EL SALVADOR DE LA REPÚBLICA. EL PAPEL DE AMÍLCAR EN LA GUERRA INEXPIABLE (241-238 A. C.)
Tras la derrota frente a Roma, a Cartago se le planteaba un reto de grandes proporciones: disolver el enorme ejército de mercenarios veteranos sin apenas recursos económicos con los que pagar lo que se les adeudaba. Con Amílcar «retirado» se encargó la tarea de repatriarlos a su segundo, un oficial llamado Giscón. El noble Hannón trató con los soldados las condiciones económicas en las que realizar su licenciamiento. Lideraba una importante facción de aristócratas terratenientes, opuestos en numerosas ocasiones al partido que encabezaba Amílcar. Este, gracias a su prestigio, se apoyaba en el pueblo y en el influyente sector de la nobleza cartaginesa con intereses comerciales y marítimos. Se propuso inicialmente el pago de una cantidad menor a la convenida a los líderes de los mercenarios (un galo llamado Autario, el libio Mathos y Spendios, que era un antiguo esclavo campano). Ante la negativa de los cabecillas, a los que se habían unido muchos campesinos empobrecidos, esclavos huidos y numerosas ciudades rebeldes, Hannón trató de usar la fuerza. Fracasó estrepitosamente en el sitio de Útica y Cartago, con sus murallas defendidas por una escasa guarnición, se vio inesperadamente rodeada por una enorme masa de soldados descontentos conscientes de su fuerza. A esas alturas, no se les podía aplacar con simples promesas. En el Senado cartaginés, la situación era desesperada y todos los ojos se volvieron hacia el héroe de Sicilia, Amílcar Barca, aquel que nunca fue derrotado por los romanos. Hannón y Amílcar fueron obligados a cooperar y ambos, alternando el uso de la diplomacia y la fuerza, consiguieron importantes victorias para Cartago en batallas como la del río Bagradas. Inicialmente, se permitió a los enemigos que así lo desearan volver a la obediencia a Cartago sin sufrir castigo alguno. Los jefes de los insurrectos, para evitar la sangría que suponían las continuas deserciones, decidieron ejecutar a Giscón y a otros 700 cartagineses que habían caído en su poder. Así no habría marcha atrás para los rebeldes. Les amputaron las manos y los pies, les rompieron las articulaciones y luego les lanzaron a un foso para dejarles morir desangrados entre horribles sufrimientos. En respuesta, los cartagineses tampoco dudaron en ejercer la crueldad y crucificaron a los líderes rivales que apresaban y dejaban que los elefantes mataran pisoteando al resto de los prisioneros.
Roma, siempre atenta, aprovechó la rebelión de los mercenarios cartagineses destacados en Córcega para enviar una expedición propia a la isla y adueñarse de ella entre los años 238 y 237 a. C. Ante las protestas de Cartago, se respondió con una nueva declaración de guerra que solo pudo ser aplacada con la cesión definitiva a los romanos de Córcega y el pago de 1200 talentos como sanción por las reclamaciones. Cerdeña también caerá al poco tiempo bajo dominio militar romano. Cartago, a pesar del profundo sentimiento de rencor anti-romano, tuvo que replantearse su política exterior para tener posibilidades de futuro en este nuevo escenario.
ni trataría de cambiar la lealtad de aquellos mediante alianzas o llevando a cabo injerencias en sus asuntos internos y, por último, no podrían reclutar soldados o conseguir dinero para la construcción de edificios públicos en el territorio de la otra parte.
Amílcar fue el encargado de tratar los términos de una paz que nunca le gustó. En las negociaciones consiguió arrancar a los romanos la concesión de que a su ejército de mercenarios le fuera permitido volver con todos sus efectivos, sus armas y su honor intacto a África.
Tras la firma de los acuerdos, dirigió a sus tropas a Lilibeo para embarcarlas de regreso a África y, lleno de desprecio, renunció al mando por haber sido obligado a aceptar una paz que consideraba innecesaria y perjudicial. Tal vez presentía los graves problemas que a Cartago le iban a ocasionar estos soldados repatriados.
A la vuelta de Sicilia, estos veteranos, aliados con campesinos y poblaciones descontentas, se rebelaron contra su antigua patrona: Cartago. La ciudad, acosada por el pago de la deuda de guerra a Roma, se negó a abonar lo convenido a los mercenarios. Se desencadenó una terrible guerra que duraría tres años en la que Cartago se jugó su propia existencia y de la que salió victoriosa gracias al talento de Amílcar Barca, el elegido para sacar a los cartagineses del grave atolladero en el que se encontraban.
AMÍLCAR Y CARTAGO EN LA PENÍNSULA IBÉRICA (236 A. C. HASTA EL 228-229 A. C.)
Acabada la Guerra de los Mercenarios (241238 a. C.) y liquidados los últimos focos de resistencia, el Senado púnico debía construir los nuevos pilares que permitieran recuperarse a Cartago de la crítica situación en la que se hallaba. Estaba arruinada, endeudada con Roma por el pago de una cuantiosa indemnización de guerra. No podía expandirse hacia el este para evitar entrar en conflicto con los reinos helenísticos de la zona y había perdido el control de los circuitos comerciales con las grandes islas del Mediterráneo.
Las opciones más factibles eran dos. En primer lugar, los terratenientes y su líder Hannón defendían una expansión por el Norte de África basando la futura riqueza de Cartago en la explotación agrícola de estas tierras. La segunda vía era la de los aristócratas de reciente cuño, que habían conseguido su posición gracias a la política comercial ultramarina de Cartago. Estos anhelaban el dominio de nuevos territorios de la península ibérica que explotar económicamente. Finalmente, la balanza se inclinó por la última alternativa
Desde Gadir, dotada de un magnífico puerto, comenzó su expansión por la cuenca baja del Guadalquivir
y Amílcar, victorioso frente a la rebelión de los mercenarios y a los romanos en Sicilia, fue el encargado de dirigir un fuerte contingente de tropas a Iberia. De esta manera, Cartago pudo llenar sus arcas y crear beneficiosos circuitos comerciales gracias al aprovechamiento de los enormes recursos de lo que son las actuales España y Portugal.
En resumen, Amílcar buscaba en la península ibérica, para su familia y para Cartago, la posibilidad de tener un futuro en un mundo en el que Roma, ahora dominadora del Mediterráneo occidental, era el rival a vencer.
Tras pacificar los últimos focos de insurrección en Numidia y debido a la falta de barcos de guerra tras la derrota, recorrió por vía terrestre la costa norteafricana hasta el estrecho de Gibraltar y, desde allí, cruzó el mar hasta la ciudad fenicia de Gadir (Cádiz). Llegó acompañado de un gran ejército de 20 000 infantes, unos 2000 o 3000 caballeros y algunos elefantes, aunque después lo amplió con guerreros íberos y celtas. Su mano derecha, además de su yerno, era Asdrúbal el Bello.
Desde Gadir, dotada de un magnífico puerto, comenzó su expansión por la cuenca baja del Guadalquivir consiguiendo la sumisión de muchas ciudades turdetanas y fenicias. Lo logró venciendo una oposición considerable. Los asentamientos turdetanos aún libres del dominio de los Bárcidas contrataron un potente ejército de celtas dirigido por dos caudillos: Istolacio e Indortes. Ambos fueron derrotados por separado y sometidos a terribles torturas hasta la muerte con el fin de atemorizar y evitar resistencias al avance de los Barca en Iberia. En el 231 a. C. fundaron la ciudad de Akra Leuké, cuya localización, a día de hoy, es discutida. Los esfuerzos de las huestes de Amílcar se centraron en ir avanzando por el Valle del Guadalquivir hacia la Alta Andalucía. El objetivo era alcanzar los ricos recursos mineros del sector oriental de Sierra Morena y dominar una
parte del Levante peninsular, desde donde poder construir una nueva red de comercio marítimo.
En el invierno del 229-228 a. C. Amílcar falleció tras ocho o nueve años de campañas militares e intensa diplomacia. Al parecer se ahogó en un río, emboscado por los guerreros oretanos del caudillo Orission Basileos, mientras trataba de tomar la ciudad de Helike (posiblemente Elche de la Sierra).
EL MOMENTO DE LA DIPLOMACIA. EL GOBIERNO DE ASDRÚBAL EL BELLO (228-221 A. C.)
El yerno de Amílcar, tras castigar a las ciudades oretanas culpables de la muerte de su suegro, continuó con su misma política, aunque con la ventaja de que las conquistas militares de este le permitieron llevar a cabo un programa más basado en la diplomacia y en la alianza con las ciudades de la península ibérica, que en la fuerza de sus ejércitos para consolidar el dominio cartaginés. Lo cierto es que lo consiguió, y que fue nombrado por los oficiales de su ejército y por los caudillos íberos, strategos autokrator o jefe supremo de las ciudades ibéricas.
Siguiendo los pasos de Amílcar, fundó en el 227 a. C. una nueva ciudad, Quart Hadast, actual Cartagena, que le sirvió como capital del amplio territorio que llegó a dominar. En el 226 a. C. firmó con los cada vez más intranquilos romanos el Tratado del Ebro, que reconocía el límite del dominio cartaginés en la península ibérica en la orilla de ese río.
El asesinato de Asdrúbal en el 221 a. C., causado (según Apiano y Tito Livio) por un esclavo que buscaba venganza por la muerte de su antiguo señor, supuso la elección de su segundo al mando: Aníbal Barca. Era el hijo mayor de Amílcar y al igual que su padre fue elegido por decisión del ejército. Cartago había obtenido inmensos beneficios del dominio de los Bárcidas sobre Iberia. La ciudad había restablecido su autoridad sobre el Norte de África, su comercio florecía y la prosperidad económica le habían posibilitado pagar la enorme deuda de guerra a Roma sin aumentar la presión fiscal, ni a sus ciudadanos ni a sus aliados. Sin embargo, Aníbal, Asdrúbal y Magón «los cachorros de León» (como a Amílcar les gustaba llamar a sus hijos), tenían planes muy distintos a los de sus mayores. Una nueva y sangrienta guerra estaba a punto de comenzar, aunque esa es otra historia.