La transparencia y sus excesos
Reclamar transparencia es alejar lo oculto, lo que al no mostrarse puede desvirtuar una verdad. Es reclamar la visibilidad de una concordancia entre la verdad de lo que se dice y lo que se piensa, entre lo que se dice y se piensa con relación a lo que se hace. En la exigencia de transparencia esas concordancias y esa verdad no solo deben darse, sino que además deben ser vistas, mostradas, de forma que se aprecie la «inocencia»: la realidad del no «hacer mal» al encubrir, por ejemplo, que sus intereses particulares se antepondrán a los de los demás. Todos esperamos que nuestro interlocutor, el «otro», no nos oculte algo que de hacerlo cambiaría nuestra comprensión de él: lo esperamos en nuestras relaciones privadas, lo esperamos en los agentes sociales y políticos. Ansiamos que se haga cristalina, evidente, la integridad (la capacidad de no ser sobornado), la rectitud y la decencia de forma que el sujeto con el que tratamos y acordamos, al que le entregamos algo valioso, merezca el título público de honestus (de honesto) con el que los romanos legitimaban para cargo público al que había demostrado un compendio de virtudes. Hasta aquí todo comprensible. Pero cuando la exigencia de transparencia deviene un imperativo de orden en una sociedad y en las relaciones que en ella se establecen la cosa se complica. Se pervierte. La exigencia de que todos en lo colectivo y cada uno de nosotros en lo privado devengamos cristalinos, entidades que no ocultan nada, que no tienen secretos, que no guardan contradicciones es más un distópico porvenir que parte de premisas erróneas y tiene propósitos muy distintos a los de establecer relaciones basadas en la confianza.
El primer error es concebir la verdad como un asunto de «desvelamiento» que no tiene fin. Que la verdad se encuentra en el vaciamiento, en la desnudez y no donde se encuentra: en la interpretación de lo que se muestra. La verdad es siempre un asunto de interpretación, no de descuartizamiento sin fin: cuando por exceso de transparencia
no queda nada que desvelar la verdad descubierta es nada. El humorista Eugenio contaba el chiste del aprendiz de ebanista que solicitaba un empleo. El capataz lo colocaba frente a un enorme bloque de madera. «Sáqueme de aquí un San José», le pide con el fin de valorar sus aptitudes para la talla. Transcurrido un tiempo razonable regresa el capataz para ver cómo va la tarea y encuentra al aprendiz con un fragmento de madera en la mano no superior a un palillo. Ante su desconcierto, el aprendiz se apresura a indicar: «No se preocupe usted… ¡si este tío está aquí dentro acaba saliendo!». La verdad, como un sujeto, es un tejido que a fuerza de querer separar y seguir los hilos acaba por deshilacharse, por perder su condición de tejido. Un segundo error es olvidar que todos tenemos (afortunadamente) distintos registros de discurso sin que por ello devengamos unos irremisibles hipócritas. Todos sabemos (o deberíamos saber) la diferencia entre un discurso privado y uno concebido y preparado para ser volcado a lo público. Eso no hace indefectiblemente de ese alguien un hipócrita, sino alguien que sabe la diferencia entre lo público y lo privado, entre lo que se puede decir a un interlocutor concreto y a los muchos, entre lo que «de verdad» cree conveniente para su amigo Antonio y lo que de «verdad» cree conveniente para el colectivo. El hecho de que uno tararee en la ducha el «Nessum Dorma» del Turandot de Puccini y decir que no sabe cantar porque no se atreva a hacerlo en la Scala de Milán no es un gesto de falta de transparencia, sino de saber leer los contextos donde está habilitado para cantar. Un tercer punto es olvidar que devenimos humanos adultos dotados para vivir en comunidad cuando aprendemos a enmascararnos, a velar lo que «de verdad» pudiéramos pensar en determinado momento sobre determinado asunto, cuando adquirimos la maestría de bloquear la salida, cuando sabemos poner límite a la auto exhibición. Cuando no inundamos lo público con nuestras apetencias inmediatas, opiniones a medio digerir y «verdades» mal cuajadas… y cuando sabemos que aproximarse al otro es un proceso que requiere un extraordinario respeto y delicadeza y que sus velos, si queremos leer a ese otro, deben ser cuidadosamente retirados como las páginas, a veces pegadas, de un antiguo manuscrito.
La verdad es siempre un asunto de interpretación, no de descuartizamiento sin fin
LO BANAL DE «NO TENGO NADA QUE OCULTAR»
La nuestra es una sociedad que tiende ya a «transparentar» en exceso: nos mostramos demasiado y con demasiada frecuencia «desnudos» sin darnos cuenta de que eso no refleja lo profundo, lo verdadero de nosotros, sino nuestra banalidad. La certificación «no tengo nada que ocultar» lo que radicalmente revela es que no hay nada que merezca la pena ocultar porque nada hay que aportar. Todo ello debería hacernos pensar en que el propósito que encierra la continua reclamación de transparencia en nuestras sociedades estriba no en hacerla más «limpia» y sincera, sino en que está sometida a la primera exigencia de un colectivo puritano: mostrar en continuo que uno cumple sus puritanas exigencias y dogmas. Exhibirse perpetuamente ajustado a lo que la moral imperante exige de nosotros. Matar al cochino a la vista de todos para que nadie dude de nuestra conversión al único dogma verdadero, mostrar urbi et orbe que hemos descartado cualquier disidencia a lo que la puritana ley nos exige. Y eso, el devenir transparente como manifestación de que uno cumple con lo que de él se espera, es el territorio que promueve lo contrario de la honestidad: el fértil sustrato donde emanan a raudales los mojigatos, los demagogos, los impostores, los fanáticos y los delatores. Todos ellos en nombre de la transparencia debida.