ERMITAÑOS Y PREDICADORES
Las reformas introducidas por el papa Gregorio VII ante el inmediato cambio del milenio buscaban eliminar los abusos y vicios de una sociedad mediante una renovación espiritual para vivir conforme al Evangelio. Sin embargo, estos cambios chocaron con una realidad en la que los privilegios de obispos y grandes señores laicos aplastaron los ideales que inspiraron la reforma.
Como respuesta a esta situación, prevaleció el ideal del cristiano ejemplar, encarnado en la figura del hombre que se aleja de las riquezas materiales y las tentaciones para llevar una vida de ermitaño alejada de los núcleos urbanos. Apartados del mundo, muchos de ellos rechazaban la presencia de discípulos y seguidores. Pero este modo de vida no siempre significaba un sedentarismo ajeno a la difusión del Evangelio. Movidos por la inquietud, algunos de ellos decidieron difundir el mensaje que podía llevar a los creyentes a alcanzar la Jerusalén celeste.
Con su ejemplo, estos predicadores errantes oponían la pobreza en la que vivían a la riqueza de los príncipes de la Iglesia. En algunos casos, propagaron ideas que hoy calificaríamos de anarquistas y peligrosas. Un tal Tanchelm, definido por las crónicas como un personaje estrafalario, llevó su campaña de agitación por tierras de Flandes y definió a la Iglesia como un auténtico «burdel». Eudes de l’Étoile difundió su mensaje por Bretaña con lengua desatada, hasta el punto de presentarse como una encarnación de Cristo.
Hubo otros que llegaron aún más lejos, tal y como denunció Pedro el Venerable, noveno abad de Cluny, que en 1138 escribió un tratado que recogió los supuestos desmanes cometidos por estos predicadores nómadas. El texto, que debe ser entendido como una reacción contra el éxito del proselitismo de estos personajes, contenía relatos que hablaban de profanaciones de templos, quema de cruces e imágenes, agresiones a sacerdotes y ceremonias con bautismos multitudinarios que anulaban los sacramentos administrados por los representantes eclesiásticos.