ROMA VICTORIOSA, CARTAGO MALHERIDA
Tras la victoria romana en la batalla de las islas Egadas, frente a la costa occidental de Sicilia, el Tratado de Lutacio puso fin a la primera guerra púnica en el año 241 a. C. El cónsul Cayo Lutacio Cátulo, recuerda Polibio, «aceptó gustoso la invitación a la paz, pues sabía que también los suyos estaban ya quebrantados y cansados de la guerra».
Sin solución de continuidad, Roma se lanzó contra los faliscos, un pueblo itálico al este del Lacio, al que aplastó, y aprovechó la debilidad de su rival, inmerso en la guerra de los Mercenarios (léase la novela Salambó, de Gustave Flaubert) para incorporar a su órbita las islas de Cerdeña, rica en plata, y Córcega. Sin apenas recursos ni posibilidad de rehacer su flota, el futuro de Cartago pintaba bastante negro. Las condiciones del cónsul Lutacio para la paz fueron muy duras, y su coste subió aún más cuando pasaron por el Senado y el pueblo de Roma. Para empezar, los de Amílcar Barca perdieron Sicilia, que se convirtió en la primera provincia de la antigua Roma, su principal granero a partir de entonces y escenario de cruentas insurrecciones serviles en el siglo II a. C. Pero, además, se comprometieron a devolver a Roma a sus prisioneros de guerra y a pagar una onerosa indemnización, así como a respetar Siracusa y a sus aliados. Una vez solventada la guerra de los Mercenarios y pacificada Numidia, los cartagineses apoyaron la política expansionista de Amílcar Barca, quien puso los ojos en Iberia, sabedor de sus riquezas mineras y su potencial humano en forma de mercenarios. Así, a partir de 237 a. C., las fuerzas púnicas, compuestas por unos veinte mil infantes, entre dos mil y tres mil jinetes y varios elefantes, penetraron en la península ibérica por el estrecho de Gibraltar. Como es natural, la incursión levantó las suspicacias de Roma, que, si bien dejó hacer a los Barca, envió una primera embajada para conocer sus intenciones.
De acuerdo con José María Blázquez, la política bárcida no se tornó «abiertamente ofensiva hasta Aníbal». Durante ese compás de espera, Roma y Cartago fueron lo bastante civilizados (y desconfiados) para firmar el Tratado del Ebro en 226 a. C., cuya violación en Sagunto acarreó el estallido de la segunda guerra púnica.
Que, una vez más, tuvo cierto carácter de inevitabilidad, como convino Theodor Mommsen en su popular Historia de Roma: «Podía suceder que la República no pensase aún en la conquista de África, y que le bastase Italia. Pero ¿qué peligros no corrían [los cartagineses], si la condición de Cartago dependía de semejante condición?».