«LOS ENCAPUCHADOS»
En medio del clima de inestabilidad social que se vivió a finales del siglo xii, apareció la figura de un pobre carpintero, originario de Francia central, que respondía al nombre de Durand. Este personaje se presentaba ante aquellos seguidores que escuchaban sus sermones como un elegido al que se le había aparecido la Virgen del Puy para transmitir un mensaje de paz fraternal.
Para cumplir la supuesta misión encargada por la Virgen, el carpintero Durand se propuso acabar con las bandas de forajidos que asolaban el país. Con el visto bueno del obispo, formó una cofradía en la que sus miembros se distinguían por una capucha que los hacía reconocibles entre sí. Para formar parte del grupo todos debían prestar un juramento colectivo por el que se prometían caridad y ayuda mutua. El movimiento se extendió rápidamente por Auvernia, Borgoña, Aquitania y Provenza, al mismo tiempo que se radicalizaba y armaba a sus miembros. «Los encapuchados», como empezaron a ser conocidos, se enfrentaron a los bandidos y consiguieron capturar a uno de sus líderes: su cabeza decapitada fue presentada como ofrenda ante la Virgen del Puy. Excesos de este tipo, cometidos por una turba que la cúpula eclesiástica calificó de «pueblo imbécil y rebelde», desataron la alarma entre los poderosos ante el temor de que se pudiera volver contra ellos. La gota que colmó el vaso fue un documento remitido a los grandes señores en el que los encapuchados les conminaban a que se conformaran con las rentas que habían recibido tradicionalmente.
Ante el avance del movimiento, que ponía en peligro la paz y salvación sobre las que debía asentarse la disciplina social, el obispo Hugo de Noyers reclutó una fuerza formada por mercenarios —mano de obra abundante en la época y que se ofrecía al mejor postor— para dispersar a los que ya eran considerados «rebeldes». Pero, el restablecimiento del orden por la fuerza no sirvió para disuadir a aquellos dispuestos a recoger el testigo de una regeneración religiosa.