INTERPRETACIONES POSTERIORES A MURET
Post eventum, cuando todo se hacía depender de la voluntad divina y la óptica era católica, se buscó la forma de que la derrota de Pedro II en Muret fuera consecuencia de su irreverencia, de su intento de engañar al papa y de su carácter mujeriego y pendenciero. Por el contrario, al victorioso Simón de Montfort se le atribuye la piedad previa, tanto durante la cruzada como en las horas anteriores al encuentro. De este modo, respectivamente, Dios castigaba a quien se había comportado como un advenedizo codicioso, y premiaba al sincero siervo de la Iglesia.
Por eso, tempranamente, se dice que Pedro II acude a Muret no por defender sus intereses políticos o por noble interés en reponer el orden y la paz, sino para impresionar a una dama sureña de la que andaba enamoriscado. Un mensaje del rey a dicha dama es interceptado por tropas cruzadas y entregado a Simón de Montfort. La noche previa a la batalla, el rey la pasa en plena orgía de sexo y alcohol, de modo que en la mañana siguiente apenas puede oír misa de pie. Por el contrario, Simón de Montfort, a mucha distancia de su amada e igualmente casta esposa, Alix de Montmorency, vela las armas y reza en Muret, encomendando al Creador el resultado de lo que se avecina. Un auténtico juicio de Dios que no podía acabar de otra manera.
Siglos después, a mediados del xix, el germen del movimiento identitario occitano puso en marcha una radical transformación de los hechos, y el enfoque católico viró incluso hacia lo anticlerical. Personajes como Napoleón Peyrat —pastor protestante especialmente rabioso con la monarquía francesa y el catolicismo— inventaron esa civilización utópica de la Occitania cátara, plena de trovadores, mujeres empoderadas, democracia y avances sociales. La cruzada albigense se interpretó como la invasión de los bárbaros franceses del norte, católicos empeñados en destruir un naciente estado occitano comparable con la Atlántida y Shangri-La. Se potenció la imagen caballeresca del rey de Aragón, que pasó a ser conocido como un defensor de los cátaros, el caballero perfecto vencido por las malas artes de Simón de Montfort. Inocencio III, por supuesto, se convirtió en el representante estándar de la malvada Roma: un cura intransigente y fanático, ávido de sangre. Y tanto Arnaldo Amalric —«Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos»— como Simón de Montfort —asador de cátaros indefensos— pasaron a ser sus letales manos ejecutoras. Una pareja de psicópatas al servicio de otro psicópata aún mayor que, sentado en su trono romano, solo pensaba en el triunfo del imperialismo francés.
el legado papal Arnaldo Amalric (que acabaría quitándole el puesto al arzobispo Berenguer) y, sobre todo, Simón de Montfort. Estos dos, por méritos propios, acabaron ganándose el respeto del papa, uno como líder espiritual de la cruzada, el otro como guerrero y comandante de tropas.
MALENTENDIDO ENTRE ARAGÓN Y ROMA
Tras las Navas de Tolosa, cuando Pedro II estuvo en condiciones de hacerse cargo del problema albigense, afrontó los hechos consumados. Simón de Montfort acaparaba propiedades y títulos arrancados a algunos vasallos de Pedro II, y ahora se disponía a conquistar el centro de poder: Tolosa. Hasta este momento, la intervención de Pedro en el conflicto había sido moderada, mostrando su desacuerdo con los métodos pero sin actuar directamente. Ahora, con el prestigio de rey defensor de la Iglesia y vencedor de los infieles, se lanzó a una campaña de estrategia informativa para preparar el terreno. Su objetivo real: medirse en campo abierto con Simón de Montfort. Así, Pedro II propuso varias medidas para atajar lo que pudiera quedar de la herejía; medidas que, en suma, venían a situarlo a él como autoridad responsable de lo que hoy conocemos como Occitania. No puede perderse de vista que, además de cuidar de los derechos heredados de sus ancestros aragoneses y, sobre todo, catalanes, Pedro II tal vez buscaba la forma de asentarse en la zona definitivamente. De hecho, la existencia del tratado de Corbeil en 1258 implica que, al menos en teoría, el condado de Barcelona seguía siendo a principios del siglo xiii una propiedad feudal del rey de Francia. Y con su renuncia se demuestra que una posesión prolongada puede hacer que un Estado cambie de manos definitivamente. Eso por no hablar del enorme conflicto que, por razones parecidas, mantuvieron Inglaterra y Francia por las posesiones continentales de los Plantagenet. Así que, ¿por qué no? Puede que Pedro II sí soñara de verdad con esa Gran Corona de Aragón más allá de los Pirineos. Por otra parte, Pedro II supo influir en el ánimo de Inocencio III con el argumento de la lucha contra el infiel: tras la gran victoria en Las Navas y con las tropas cristianas licenciadas de la cruzada albigense, podría explotarse el triunfo contra el islam en occidente y reanudar la reconquista de Jerusalén en Oriente. Tal era la pelea que valía la pena, no la de ese normando, Simón de Montfort, que según el rey de Aragón estaba combatiendo ya en exclusivo beneficio propio. La cuestión es que Inocencio III quiso creer que Pedro II llevaría la ansiada paz al sur de Francia,
y eso dio aire al rey de Aragón para su auténtico objetivo: preparar la batalla definitiva contra Simón de Montfort, algo que de ninguna manera podía desear el papa.
El resto es una carrera contrarreloj. Una vez que el papa decreta el fin de la cruzada y ordena a Simón de Montfort que se someta a Pedro II, Arnaldo Amalric prepara su propia treta para retrasar la ejecución de los mandatos papales. El truco casi administrativo es interpretado —un poco interesadamente— por el rey de Aragón como una villanía, una desobediencia a Roma y un reto a la autoridad real; así que se apresura a recabar el vasallaje de los principales nobles sureños amenazados, incluido el conde de Tolosa. Este es el momento en el que las maniobras políticas de Pedro II llegan más lejos, el único en el que podemos acercarnos a hablar de esa «Gran Corona de Aragón». Pero los acontecimientos se precipitan. Las hostilidades crecen, Simón de Montfort y Pedro II rompen sus vínculos de mala manera y se desafían. En Roma, Inocencio III se da cuenta por fin del malentendido: el rey de Aragón le ha regalado los oídos con medias verdades, así que da marcha atrás y reactiva el estado de cruzada. Pero, en un contexto medieval en el que las comunicaciones viajan lentas, más aún si implican a un entorno tan burocratizado como la Iglesia, Pedro se hace el sordo y acelera los preparativos para el gran combate, el que arreglará el asunto por las vías de hecho. Este lapso, los meses previos a la batalla, es el único en que flojea el vínculo entre el rey de Aragón y el papa Inocencio. Pero incluso entonces, lo último que desea Inocencio III es que Pedro II sufra algún daño. La batalla de Muret es una catástrofe para el santo padre; y su resultado, una vez más, la prueba de la intrínseca maldad humana.