, por tanto, de Pedro el Católico). Antes de acometer esa hábil política matrimonial, Raimundo había estado casado en tres ocasiones más, con Damsel de Chipre, Ermessenda de Pelet y Beatriz de Béziers, a la que repudió en 1189 y que se retiró a una casa de perfectos cátaros.
TOLERANCIA INTERESADA
Junto a ese despliegue diplomático, que derivaría en la creciente influencia de la monarquía aragonesa sobre Occitania (y la consiguiente
alianza militar entre Aragón y Tolosa), el giro más significativo de Raimundo VI lo dio con su apoyo a los albigenses. La herejía, más enraizada en las zonas rurales que en las urbanas, no habría prosperado sin la tolerancia y la protección de figuras como la suya, que veían en la Iglesia de Roma una especie de nueva Babilonia. Las crónicas describen que Raimundo se hacía acompañar por un séquito de perfectos para que, en trance de muerte, pudieran darle el consolamentum, el sacramento cátaro que fusionaba el bautismo, la confirmación, la ordenación y la extremaunción católica.
Pero ¿qué había detrás de esas simpatías? ¿Amparaba la herejía por convicción o por simple conveniencia? Una cosa no quita la otra. El expansionismo de Felipe II, sucesor de Luis VII en el trono de Francia, podía poner en riesgo los intereses de su condado, así como los privilegios de quienes, más tarde, lo seguirían en el «duelo» de Muret junto a Pedro II. Además, y como sostiene el ensayista francés Jean Sévillia en Históricamente incorrecto, el conde confiaba en apoderarse de los bienes de la Iglesia si el catarismo se imponía en su jurisdicción.
Esa mezcla de adhesión espiritual e interés material no siempre ha sido bien interpretada, sobre todo por la pasmosa volubilidad del conde, acostumbrado a nadar siempre entre dos aguas. En una entrada de la Enciclopedia Católica de 1911, leemos que Raimundo VI fue «un príncipe perverso y escéptico», y, en una historia de la villa de Tolosa de 1839, que «no podemos exonerarlo de haber favorecido a los albigenses». Lo cierto es que sus motivaciones remitían a un sentimiento de independencia frente a los poderes que maniobraban para segar la hierba bajo sus pies, con la Iglesia a la cabeza.
Así, su excomunión en mayo de 1207 fue el principio de una operación de acoso y derribo que se ampliaría, meses más tarde, con la invitación que el papa Inocencio III lanzó al rey y a los nobles de Francia para que se dieran un festín en las tierras occitanas —botín o parte de prenda—, con las indulgencias que solían concederse a los caballeros que marchaban a Tierra Santa. ¿Se lo merecía? Según Roma, sí, por supuesto. Desde su «trono» en el Languedoc, Raimundo no había cesado de robar propiedades a la Iglesia y ultrajar a sus representantes, por no hablar de sus consideraciones hacia los judíos y su salvaguarda de los cátaros. Además, lo tenían por un mentiroso compulsivo, que prometía constantemente lo que al final se negaba a cumplir.
EL ASESINATO DE PEDRO DE CASTELNAU
Sabedor del poder de sus enemigos, Raimundo reculó y trató de obtener el perdón de Inocencio III, pero ya era demasiado tarde. O lo fue, más bien, en el momento en que el legado pontificio Pierre de Castelnau fue asesinado por un misterioso jinete en un embarcadero no lejos de la ciudad de Saint-Gilles, episodio que justificaría la proclamación de la cruzada contra los albigenses en la primavera de 1208. «Expulsadle, a él y a sus cómplices, de las tierras del Señor. Despojadles de sus tierras para que habitantes católicos sustituyan en ellas a los herejes eliminados», ordenó el papa a Felipe II, quien, finalmente, consintió que sus nobles participaran en la campaña contra el «perverso y escéptico» Raimundo.
En realidad, no conocemos la identidad del hombre que ultimó al legado del papa ni tampoco si actuó bajo las órdenes directas del conde de Tolosa, aunque es razonable que así fuera. Sin embargo, la sombra de la cruzada volvió a Raimundo a sus cabales. Ni corto ni perezoso, renegó de su papel de protector de los cátaros y buscó la reconciliación con la Iglesia, en una portentosa muestra de diplomacia coercitiva que, al menos por un tiempo, le permitiría esquivar el zarpazo
de los cruzados. Durante varios meses, insistió en su inocencia y en su lealtad y obediencia al papa, y, para afianzar los dichos con los hechos, el 18 de junio de 1209 se sometió a una humillación pública frente a la iglesia de Saint-Gilles.
A la vista de su pueblo y de veinte obispos, el conde de Tolosa fue azotado de cintura para arriba por el nuevo legado papal, el notario de la curia Milo, quien, además, le arrancó los compromisos de entregar siete de sus castillos a la Iglesia, pedir perdón a los obispos ofendidos y, naturalmente, tratar como herejes a quienes su patrón, Inocencio VII, considerara como tales. Antes de abandonar su particular aquelarre, Raimundo fue conducido a la tumba de Pedro de Castelnau para que guardara respeto a su cadáver, según recoge el periodista Stephen O’Shea en su excelente ensayo Los cátaros.
VELETA AL VIENTO
De la noche a la mañana, Raimundo VI se convirtió en cruzado por conveniencia o, mejor dicho, por supervivencia personal. «Viendo llegar a la multitud de cruzados, y temiendo que invadieran sus tierras, sobre todo porque el aguijón de su conciencia le hacía sentir todos los crímenes que había cometido y la maldad, salió a su encuentro (…), fingió espíritu de paz y concordia, y falsamente les prometió servicio», asevera Pierre des Vaux de Cernay en Histoire de l’hérésie des Albigeois et de la sainte guerre entreprise contre eux (de l’an 1203 a l’an 1218), coetáneo a los hechos.
Aparentemente, el plan del conde no traslucía fisuras. Pretendía que las huestes papales que se habían congregado en Lyon, peregrinos y mercenarios ávidos de fortuna y gloria, pasaran de largo y atacaran a sus seculares enemigos, los Trencavel, cuyo joven vizconde, Raimun
do Roger (hijo de su hermana Adelaida de Tolosa), no tardaría en perder la vida tras su intrépida defensa de Carcasona.
Pero las guerras se sabe cómo empiezan, nunca cómo acaban. Durante los meses que siguieron a su milagrosa «conversión», el conde se reveló tan movedizo como de costumbre, siempre por una buena causa: la suya. La Iglesia interpretó que sus promesas no eran más que papel mojado, y su falta de compromiso le granjeó una segunda excomunión, apenas tres meses después de que latiguearan su espalda en Saint-Gilles. En efecto, dos legados papales, cuatro arzobispos y veinte obispos constataron la escasa voluntad de los habitantes de Tolosa para atajar la herejía cátara, y como el conde siguiera recaudando impuestos en tierras de la Iglesia y contraviniendo, así, el juramento que había hecho en su penitencia, la pena de excomunión lo sacudió de nuevo. Inocencio III juzgó que su consejo se había extralimitado y le concedió el beneficio de la duda, pero su empatía no fue suficiente para contrarrestar la tirria que los obispos del Languedoc tenían al conde ni para frenar al despiadado Simón IV de Montfort, quien había desatado una tormenta en la región con el fin de extirpar la herejía y, de paso, colmar sus ambiciones personales. En 1211, el legado papal Arnaldo Amalric impuso nuevas condiciones a nuestro protagonista para encauzarlo al redil. Entre ellas, que pusiera los bienes, propiedades y posesiones de los nobles del Languedoc a disposición de los cruzados. «Raimundo —comenta Stephen O’Shea— se marchó al galope sin siquiera dignarse dar una respuesta; jamás volvería a considerar la posibilidad de participar en una cruzada».
MURET O EL FINAL DE LA ESCAPADA
Rotos los lazos con la Iglesia, la hostilidad del brazo ejecutor de la cruzada, Simón IV de Monfort, fue ya inevitable. Pedro II menospreciaba a este por haberlo dejado en la estacada cuando los almohades de Al Nasir tomaron la fortaleza de Salvatierra (Ciudad Real) en 1211; y, durante varios meses, trabajó para trazar un plan de paz en la región, que incluía el vasallaje de Raimundo VI a su persona y la garantía de que la fe católica se restauraría en Tolosa, con todas las de la ley, gracias al heredero de su vasallo, Raimundo VII. Su propuesta, sin embargo, cayó en saco roto por la tozudez de los prelados del Languedoc y la falta de confianza del papa. Así, el 12 de septiembre de 1213 todas las cartas estaban sobre la mesa cuando la coalición forjada por el rey aragonés y el conde de Tolosa se enfrentó a los cruzados de
Simón de Montfort en la batalla de Muret, donde un monolito recuerda hoy la «defensa de las libertades» del rey católico, que expiró en aquella gloriosa jornada.
Tras su victoria, Simón se hizo con el ducado de Narbona, el condado de Tolosa, el vizcondado de Béziers y el de Carcasona, mientras Raimundo VI y su hijo buscaban refugio en la corte del rey de Inglaterra Juan sin Tierra.
Concluida su etapa como exiliado, el despojado conde trató de resolver su situación y, en noviembre de 1215, se dejó caer por el Concilio de Letrán, que había convocado el papa Inocencio III con el pretexto de dirimir asuntos de fe y moral y, en realidad, para hacer balance y prospectiva de su cruzada contra los albigenses. El sumo pontífice se mostró muy severo con su huésped: se limitó a prometerle una pensión, y a su hijo le concedió unos marquesados en la Provenza. Por su parte, Simón de Montfort salió de la reunión convertido en amo y señor del Languedoc, lo que, desde luego, no contribuyó a serenar los ánimos de la población, harta de su brutalidad.
VICTORIA PÓSTUMA
Pero insistimos: las guerras se sabe cómo empiezan, nunca cómo acaban. El hijo del conde de Tolosa todavía era joven, vehemente y nada partidario de bajar la cerviz, pese a las coacciones del papa de la guerra santa. Tras rebelarse contra su destino de migajas, tomó la ciudad de Beaucaire, en la que había nacido en 1197, en tanto que su padre reorganizaba su ejército en Aragón y se aprestaba a reconquistar Tolosa. «Cuando el conde entró por los arcos de la puerta, toda la gente se congregó a su alrededor —escribiría un testigo—. ¡Es nuestro señor; lo habíamos perdido!». El largo asedio que sufrió la ciudad a manos de Simón de Montfort resultó infructuoso, y, al final, el mismo sitiador perdió la vida en la empresa el 25 de junio de 1218, para regocijo de un conde que aún lo sobreviviría cuatro años. En 1222, su enemigo mortal había muerto y también el papa que le había hecho la vida imposible con sus excomuniones. Y aunque el hijo de Simón IV de Montfort, Amalarico VI, no dejara de hostigarlos, tanto a él como a su vástago, los de Tolosa se apuntaron las victorias más valiosas, y, a la postre, Raimundo VII fue capaz de recomponer el puzle que el paso salvaje de los cruzados había deshecho en Tolosa. Desgraciadamente para su linaje, los caprichos de la historia disolverían el condado antes de que se extinguiera el siglo, cuando, tras la muerte sin descendencia de Juana de Tolosa, hija de Raimundo VII, y Alfonso de Poitiers, sus territorios fueran anexados por la Corona francesa, en la figura del rey Felipe III. En el epitafio de Raimundo el Viejo —registraría Nicolas Bertrand en su Opus de Tholosanorum Gestis (1515)—, alguien anotó esta cuarteta en lengua gascona: «Nou hya home sur terra / Per gran senhor que fous / Quen geytés de ma terra / si la Glesa nou fous», algo así como «no habría habido hombre lo suficientemente poderoso en la tierra para desposeerme de mis dominios si la Iglesia no existiera». Pero existió, vaya si existió, y, aun así, entre el abrazo del catarismo y la espada del papado, Raimundo VI de Tolosa prevaleció.