DEL AVANCE AL DESASTRE EN EL FRENTE ORIENTAL
Al otro lado de Europa, en el frente oriental, la guerra era igual de cruenta. Como parte de la Entente, el Imperio ruso inició las hostilidades contra Austria-Hungría y Alemania el 12 de agosto de 1914. Lo hizo con el ejército más numeroso del viejo continente y la certeza de su jefe de Estado Mayor, el duque Nicolás, de que los enemigos no podrían resistir el empuje de los zares. «El gran duque está decidido a avanzar a toda velocidad sobre Berlín y Viena, en particular sobre Berlín», informó el diplomático galo Maurice Paléologue. Los primeros compases del conflicto le dieron la razón, pues sus ejércitos cosecharon varias victorias incontestables en Prusia Oriental. Pero todo cambió el 26 de agosto de 1914 en la localidad de Allenstein. Allí se sucedió la batalla que inauguró la revolución germana en el frente oriental de la mano de dos generales alemanes enviados para evitar la debacle: Hindemburg y Lundendorff. Ese día, el ruso Samsonov ordenó cargar a su contingente. Pretendía rodear a los prusianos, pero desconocía que la tierra que pisaba servía año tras año de campo de maniobras para los hombres del káiser. Luchaban en una zona que conocían a la perfección, e iban a valerse de ello.
El ruso se percató el mismo día 27 de que había caído en una emboscada. El 28 ordenó la retirada y, finalmente, el 29 se disparó en la cabeza después de decir sus últimas palabras: «El emperador confiaba en mí. ¿Cómo puedo volver a presentarme ante él después de un desastre semejante?». El 30 de agosto se confirmó el resultado: 150 000 bajas para los ejércitos del zar y solo 15 000 para los germanos. Para redondear la victoria, Ludendorff dató el parte de la batalla desde la cercana Tannenberg, escenario de un enfrentamiento acaecido cinco siglos antes en el que los caballeros teutónicos habían sido aplastados por un ejército eslavo y lituano. La venganza se había consumado.
y Luxemburgo. Y no seleccionó el lugar al albur; sabía que la ciudadela era clave para el enemigo y que el generalato «destinaría a todos los hombres que tuviera» para su defensa antes de plantearse dar un solo paso atrás. «El final de esta guerra se decidirá en Verdún», advirtió Guillermo II. Y no le faltaba razón.
Fue el 21 de febrero, de buena mañana, cuando Von Falkenhayn inició las hostilidades con una sinfonía tocada por 850 cañones de gran calibre adscritos al V Ejército. Tras nueve horas de obuses, 140 000 soldados avanzaron hacia las defensas de Verdún. «Resistiremos frente a los ‘boches’, aunque su bombardeo es infernal», afirmó esa noche un oficial. Fue un augurio acertado, aunque les supuso sangre y esfuerzo. Cuatro jornadas después, los germanos conquistaron la posición de Fort Douaumont, ubicada en las cercanías de la ciudadela, y cortaron la línea ferroviaria que nutría de munición y vituallas la fortaleza. El golpe hizo que el Alto Mando francés pusiera al frente de las operaciones a uno de sus generales más populares y queridos: Philipe Pétain. Este hizo honor a su fama organizando la llegada de suministros y refuerzos a través de 3000 camiones que fueron apodados como la ‘Vía sagrada’.
Ambos ejércitos se desangraron en los diez meses que se extendió aquella locura. Se calcula que, en las primeras semanas, un soldado alemán moría cada 45 segundos. «En una fosa yacen un montón de cadáveres. Algunos cuerpos están despedazados. En el montón hay miembros sueltos, descuajados del tronco», escribió el corresponsal español Gaziel. Entre abril y mayo, los germanos continuaron librando cruentos combates en la orilla izquierda del río Mosa. Aunque el 1 de julio el Alto Mando detuvo los mandobles para enviar hombres al Somme, donde los aliados habían lanzado una ofensiva para aliviar la presión de Verdún.
Los asaltantes intentaron dar un nuevo aire a la operación con la sustitución de Von Falkenhayn, pero no sirvió de nada. A partir de octubre comenzaron los contrataques galos, que recuperaron el territorio perdido y estabilizaron el frente. El fin de la batalla llegó el 18 de diciembre, con 434 000 bajas teutonas por 543 000 francesas. Una auténtica escabechina recordada en todos los libros de historia.
TANQUES Y DOLOR
Unos 350 kilómetros al noreste de aquella fortaleza, cerca de la costa gala, los aliados también
planeaban desde 1915 ejecutar una ofensiva que terminara con el estancamiento del conflicto. Sin embargo, el ataque en Verdún obligó a adelantar los planes. La operación comenzó el 1 de julio de 1916, cuando, en una hora, dejaron caer sobre las posiciones alemanas ubicadas en el río Somme un cuarto de millón de proyectiles. Boom, boom, boom. La descarga fue tan colosal que se oyó al norte de Londres. Después, 14 divisiones británicas se lanzaron al asalto reforzadas en el flanco derecho por el VI Ejército francés. El Alto Mando estaba convencido de que las defensas habrían quedado destruidas; un terrible error. En una de las jornadas más sangrientas de la guerra, los ametralladores germanos acabaron con la vida de 20 000 anglosajones. «Lloré cuando vi cómo segaban a mis compañeros como si fueran hierba», escribió el soldado H. Bury.
A pesar de todo, la ofensiva continuó durante varios meses, y con la lección de la cautela aprendida. Las tropas de la Commonwealth —entre las que se incluían australianos, canadienses y neozelandeses— se emplearon a fondo en los combates posteriores y se hicieron con las posiciones de Pozières y Delville Wood. Por su parte, el comandante alemán, el general Fritz von Below, acrecentó la sangría al impedir a sus hombres retirarse. «¡El enemigo deberá abrirse camino entre cadáveres!», ordenó. El resultado fueron 330 ataques y contrataques protagonizados por sus tropas a lo largo de un frente amplísimo; tanto, como para considerar que el Somme aglutinó 12 batallas diferentes. Las cifras no engañan: entre el 3 y el 13 de julio, la Entente lamentó 25 000 víctimas. El título que el soldado Jack Bourke puso a una carta enviada desde allí resume los sentimientos de unos y otros: «Estoy en las trincheras del infierno». Pero aquella región no ha pasado a la historia tan solo por la ingente cantidad de vidas que se tragó, sino porque en sus campos también se utilizó por primera vez un arma tan devastadora como el carro de combate. El 15 de septiembre de 1916, el soldado Harold Macmillan vio como 49 de aquellos «objetos extraños» avanzaban a través de las defensas alemanas en Flers-Courcelette. Estos ingenios, del modelo Mark-I, estaban destinados a aplastar el alambre de púas y dar cobertura a la infantería. El debut de
El Alto Mando francés puso al frente a uno de sus generales más populares y queridos: Philipe Pétain
los tanques fue agridulce; los anglosajones desconocían que acababan de cambiar la guerra para siempre. La batalla del Somme acabó el 18 de noviembre por culpa del mal tiempo. Para entonces, los dos bandos sumaban un millón de bajas. Y todo, por una porción de territorio de apenas diez kilómetros.
EE. UU. SE DESANGRA
Los meses siguientes trajeron consigo una serie de ofensivas que apenas produjeron cambios en el tablero internacional, aunque sí una enorme cantidad de muertos. El 31 de julio de 1917, el mariscal de campo británico Douglas Haig lideró un ataque en las cercanías de Ypres, al sureste de Bélgica, que buscaba romper las líneas germanas y acabar con sus bases de submarinos en la costa. Todo acabó en desastre: la contienda se estancó hasta el 10 de noviembre de ese mismo año y los dos bandos contaron un millón de bajas entre muertos, desaparecidos y heridos. Acto seguido, los germanos intentaron que los aliados retrocedieran en el frente occidental mediante varios asaltos orquestados durante la primavera de 1918. La finalidad era dar un golpe de mano antes de la llegada de los EE. UU., recién entrados en el conflicto, y dulcificar sus derrotas en Rusia. Se hicieron con unos pocos kilómetros de tierra, pero poco más. La respuesta fue definitiva. Tras el desembarco de las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses (AEF) en el viejo continente, el comandante supremo aliado, el mariscal galo Ferdinand Foch,
organizó varios contrataques para hacer retroceder a los germanos hasta sus últimas defensas en Alemania. Un movimiento que, a la postre, sería conocido como la Ofensiva de los Cien Días: el número de jornadas hasta el fin de la Gran Guerra. «Mañana se va a dar un golpe que será decisivo para cambiar la situación a favor de la libertad», escribió a su madre el soldado Hedley Goodyear el 7 de agosto. A la mañana siguiente, tropas anglosajonas y francesas lanzaron un golpe de mano sobre Amiens que Erich Ludendorff, al frente de los teutones, definió como «el día negro del ejército alemán» por la ingente cantidad de bajas. A esta contienda le siguió otra en el Somme. Ahora sí, todo estaba perdido para el káiser.
Fue precisamente durante la Ofensiva de los Cien Días cuando la AEF luchó su batalla más feroz; esa que se quedaría grabada a fuego en la memoria de EE. UU. El 26 de septiembre de 1918, el grueso de las divisiones de las barras y las estrellas participaron en un ataque contra el bosque de la Argonne, a lo largo del río Mosa. Unos 400 000 hombres en total. Todo arrancó, como era habitual en la época, con un colosal bombardeo de artillería de seis horas. «Disparé tres mil balas de munición desde las cuatro hasta las ocho de la mañana», escribió el comandante de una de las baterías. Después, un silbato marcó el inicio de un asalto que los germanos resistieron a sangre y plomo durante casi dos meses. «Los soldados morían con valor, pero no avanzaban, o muy poco», insistió un superviviente. A los recién llegados, aquello les costó 26 000 muertos y 120 000 bajas.
El resto es historia. El 11 de noviembre, mientras el Cuerpo Canadiense capturaba Mons, se firmó el armisticio.
El debut de los tanques fue agridulce; los anglosajones desconocían que acababan de cambiar la guerra para siempre