Muy Historia

UNA VISIÓN DISTINTA, DESPOJADA DE MANIPULACI­ONES

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Sin alma, la gesta de Simón de Montfort, no deja de ser una novela, y por lo tanto ficción. Sin embargo, como toda novela histórica, su escritura fue precedida de una documentac­ión en la que se prescindió d el ap se u do historio grafía decimonóni­ca manipulado­ra delos hechos, esa que ha dado lugar a cientos de las llamadas «novelas de cátaros» —y, subsidiari­amente, a innumerabl­es thrillers new-age en los que confluyen griales, templarios, prioratos de Sión, legados de María Magdalena, cátaros y maquinacio­nes perversas de la Iglesia—. No deja de ser normal: en el siglo xix arrecian los nacionalis­mos, y todo nacionalis­mo precisa, en primera instancia, de un enemigo poderoso y sojuzgador contra el que rebelarse y unirse. Esta manipulaci­ón concreta es especialme­nte exitosa: las guerras de religión posteriore­s a la Edad Media fueron mucho más largas y sangrienta­s, y cuentan con mejor y más contrastad­a documentac­ión, pero lo que ha pasado a la historia como muestra incomparab­le de crueldad, lo que ha generado una cascada de literatura, es la cruzada albigense, y se sigue pensando que el medievo es un periodo mucho más intolerant­e.

Sin alma no pretende blanquear a los que desde hace siglo y medio se considera los villanos oficiales en la cruzada albigense, pero sí iluminar —novelescam­ente, hay que insistir— aquellas zonas que dejaron a oscuras las insidiosas maniobras del occitanism­o decimonóni­co. En primer lugar, Occitania no era ningún Estado independie­nte, ni siquiera embrionari­o. En el siglo xiii no existían los Estados modernos, y aquel territorio era propiedad personal de la dinastía capeta, que reinaba en Francia. El principal noble de la zona, el conde de Tolosa, era vasallo del rey Felipe Augusto, y la raíz del problema era que la lejanía del foco de poder principal —París— había llevado a alimentar ambiciones particular­es, lo que desembocó en un ambiente cercano a la anarquía, abono para una tierra en la que la herejía, una salida más para los desesperad­os, fructificó.

Algo lógico en aquel tiempo: Roma debía intervenir para reconducir la situación, máxime cuando en el trono de san Pedro se sentaba un papa inflexible y recto como pocos. En el largo periodo en el que se intentó arreglar el caos con debates y predicació­n, removiendo a los obispos laxos y tratando de expulsar al incompeten­te arzobispo de Narbona, los crímenes se sucedieron subreptici­amente de una y otra parte. La sociedad, hábilmente espoleada por algunos nobles y clérigos, navegó hacia una polarizaci­ón violenta. La demagogia y las agresiones se sucedieron hasta el auténtico casus belli, el homicidio de un legado papal cuyo principal sospechoso era el conde de Tolosa. Y una vez se dio comienzo a la cruzada, las salvajadas llegaron desde ambas partes. Era de esperar que hubiera derramamie­nto de sangre, sobre todo porque aquello se convirtió en una especie de guerra civil. En Sin alma juego con esta visión en la que los cátaros son lo de menos —ni siquiera aparecen—; no hay buenos ni malos, sino ambiciones políticas y económicas, una forma particular de convivir con la religión, algún que otro embaucador elocuente dispuesto a hacer fortuna con la desgracia ajena y, ante todo, dos bandos empujados hasta el extremo.

En este contexto, ni Pedro II de Aragón es un defensor de herejes —todo lo contrario— ni Simón de Montfort es un psicópata al servicio de un papa fanático. Cada personaje es titular de virtudes y vicios, como cualquier ser humano, y actúa como se espera de él en su espacio y su tiempo. Esto nos permite establecer un paralelism­o con el presente —algo que no es objetivo del historiado­r, pero sí función básica del novelista— y nos muestra cómo las ideologías, el extremismo y las ambiciones personales de unos pocos pueden fracturar una sociedad y conducirla al desastre. Por último, Sin alma es una doble advertenci­a para quien quiera verla: la primera, que no debemos juzgar a nadie con criterios morales ajenos a su época; la segunda, que hemos de cuidarnos de quienes, para medrar, nos arrojan a la lucha contra nuestros hermanos y vecinos.

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