LA PRIMERA BASÍLICA DE SAN PEDRO
Cuando el apóstol san Pedro fue crucificado en el año 64, con Nerón en el poder, sus restos fueron enterrados en las proximidades del circo del Emperador, en la llamada colina Vaticana, y marcados por una roca a la que se había puesto una señal roja. Para ganarse el apoyo del cristianismo, Constantino impulsó la construcción de una basílica conmemorativa sobre su tumba, lo que tuvo lugar en el año 324. Tenía forma de cruz latina de 110 metros de longitud, contaba con cinco naves y en su construcción se le habían agregado decenas de columnas traídas de los viejos templos paganos que habían quedado en desuso en la capital imperial. Con los años, y en paralelo al poder de los papas que establecieron allí su residencia oficial, fue ganando en obras de arte, al tiempo que se convertía en el lugar preferido de peregrinación tras Jerusalén. Poco a poco se le fueron añadiendo edificios anexos, tanto con funciones religiosas como civiles, convirtiéndose en el mayor polo de atracción de la cristiandad.
El interés de distintos reyes en estar apoyados por los papas acentuó su importancia; acogió, por ejemplo, la coronación de Carlomagno como emperador en el 800. El abandono que sufrió en el siglo XIV, debido al traslado a Aviñón (Francia) de la sede papal, llevó a la basílica a un estado ruinoso del que se salvó al recuperarse Roma como sede en 1378. En el siglo XVI fue ampliada por el papa Julio II, integrándose parte de los elementos arquitectónicos originales en la nueva construcción que ha llegado hasta nuestros días.