Diplomacia: todo un arte
Tacto, sentido común, buenas maneras, astucia y habilidad para negociar definen el oficio que rige las relaciones internacionales.
Tacto, estilo, astucia y habilidad negociadora definen el oficio que rige las relaciones internacionales.
Apretón histórico. La secretaria de Estado
norteamericana Hillary Clinton observa el saludo del primer ministro israelí Netanyahu y el presidente de la Autoridad Palestina Abbas durante las negociaciones de paz en Washington, en 2010.
Fernando Morán, ministro de Asuntos Exteriores con Felipe González en los años 80, decía de su profesión que “el diplomático participa a veces decisivamente en asuntos de máxima importancia y siente el peso y el honor de representar a su país, pero entre ocasión y ocasión brillante se extienden largos espacios de trabajo oscuro y rutinario”. Sin embargo, no siempre fue así. Los emisarios de la Antigüedad eran trotamundos que viajaban con mapas imprecisos por rutas peligrosas en trayectos que duraban años. Aquellos nuncios o delegados –la denominación embajador surgió en el siglo XV– constituían el único enlace con lugares remotos cuando aún no existían las delegaciones permanentes en el extranjero. De Madrid a Madrid. Uno de esos pioneros fue Ruy González de Clavijo (c. 1360-1412), noble madri-
Libro
Ruy G. de Clavijo leño enviado por el rey castellano Enrique III de Trastámara ante el soberano más poderoso del momento, el mongol Tamerlán. Hacia su lejana capital, Samarcanda, partió el mensajero en 1403 en una carraca desde El Puerto de Santa María, acompañado por una reducida legación: su guardia de corps y un fraile. El objetivo de la misión era buscar un pacto contra el enemigo común, los otomanos. Clavijo tardó un año y cuatro meses en llegar
a su destino, y Tamerlán se tomó la embajada como un signo de pleitesía; de hecho, llamó al rey de Castilla “mi hijo”, como si lo considerase inferior. Desgraciadamente para el viajero, al poco de su llegada Tamerlán se lanzó a la conquista de China y murió en combate, con lo que la misión ya no tenía sentido. Además, en las disputas que siguieron entre los líderes mongoles por el poder, uno de ellos se incautó de los regalos traídos de España para la corte imperial. Pero aunque su propósito político no se logró, con el tiempo Clavijo ha sido valorado por la hazaña que supuso su viaje, contado por él mismo en un detallado relato. Aún hoy, un barrio de Samarcanda lleva el nombre de Madrid en su honor. Todos los caminos salen de Roma. Imprevistos avatares convertían la diplomacia medieval en una actividad circunstancial y episódica, casi nunca permanente, al contrario de la actualidad. La excepción fueron los papas, que se encargaron de montar para la Iglesia de Roma un cuerpo bien organizado de representantes por todo el mundo, dado que tanto su misión como sus intereses eran universales. Ya en el siglo IV se establecieron los llamados vicarios apostólicos, obispos que residían permanentemente en las principales regiones o ciudades. El papado sistematizó las fun-
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ciones diplomáticas y se crearon
J figuras como los legados en misión – Legatus missus–, con gran independencia decisoria, y, desde el siglo XV, las nunciaturas. Al frente de estas figuraban los nuncios 3 , representantes papales y personajes claves en las relaciones exteriores vaticanas cuando se produjo el cisma luterano. Entre otras cosas se les encomendó el intento de consolidar la unión entre los príncipes cristianos para evitar la división religiosa mediante la difusión de la fe en la corte del reino al que acudían. Su influencia como mensajeros del jefe de la Iglesia católica sigue siendo enorme.
Solo para sangre azul.
La función de embajador ha gozado de una distinción especial a lo largo de la historia y desde su creación se consideró un trabajo de máximo prestigio prácticamente reservado a las grandes familias. La asignación del cargo a aristócratas no dejaba de tener su lógica en los tiempos de las monarquías absolutas, ya que, como sustituto del soberano, cuanto
3 más alto rango tuviese su enviado, mayor importancia se concedía también al país donde era destinado. A su vez, en la corte donde ejercía su representación se tenía muy en cuenta la relevancia social y la alcurnia del embajador. Era imprescindible que causase un impacto adecuado al rey extranjero y su círculo, lo cual, cuando la sociedad estaba rígidamente dividida en estamentos, el puesto solo estaba al alcance de un noble. Una de las tareas principales que realizaban aquellos legatarios de
sangre azul era concertar para sus reyes y reinas bodas de Estado, que servían para conseguir pactos dinásticos y alianzas con intereses político-territoriales. Durante el apogeo de la llamada diplomacia matrimonial se urdió en 1554 el enlace entre Felipe II y María Tudor, producto de una intensa actividad negociadora previa en las cortes de España, Inglaterra y Flandes. Por parte inglesa dirigía las operaciones Thomas Radclyffe, tercer conde de Sussex y hombre de confianza de los Tudor que tres años antes había preparado la boda entre Eduardo VI y una de las hijas de Enrique II de Francia.
Cambio de rumbo.
El control de las embajadas por la nobleza o la burguesía acaudalada no se cuestionó hasta el siglo XX. En Inglaterra, que contaba con la mejor diplomacia del mundo, el miembro del parlamento Arthur Ponsonby hizo en 1915 una aguda crítica cargada de elocuencia a la “naturaleza aristocrática y no representativa” del oficio: “Un pequeño número de hombres que se asocian solo con otros de su misma clase y llevan sus relaciones en susurros no pueden sino tener una perspectiva distorsionada”. Opuesto a la “tradición secretista de la diplomacia desde la Edad Media”, Ponsonby apostó por embajadores que tuvieran “el sentimiento de ser servidores del pueblo, no marionetas de una corte”.
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5 Sin embargo, como herencia de los viejos tiempos, la profesión mantiene una relación estrecha con las monarquías. Por ejemplo, en España, tanto el nuevo jefe de la Casa del Rey, Rafael Spottorno, nombrado el año pasado, como sus dos inmediatos antecesores han sido diplomáticos de carrera. Venecia, una pequeña ciudad que en el Medievo controló un gran imperio basado en el comercio marítimo, fue el estado que sacó más partido de la diplomacia, actividad que consideraba un “deber ciudadano”. Los venecianos desplazados al extranjero debían informar sobre lo que veían y escuchaban, y se les podía encargar misiones que duraban entre tres meses y dos años. Por las 21.000 cartas de instrucciones que nos han llegado –los archivos diplomáticos más antiguos conservados datan del año 883–, sabemos, por ejemplo, que los emisarios de la llamada Serenísima República no podían viajar acompañados de sus esposas por “el riesgo de indiscreción” que suponía; en cambio, se recomendaba que llevasen un cocinero para evitar envenenamientos.
El globo a pachas.
En el Renacimiento, al romperse las alianzas feudales con la creación de los estados nacionales y el descubrimiento de América, surgieron grandes imperios y con ellos la necesidad de equilibrio entre enormes fuerzas competidoras en todo el globo. Fruto de esa política negociadora se firmó, por ejemplo, el Tratado de Tordesillas entre España y Portugal, que dividió el mundo por conquistar en dos partes, una para cada país. La diplomacia ganó terreno progresivamente como política eficaz para reducir los costes de las guerras, y los embajadores suplían a los ejércitos en la defensa de los intereses del país. En ese contexto, el Vaticano se erigió como árbitro internacional, según el principio de que “al papa le compete hacer la paz entre los príncipes cristianos”. Como la diplomacia era un asunto terrenal, el pontífice Julio II instruyó a su secretario de Estado sobre cómo había que formar a los legatarios de la Santa Sede: “Han de aprender trato mundano, que no atenta contra la santidad, sino que la refuerza”.
Hacia la permanencia. Fue entonces cuando se empezó a generalizar el uso del término embajador, el cual no estaba al alcance de todos los que realizaban misiones de representación en el extranjero. Car
los V 4 , que, además de liderar un gran imperio, fue un verdadero diplomático, ya que viajó en persona por todos sus territorios, creía que solo podían considerarse dignos de detentar tal nombre los enviados de reyes coronados, rebajando así el rango de los emisarios que representaban a repúblicas o ciudades libres. Por entonces empezaron a consolidarse las embajadas permanentes, como la que llevó al español
Bernardino de Mendoza 5 a Londres durante una época de máxima tensión entre nuestro país y el Reino Unido (ver recuadro en página de la izquierda). Las complejas relaciones internacionales propiciaron una paulatina profesionalización de los encargados de la diplomacia, que se curtieron en grandes eventos internacionales, como la Paz de Westfalia
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(1648) o el Congreso de Viena (1815). En este último encuentro, convocado con el objetivo de restablecer las fronteras de Europa tras la derrota de Napoleón, participaron políticos de primera fila: entre otros, el príncipe de Metternich austriaco, el primer ministro francés Talleyrand e incluso soberanos reinantes, como el zar Alejandro I o Federico Guillermo III de Prusia. Con ello las relaciones internacionales cobraron un gran impulso. Previamente, algunos países ya contaban con departamentos de Asuntos Exteriores –en España, Felipe V había instituido el llamado Despacho Universal en 1701– y se habían fundado las primeras escuelas diplomáticas, caso de la Academia de Servicio de Roma, puesta en marcha por el papa Clemente XI también en ese año. En el siglo XIX, otros estados formalizaron el acceso a la carrera diplomática para garantizar el nivel de sus profesionales.
Tiempos de paz. Los conflictos bélicos del siglo XX forzaron la creación de instituciones internacionales permanentes, como son la Sociedad de Naciones (1919) y la Organización de las Naciones Unidas (1945). El objetivo primordial del diplomático actual es encauzar las relaciones pacíficas entre países. Sin embargo, la historia reciente demuestra que, pese a la inmunidad de que gozan, las misiones diplomáticas no están exentas de riesgos. Lo sabe Máximo Cajal, que cuando era embajador de España en Guatemala en 1980 sufrió la ocupación de la legación española por un grupo de indígenas y estudiantes, seguida del asalto por las fuerzas del orden del país centroamericano. Durante el suceso murieron 39 personas; Cajal resultó herido y más tarde fue objeto de un intento de asesinato mientras estaba en el hospital recuperándose. Pero los diplomáticos no se ocupan solo de la política. La consecución de ventajas comerciales para el país es básico desde la época de los venecianos, y actualmente esa diplomacia económica se ha consolidado con instituciones como el Fondo Monetario Internacional (1945), la Comunidad Económica Europea (1956) o la Organización Mundial del Comercio (1995). Otro fenómeno reciente es que este oficio ha dejado de ser patrimonio de los Estados gracias a organizaciones no gubernamentales (ONG), caso de Amnistía Internacional o Médicos Sin Fronteras, uno de cuyos fundadores, el francés Bernard Kouchner, fue ministro de Asuntos Exteriores de su país entre 2007 y 2010.
Salsa rosa. El reto actual es mantener la discreción en esta era de comunicaciones digitales al alcance de cualquier hacker. Los miles de documentos destapados por Wikileaks de cables de embajadores de EE. UU. que informaban sobre la situación en sus países de destino dejaron en muy mal lugar a la diplomacia norteamericana. Sobre todo porque demostraban un elevado grado de banalidad, al recrearse en cotilleos sexuales y consideraciones subjetivas irrelevantes, como comparar a Putin y Medvédev con Batman y Robin. Más de uno habrá pensado al leerlos si para eso son necesarios los embajadores, mientras que otros se preguntarán si los departamentos de exteriores podrán ser instituciones transparentes, algo que parece reñido con su esencia y tradición.