Muy Historia

MARIE BONAPARTE

La princesa que estudió la sexualidad femenina

- SANDRA FERRER VALERO PERIODISTA Y DIVULGADOR­A DEL PAPEL DE LAS MUJERES EN LA HISTORIA

Marie Bonaparte no se sintió nunca orgullosa de formar parte de una de las familias más poderosas y famosas de la historia de Francia. Y de Europa. De Napoleón Bonaparte decía que era un asesino. Su padre descendía del hermano del Gran Corso, Lucien, con quien mantendría una turbulenta relación. Cuando Marie llegó el mundo en 1882, Francia se regía por su Tercera República, y el Imperio napoleónic­o era un lejano recuerdo. Su madre, Marie-Félix Blanc, la rica heredera del que fuera fundador del Casino de Montecarlo, dejó este mundo tras un angustioso parto en el que la pequeña Marie a punto estuvo de no sobrevivir. Su padre, Roland Bonaparte, nombrado Príncipe Canino en 1814, lloró la muerte de su esposa lo justo para continuar con la que fuera su verdadera pasión, el estudio. Antropólog­o, geólogo, botánico, Roland nunca sería el padre que Marie Bonaparte necesitaba. Poco después de fallecer su madre, su abuela, Éléonore-Justine Ruflin, se instaló con él para hacerse cargo de la educación de Marie y asegurarse de que no se salía del camino establecid­o por las encorsetad­as normas de la sociedad de su tiempo.

AISLADA DEL MUNDO

Marie Bonaparte no deseaba ser una dama elegante, sosa y aburrida, deambuland­o por los salones de la Francia aristocrát­ica. Ella soñaba con ser médico y deseaba explorar mundos desconocid­os. No lejanos en el mapa, como su ausente padre, sino cercanos, en los cuerpos de hombres y mujeres. Es probable que la represión que sufrió de niña alimentara sus ansias de libertad. Su abuela recluyó a la pequeña Marie en los bellos pero asfixiante­s salones de su casa en los que el cariño de una madre fue suplido por un deprimente desfile de niñeras. A unas las echó de menos, a otras las recordaría con muy poco cariño, sobre todo a Mimau, quien despertó en ella uno de los peores sentimient­os a los que se verían abocadas las mujeres: la vergüenza.

«¡Es un pecado! ¡Es un vicio! ¡Si haces eso, morirás!». Estas fueron las palabras de Mimau cuando descubrió a Marie masturbánd­ose. La niñera buscó un camisón con cordones en la parte inferior para evitar que accediera a sus partes más íntimas. «Todavía recuerdo vagamente que esto me parecía un castigo por algo de lo que me debía sentir culpable y me daba mucha vergüenza». Aislada del mundo, sin poder acceder a un conocimien­to que ella anhelaba, Marie vivió una infancia de sobreprote­cción y miedo a seguir el mismo camino que su madre, morir joven. Y mientras tanto, el mundo seguía avanzando hacia una modernidad de la que ella quería ser partícipe.

En 1889, Francia era el centro del mundo. La Torre Eiffel se alzaba orgullosa como parte de la Exposición Universal en la que se presentaba­n algunos de los inventos más revolucion­arios del momento. Su padre organizó una espléndida recepción para agasajar al genio Edison a la que acudieron hombres con vidas excepciona­les. Cuando Marie pidió permiso a su padre para acudir al evento, porque era «la verdadera hija de tu cerebro», este se negó. Marie recordaría con amargura la crueldad de su padre y, como recuerda su biógrafa Célia Bertin, «nunca le perdonó su falta de afecto espontáneo y de comprensió­n por sus gustos y necesidade­s». Marie Bonaparte, que arrastró toda su vida terrores noctur

Marie Bonaparte soñaba con ser médico y deseaba explorar mundos desconocid­os

nos y pesadillas, intentó paliar su soledad e incomprens­ión cuando era una niña escribiend­o sus pensamient­os en una libreta. «Ya en mi octavo año se estableció en mí la actitud psicológic­a que iba a ser mía para el resto de mi vida. Cada vez que mis impulsos instintivo­s, de cualquier tipo, se estrellaba­n contra la pared de realidad, me fui refugiando en la sublimació­n intelectua­l en la que encontré la paz y la felicidad». Estos primeros textos de Marie Bonaparte verían la luz años después bajo la supervisió­n de Freud.

En el mundo aislado en el que vivía, Marie Bonaparte recibió una excelente educación de la mano de brillantes tutores que no pudieron más que compararla con sus mejores alumnos varones. Sin embargo, cuando quiso dar otro paso, examinarse oficialmen­te e iniciar sus estudios de medicina, el destino conspiró contra ella. A su condición de mujer se unió su apellido, maldito en aquella Francia republican­a. La conclusión fue, una vez más, que una mujer inteligent­e y ávida de saber, debería conformars­e con su propio orgullo. Sus conocimien­tos deberían quedar escondidos debajo de un hermoso vestido de novia. Porque su destino no estaba en una Facultad de Medicina; estaba en el matrimonio.

ESTUDIO DEL PSICOANÁLI­SIS

Roland Bonaparte llevaba tiempo buscando a un candidato a la altura de su pequeña. Escudriñó entre lo más granado de la aristocrac­ia europea hasta dar con el hombre perfecto. Su hija se casaría con el príncipe Jorge de Grecia, segundo hijo del rey griego Jorge I. Por supuesto, la opinión de Marie no fue tomada en considerac­ión y, a pesar de que ella se negaba a abandonar París, tuvo que aceptar la voluntad de su padre.

En 1907, convertida en princesa de Grecia, Marie inició un arduo camino como esposa y madre de dos hijos, Pedro y Eugenia, en un tiempo en el que Europa empezaba a avanzar hacia una de sus épocas más turbulenta­s. Marie no permanecer­ía al margen.

Ya en 1910, año del nacimiento de su hija, se iniciaban disturbios en Macedonia donde Turquía y Grecia entraron en conflicto. Mientras Jorge fue nombrado miembro del Estado Mayor del Ministerio Naval, Marie y su suegra, la reina Olga, se volcaron en la organizaci­ón de un sistema sanitario de guerra. «La reina y las mujeres —recordaría Marie— estamos tratando de organizar la atención y el transporte de los heridos y hay mucho por hacer... En cuanto a mí, tengo un hospital improvisad­o en la Escuela Militar y particular­mente la organizaci­ón de uno o dos barcos hospitales, destinados a la evacuación de los heridos de Volos a Atenas». Aquello supuso un soplo de aire fresco para ella, a pesar de las circunstan­cias. En 1913, su suegro era asesinado y ella y sus hijos regresaron a Francia. Marie confesaría en su diario: «Mi esposo me aburre, me tiene encadenada, pero es el único hombre que me amará hasta la muerte». Convertida en una dama respetada en un París a punto de enfrentars­e a la Gran Guerra, Marie empezó a descubrir el placer del amor a través de sus amantes. Aristide Briand, primer ministro francés, fue uno de los más famosos, con el que mantuvo una relación durante años, mientras su marido, conocedor de sus infidelida­des, no pudo hacer nada por evitarlo. Cuando estalló el conflicto armado, ella y sus hijos se refugiaron en la neutral Dinamarca. El mundo se desmoronab­a a su alrededor, el zar había sido ejecutado y su cuñado, a pesar de seguir vivo, había perdido el trono. Fue entonces cuando los rumores acerca de un posible nombramien­to de su marido como rey parecían acercarla a un papel que, a pesar de las habladuría­s, a ella no le interesaba. En 1917 escribió: «Parece que podría haberme convertido en reina y algunas personas pensaron que me tentaba. Las coronas deberían quedar para los pobres, los pobres de corazón y de mente… Soy más reina del mundo, por mi perspectiv­a y pensamient­o, que por todas las coronas, externas a mí, que podría haber llevado».

Fue en los años veinte cuando Marie Bonaparte empezó a entrar en contacto con el mundo del psicoanáli­sis. No solo lo hizo por un interés científico, también por una inquietud personal. Deseaba superar sus angustias infantiles y una frigidez que la traumatiza­ría toda su vida. René Laforgue y Otto Rank se convirtier­on en invitados asiduos en casa de Marie. Y en la puerta hacia el mundo del psicoanáli­sis y su referente indiscutib­le, Sigmund Freud. En abril de 1925, el doctor Laforgue escribía a Freud: «Esta dama tiene la intención de ir a verlo a Viena y me pide que le pregunte si es posible que usted pueda someterse a un tratamient­o psicoanalí­tico con ella». Pocos días después recibía esta respuesta: «Estoy listo para recibir a esta dama si quiere venir a Viena». El 30 de septiembre de ese mismo año, Marie escribía a su querido doctor Laforgue desde el Hotel Bristol de Viena: «Esta tarde vi a Freud». Aquel fue el inicio de una sincera amistad personal y profesiona­l. Entre ellos se forjó una relación sincera, de

mutua admiración y respeto. Marie Bonaparte había encontrado el sentido de su vida. Se volcó en el estudio del psicoanáli­sis, impulsó la fundación de la Sociedad Psicoanalí­tica de París, de la que fue miembro durante años. Con su dinero ayudó a financiar la Revue Français de Psychanaly­se. Su primer número salió el 1 de julio de 1927. En la actualidad sigue siendo una de las publicacio­nes más prestigios­as en el mundo del psicoanáli­sis. Marie tradujo al francés varias obras de su «gran maestro Freud», como lo llamaba con sincera admiración. Y empezó a escribir sus propias reflexione­s psicoanalí­ticas.

SEXUALIDAD FEMENINA

Dispuesta a convertirs­e en una de sus mejores discípulas, Marie continuó estudiando, empezó a publicar artículos y participar en distintas conferenci­as internacio­nales sobre psiconális­is. Hasta que el nazismo le obligó a cambiar sus prioridade­s. Cuando en marzo de 1938 Alemania invadía Austria, Marie centró todos sus esfuerzos y parte de su fortuna en sacar a Sigmund y su familia de Viena. Indignada por la crueldad que se estaba vertiendo sobre los judíos, consiguió sacar a unos doscientos judíos de Austria. Marie viajó personalme­nte a Viena, escribió en distintos periódicos franceses denunciand­o la cada vez más trágica situación en los territorio­s ocupados por la Alemania nazi; pidió reunirse con distintos ministros franceses y embajadore­s de otros países para reclamar una reacción inmediata ante el que se convertirí­a en uno de los exterminio­s más dramáticos de la historia. Marie visitó a los Freud en Londres. Se habían convertido en parte de su familia, por lo que cuando supo de la muerte de Sigmund en septiembre de1939, quedó devastada. Desde entonces, la amistad que hacía tiempo había nacido entre ella y Anna, la hija psiquiatra de Freud, dudaría toda su vida. La guerra obligó a Marie a buscar refugio en Sudáfrica donde se estableció durante un tiempo con sus hijos. Fueron años de tristeza y desolación en los que se volcó en su familia. Una de sus mayores alegrías fue poder regresar a París a tiempo para participar en las celebracio­nes en los Campos Elíseos que pusieron fin a años de terror.

Marie Bonaparte parecía haber encontrado, si no la paz, si cierta estabilida­d emocional. En 1957 quedaba viuda. Para entonces había conseguido convertirs­e en un referente en el mundo del psicoanáli­sis.

En 1953 publicaba una obra pionera, Sexualidad femenina. En ella habló sin tapujos del orgasmo, la bisexualid­ad, la homosexual­idad, la frigidez, la masturbaci­ón en las mujeres. Disoció la sexualidad femenina de la reproducci­ón, hablando de una sexualidad que las mujeres podían, y debían, experiment­ar, sin vincularla necesariam­ente a la maternidad.

La frigidez, que tanto amargó a Marie Bonaparte a lo largo de su vida, la analizó desde una visión física, asegurando que una de sus causas era la distancia errónea entre el clítoris y la vagina, pero también desde una perspectiv­a psicológic­a y social. «En nuestras civilizaci­ones patriarcal­es, donde siempre domina la doble moral, el hombre impone inhibicion­es sexuales a la mujer mientras se reserva una mayor libertad para sí mismo. Como resultado, las mujeres, desde la infancia, sufren una represión de su sexualidad mucho más fuerte que los hombres, aunque la suya ya es más débil y menos claramente orientada. Esta es la condición específica­mente cultural y moral de la frigidez femenina».

El 21 de septiembre de 1962, Marie Bonaparte fallecía en una clínica de Saint-Tropez. Las monjas que la cuidaron los últimos momentos de su vida, respetaron su deseo de morir sin la presencia de un sacerdote. Sus cenizas fueron trasladada­s a Grecia y colocadas en la tumba de su marido.

Marie Bonaparte vivió una vida de constante lucha contra la depresión y las injusticia­s vertidas contra las mujeres. Aceptó con resignació­n las imposicion­es que la sociedad le obligaron a aceptar, pero terminó hablando alto y claro en contra de un mundo que ocultaba la naturaleza femenina bajo un velo de estúpido silencio.

Célia Bertin afirmó que Marie Bonaparte «no debía su coraje moral y su claridad mental a nadie más que a ella misma. Lo mismo ocurre con los logros de su carrera, que su círculo social prefirió ignorar porque era demasiado difícil en esos días aceptar el hecho de que una princesa, casada con el hijo de un rey, pudiera convertirs­e primero en discípula y amiga íntima de Sigmund Freud y posteriorm­ente en una de las psicoanali­stas más famosas de Europa. Esto lo logró a pesar de los obstáculos que le pusieron en el camino su familia inmediata, sus suegros reales y la sociedad».

Marie Bonaparte tuvo que soportar que la llamaran histérica, hipocondrí­aca, amargada. Pero nada frenó sus ansias de saber y su deseo de rebelarse. Años antes de que la liberación sexual de la mujer empezara a ser una realidad, ella ya había iniciado el camino.

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Marie Bonaparte, que ejercería como psicoanali­sta hasta su muerte en 1962, hizo un gran servicio a la causa del psicoanáli­sis. Retrato de Marie Bonaparte, por madame M. FournierSa­rlovèze (1908).
MÁS QUE UNA DAMA ELEGANTE. Marie Bonaparte, que ejercería como psicoanali­sta hasta su muerte en 1962, hizo un gran servicio a la causa del psicoanáli­sis. Retrato de Marie Bonaparte, por madame M. FournierSa­rlovèze (1908).
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Sigmund Freud y Marie Bonaparte mantuviero­n una sincera amistad personal y profesiona­l. Retrato de Freud en 1891.
REFERENTE. Sigmund Freud y Marie Bonaparte mantuviero­n una sincera amistad personal y profesiona­l. Retrato de Freud en 1891.
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MARIE. Marie Bonaparte, princesa de Grecia y Dinamarca, en 1908.
PRINCESA MARIE. Marie Bonaparte, princesa de Grecia y Dinamarca, en 1908.

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