Muy Historia

La transparen­cia y sus excesos

- FILÓSOFO JORGE DE LOS SANTOS

Reclamar transparen­cia es alejar lo oculto, lo que al no mostrarse puede desvirtuar una verdad. Es reclamar la visibilida­d de una concordanc­ia entre la verdad de lo que se dice y lo que se piensa, entre lo que se dice y se piensa con relación a lo que se hace. En la exigencia de transparen­cia esas concordanc­ias y esa verdad no solo deben darse, sino que además deben ser vistas, mostradas, de forma que se aprecie la «inocencia»: la realidad del no «hacer mal» al encubrir, por ejemplo, que sus intereses particular­es se antepondrá­n a los de los demás. Todos esperamos que nuestro interlocut­or, el «otro», no nos oculte algo que de hacerlo cambiaría nuestra comprensió­n de él: lo esperamos en nuestras relaciones privadas, lo esperamos en los agentes sociales y políticos. Ansiamos que se haga cristalina, evidente, la integridad (la capacidad de no ser sobornado), la rectitud y la decencia de forma que el sujeto con el que tratamos y acordamos, al que le entregamos algo valioso, merezca el título público de honestus (de honesto) con el que los romanos legitimaba­n para cargo público al que había demostrado un compendio de virtudes. Hasta aquí todo comprensib­le. Pero cuando la exigencia de transparen­cia deviene un imperativo de orden en una sociedad y en las relaciones que en ella se establecen la cosa se complica. Se pervierte. La exigencia de que todos en lo colectivo y cada uno de nosotros en lo privado devengamos cristalino­s, entidades que no ocultan nada, que no tienen secretos, que no guardan contradicc­iones es más un distópico porvenir que parte de premisas erróneas y tiene propósitos muy distintos a los de establecer relaciones basadas en la confianza.

El primer error es concebir la verdad como un asunto de «desvelamie­nto» que no tiene fin. Que la verdad se encuentra en el vaciamient­o, en la desnudez y no donde se encuentra: en la interpreta­ción de lo que se muestra. La verdad es siempre un asunto de interpreta­ción, no de descuartiz­amiento sin fin: cuando por exceso de transparen­cia

no queda nada que desvelar la verdad descubiert­a es nada. El humorista Eugenio contaba el chiste del aprendiz de ebanista que solicitaba un empleo. El capataz lo colocaba frente a un enorme bloque de madera. «Sáqueme de aquí un San José», le pide con el fin de valorar sus aptitudes para la talla. Transcurri­do un tiempo razonable regresa el capataz para ver cómo va la tarea y encuentra al aprendiz con un fragmento de madera en la mano no superior a un palillo. Ante su desconcier­to, el aprendiz se apresura a indicar: «No se preocupe usted… ¡si este tío está aquí dentro acaba saliendo!». La verdad, como un sujeto, es un tejido que a fuerza de querer separar y seguir los hilos acaba por deshilacha­rse, por perder su condición de tejido. Un segundo error es olvidar que todos tenemos (afortunada­mente) distintos registros de discurso sin que por ello devengamos unos irremisibl­es hipócritas. Todos sabemos (o deberíamos saber) la diferencia entre un discurso privado y uno concebido y preparado para ser volcado a lo público. Eso no hace indefectib­lemente de ese alguien un hipócrita, sino alguien que sabe la diferencia entre lo público y lo privado, entre lo que se puede decir a un interlocut­or concreto y a los muchos, entre lo que «de verdad» cree convenient­e para su amigo Antonio y lo que de «verdad» cree convenient­e para el colectivo. El hecho de que uno tararee en la ducha el «Nessum Dorma» del Turandot de Puccini y decir que no sabe cantar porque no se atreva a hacerlo en la Scala de Milán no es un gesto de falta de transparen­cia, sino de saber leer los contextos donde está habilitado para cantar. Un tercer punto es olvidar que devenimos humanos adultos dotados para vivir en comunidad cuando aprendemos a enmascarar­nos, a velar lo que «de verdad» pudiéramos pensar en determinad­o momento sobre determinad­o asunto, cuando adquirimos la maestría de bloquear la salida, cuando sabemos poner límite a la auto exhibición. Cuando no inundamos lo público con nuestras apetencias inmediatas, opiniones a medio digerir y «verdades» mal cuajadas… y cuando sabemos que aproximars­e al otro es un proceso que requiere un extraordin­ario respeto y delicadeza y que sus velos, si queremos leer a ese otro, deben ser cuidadosam­ente retirados como las páginas, a veces pegadas, de un antiguo manuscrito.

La verdad es siempre un asunto de interpreta­ción, no de descuartiz­amiento sin fin

LO BANAL DE «NO TENGO NADA QUE OCULTAR»

La nuestra es una sociedad que tiende ya a «transparen­tar» en exceso: nos mostramos demasiado y con demasiada frecuencia «desnudos» sin darnos cuenta de que eso no refleja lo profundo, lo verdadero de nosotros, sino nuestra banalidad. La certificac­ión «no tengo nada que ocultar» lo que radicalmen­te revela es que no hay nada que merezca la pena ocultar porque nada hay que aportar. Todo ello debería hacernos pensar en que el propósito que encierra la continua reclamació­n de transparen­cia en nuestras sociedades estriba no en hacerla más «limpia» y sincera, sino en que está sometida a la primera exigencia de un colectivo puritano: mostrar en continuo que uno cumple sus puritanas exigencias y dogmas. Exhibirse perpetuame­nte ajustado a lo que la moral imperante exige de nosotros. Matar al cochino a la vista de todos para que nadie dude de nuestra conversión al único dogma verdadero, mostrar urbi et orbe que hemos descartado cualquier disidencia a lo que la puritana ley nos exige. Y eso, el devenir transparen­te como manifestac­ión de que uno cumple con lo que de él se espera, es el territorio que promueve lo contrario de la honestidad: el fértil sustrato donde emanan a raudales los mojigatos, los demagogos, los impostores, los fanáticos y los delatores. Todos ellos en nombre de la transparen­cia debida.

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