LOS CREYENTES
Evidentemente, esta regla de vida no la podían cumplir los simples creyentes no iniciados, que podían pertenecer a cualquier clase social. Incluso curas hubo, y varios.
No debían mentir, ni robar, ni asesinar, pero tenían sus licencias en cuanto a la sexualidad, por ejemplo. Aunque no aprobaban el matrimonio, los cátaros preferían que se uniesen en parejas estables, a ser posible con otros creyentes. El concubinato, pensaban, no estaba revestido de una falsa sacralidad. Y en caso de que uno de los cónyuges fuese consolado, debía separarse automáticamente de su pareja, lo que era más fácil con este tipo de uniones.
Además, podían comer y beber lo que quisiesen, siempre con mesura, e intentando no abusar de las carnes. Tampoco es que en aquella época se comiese mucha carne.
Así, aunque los creyentes cátaros debían llevar una vida más o menos piadosa, no estaban sometidos a la dura regla de vida de los iniciados. En realidad, excepto por su especial dedicación a estos, a los que consideraban como santos vivos y a los que tenían que mostrar respeto durante el melhorament, eran exactamente iguales que los creyentes católicos de a pie y tenían unas obligaciones religiosas y éticas similares. De hecho, ni siquiera tenían que renunciar al bautismo cristiano, que habían recibido como todos.
Eso sí, no tenían derecho a rezar el Padrenuestro, algo reservado para los cátaros consolados. Les quedaba el Benedicite y algunos rezos populares.
No había mayor honor para un creyente que recibir a algún iniciado en una casa por cualquier motivo. Cuando se daba la situación, los recibían con sus mejores viandas y les obsequiaban con un rico —pero vegetariano— ágape. Los creyentes, claro está, no tenían obligación de mantener sus reglas alimenticias, pero en presencia de uno de ellos solían abstenerse de comer carne por respeto.