EMIL CIORAN: ANATOMÍA DE LA LUCIDEZ
«El drama no es morir, es nacer». Lo peor no está por venir porque lo peor ya ha pasado. Feliz consuelo. Emil Cioran tiene apenas veinte años, ya cursa sus estudios de filosofía y se deja caer sobre el sofá pesaroso. Su madre lo observa. «¡No puedo más!», proclama el joven estudiante rumano. Ella, una mujer librepensadora, mucho más que su padre, un sacerdote ortodoxo rumano, le indica con más cariño que reproche: «De haberlo sabido, habría abortado». Cioran sonríe. Así lo cuenta él mismo. Una vez aquí, una vez el drama se ha cumplido, por puro azar, sin necesidad ni finalidad ninguna, ya solo queda algo por hacer: soportar el inconcebible peso de haber nacido. O, en cualquier caso asumir, como Cernuda apuntaba si la memoria no me engaña, que el propio Cioran era otro que no había nacido para la vida.
Emile Cioran empieza a convertirse en el más agudo pensador de la nada, del vacío, del «nihil», de lo absurdo de la existencia, de la perpetua confrontación contra él mismo y de la ilusión vana e ingenua de cualquier sentido o motivo que se le pudiera dar a «todo esto». Llamarlo a él y a su obra «pesimista» es quedarse infinitamente corto, parco de semántica, nombrar lo abismal del océano como si solo de mucha agua se tratase. Su obra nunca buscará un sistema, nunca aportará solución alguna, nunca será considerada por la academia, no hay, para escribir una reseña sobre él, por dónde cogerla, de qué hilo tirar para intentar tejer una trama, una ficción racional que encaje a Cioran en el mapa de la filosofía contemporánea. Lo suyo son latigazos, cumbres de desesperación, alaridos de lucidez, aforismos que acontecen como el rayo sobre el tener que soportar una existencia que nadie ha pedido, apoyada en nada, y que exige lo imposible de soportarse a uno mismo. Pero no con grandes lamentos, melodramatismo encendido o hiperbólicas proclamas en una existencia tormentosa sino con la precisión de una escritura de bisturí que siempre da en el órgano que tiene que dar y con un humor que transpira lo propio del que sabe que solo con el humor se puede afrontar lo irresoluble, lo radicalmente absurdo, lo que no se puede nombrar de otra forma, lo problemático que nunca dejará de serlo. «Desprenderse de la vida es privarse del placer de burlarse de ella», perder la posibilidad de burlarse de uno mismo, de ponerse en permanente cuestión, de sostener la batalla con uno mismo: porque, ¿qué otra cosa somos más que una perpetua (y perdida) lucha con nosotros mismos? Eso explica por qué Cioran, sabiéndolo todo inexorablemente corrupto, que no hay ninguna virtud, valor o sentido en ser frente a dejar de ser, decide seguir en juego, por qué hace del suicido una hipótesis de trabajo pero no un imperativo, por qué al contrario de ese Hegesias de Cirene llamado el «Peisithanatos» («el persuasor de la muerte») que recomendaba el suicido como máxima aspiración de lo humano, lo suyo era más el más radical cinismo de Antístenes o de Diógenes de Sínope, el que permitía la burla, la sarcástica indiferencia, el que sabía que solo desde la risa se afrontaba lo inafrontable.
¿Qué otra cosa somos más que una perpetua (y perdida) lucha con nosotros mismos?
DESINTERÉS POR EL QUERER
Cioran es lucidez en su expresión más rotunda. Por eso puede y debe burlarse, porque desde ella, desde su insondable lucidez, desentrama toda realidad, toda búsqueda de sentido, sabe «extrañarse» del engaño de la relación con el mundo y con los demás, toma conciencia de la función de la conciencia. Por eso Cioran nunca aspiró a nada. Su desinterés por el «querer» (como le sucediera a Bartleby, aquel personaje de Melville que tenía claro el «prefiero no hacer»), por la «prosperidad», por el proyecto y la acción, es legendario. «Por todas partes, gentes que quieren…» gentes que entienden el tiempo como el tiempo para hacer, como el tiempo que lleva de aquí para allá y no como aquel que le interesaba a Cioran: el del aburrimiento, el que no transcurre, el que está bloqueado sin un antes y un después, el que Cioran experimentaba en el insomnio que le sobreviene en su juventud. El tiempo que gira sobre sí como la rueda de la bicicleta, aquella que prefirió utilizar para dar la vuelta a Francia mientras tenía que escribir su tesis sobre Bergson. Ah, si Dios, esa figura a la que solo le reprochaba no haber existido, hubiera decidido quedarse quietecito, no emprender e innovar con sus elucubraciones, no darle tiempo al tiempo…
EN PEQUEÑAS DOSIS
Leer a Cioran es un ejercicio del extraño placer de constatar lo que hay. Un ejercicio exquisito, asequible, sincero, burlón, de desenmascarar los fundamentos, todos los fundamentos, todos los propósitos, todos los quehaceres que le permitirán a uno, adormilado, poner el pie en el suelo por la mañana y decir algo así como: «bueno, un día más». Por eso es un ejercicio con el que hay que tener cuidado, que no puede hacerse con excesiva frecuencia ni con demasiado encono: uno debe leer a Cioran pero no debe estacionarse en Cioran a menos que quiera constatar horrorizado que hay verdades que no podremos nunca soportar, que estamos hechos para creer mucho más que para saber, que nuestra materia es solo la de la esperanza que ha perdido pie, la «esperanza ciega» con la que el bueno de Prometeo nos dotó para poder poner, una mañana tras otra, el pie en el suelo y creer que lo hacemos por algo, que hay hoy, aunque solo sea hoy, un propósito, que quizá lo fatídico de la verdad podremos hoy, también, distraerlo.
Uno debe leer a Cioran pero no debe estacionarse en Cioran a menos que quiera constatar horrorizado que hay verdades que no podremos nunca soportar