La vida es cuento
Narrar y oír historias no solo constituye la forma más antigua de ocio. Según la neurociencia, es una necesidad embebida en el cerebro: a través de ella, organizamos la información y construimos la memoria.
Narrar y oír historias es la forma más antigua de ocio y el medio por el cual nuestro cerebro organiza y archiva la información que recibe.
El escritor y ufólogo estadounidense Martin Kottmeyer ha estudiado y explicado en varios artículos los aspectos psicosociales del fenómeno ovni y la influencia que tienen los guiones de cine y televisión sobre los supuestos encuentros con extraterrestres. En sus ensayos revela cómo películas del tipo Invasores de
Marte o la serie Más allá del límite – The Outer Limits– inventaron toda la parafernalia que rodea a las visitas de alienígenas. Antes de que esas historias aparecieran en la pantalla, nadie había oído hablar de marcianos de color verde y mirada de reptil que se desplazaban en platillos volantes. Sin embargo, a partir de la difusión de esas imágenes, la creencia de que los extraterrestres podían haber venido de un universo moribundo para inseminar mujeres y conseguir niños híbridos, tal cual se contaba en el cine, comenzó a calar en no pocos espectadores. El éxito de esa narrativa, según Kottmeyer, no ha decaído. Tal como refleja una reciente encuesta, más de un 10 % de estadounidenses cree en las abducciones por extraterrestres. Algunos dicen haber vivido experiencias similares a las de Invasores
de Marte y haber sido raptados y conducidos al interior de una nave espacial, iluminados por una luz brillante que les hizo perder el sentido, para acabar sufriendo la implantación de un artilugio dentro del cuerpo. En los más de cincuenta años que han transcurrido desde que alguien inventara este relato, solo se han
luis muiño añadido detalles eróticos, ausentes en el cuento audiovisual original por cuestiones de censura. Pero los rasgos principales del argumento se siguen repitiendo. Y es que el cerebro recibe la información a través de los sentidos, y la organiza y almacena en la memoria en forma de historias. Nuestra percepción del mundo es narrativa, por eso un buen relato impacta, porque usamos los cuentos que nos han contado para procesar la ingente cantidad de estímulos que llegan a nuestra mente.
Empacho de letras y números. Ya en 1255 el monje dominico Vincent de Beauvais denunciaba el cansancio intelectual de la sociedad, que lo atribuía a las mismas razones que se manejan hoy: exceso de libros y publicaciones, falta de tiempo, ca- rácter escurridizo de la memoria... Ahora bien, en la civilización actual la abundancia informativa se ha disparado. Un artículo en la revista digital Silicon Republic calculaba que la información generada en el mundo en 2011 equivalía a la capacidad de 57.500 millones de ipad, con los que se podría construir un muro de seis metros de alto alrededor de Sudamérica. Los datos –interesantes o irrelevantes– llegan en oleadas que nos inundan el cerebro. Es lo que el escritor estadounidense Alvin Toffler, experto en tecnologías y comunicación, llamó “sobrecarga informativa” en su libro El shock
del futuro (1970). La mente humana no puede asimilar de forma aislada tan ingente cantidad de bits informativos. Para procesarlos, necesita ordenarlos en un armario con
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cajones, perchas y estantes. Y el mejor mueble que existe para ese fin es un relato coherente, ya que permite recordar mejor, eliminar lo insustancial y destacar lo importante.
John Rambo, te adoramos. La psicóloga Pamela Rutledge 1 , directora del Media Psychology Research Center de Los Ángeles, cree que las metáforas son esenciales para la comunicación, ya que la elección de las imágenes que nos sirven para representar los hechos cambia nuestra relación con el mundo: “Percibimos y recordamos las cosas basándonos en su parecido con otras que consideramos similares. Cuando describimos los acontecimientos de una historia, evocamos imáge
2 nes visuales que abren múltiples vías. El cerebro no distingue entre la metáfora y la imagen inicial; si al narrar decimos que algo fue ‘como si…’ lo convertimos en un hecho y convocamos todas las asociaciones emocionales que tuvo la primera experiencia”. El mito, la fábula se convierten en algo visceralmente cierto, porque el cerebro lo utiliza para organizar la información, y eso es lo que persiste. El antropólogo Michael Wood 2 pudo comprobar de primera mano el poder de las metáforas en una de sus investigaciones. Mientras estudiaba el comportamiento social y las habilidades de comunicación de los kamulas, de Papúa Nueva Guinea, constató que los miembros de esta etnia adoraban a Rambo, al que creían un héroe libertador de su pueblo –incluso pensaban que vivía en algún lugar de la isla– a partir de lo que habían interpretado sobre el famoso personaje después de haber visto la primera película de la saga. Por más extraño que pueda parecer, este proceso psíquico es solo una muestra de cómo funciona nuestro cerebro. Los autores de Metá
foras de la vida cotidiana, George Lakoff, profesor de Lingüística en la Universidad de California, y Mark L. Johnson, científico cognitivo de la Universidad de Oregón, afirman que “los procesos del pensamiento humano se estructuran metafóricamente y, por eso, la actividad se estructura de la misma manera”. Para ellos, “la metáfora no está meramente en las palabras que usamos, sino en nuestros mismos conceptos”. Por ejemplo, si asociamos tan a menudo una discusión con “una guerra” es porque conceptualizamos así las confrontaciones, aunque sean meramente dialécticas. Por eso pensamos que “vale cualquier arma con tal de ganar”, intentamos “no ceder espacio”, “nos atrincheramos” en nuestras posiciones y hacemos lo posible por “no dar ni un paso atrás”. Describimos un desacuerdo de pareja o una riña familiar como un conflicto bélico. Y como tal lo conceptualizamos.
El sexto sentido.
Según Lakoff y Johnson, es “como si la capacidad de comprender la experiencia por medio de narraciones fuera uno de los sentidos del ser humano”. Interiorizamos el mundo a través de la vista, el oído, el olfato…, pero lo procesamos y recordamos a partir de un formato narrativo. Dicho en términos neurológicos, tal y como lo expresa Jeffrey Zacks, psicólogo y profesor de Cognición de la Universidad de Washington en San Luis (Misuri), “la experiencia nos llega al córtex cere-
bral de forma discontinua, pero este se encarga de darle forma y significado para poder almacenarla”. Uno de los científicos pioneros en analizar la construcción de historias y descubrir que la configuración de un relato coherente acaba siendo más importante que los hechos contados fue el psicólogo Ulric Neisser
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, de la Universidad de Cornell, en Ithaca (Nueva York). La investigación del escándalo Watergate, en los años 70, le dio unas cuantas pistas para confirmar sus ideas. El presidente Nixon había ordenado grabar todas las conversaciones que se produjeran en el despacho oval, así que a lo largo del proceso se pudieron contrastar los recuerdos de los implicados con la realidad.
Inventar recuerdos.
Neisser halló que algunos de ellos, desconocedores de que existían pruebas grabadas, mentían para salvaguardarse, pero, sorprendentemente, otros testigos evocaban situaciones que les incriminaban y que no habían tenido lugar. Durante el juicio se constató que, al comparecer en el estrado, contaban los hechos como les parecía que deberían haber sido para que encajaran en un argumento verosímil y no como sucedieron en realidad. El fenómeno puede atribuirse a la disposición humana a reelaborar el pasado para integrarlo en un esquema narrativo coherente. Neisser y otros investigadores en cognición han tratado de explicar la utilidad adaptativa –y, también, las desventajas– de nuestra necesidad de contar cuentos para procesar la realidad. Algunos defienden que el principal cometido de la memoria no es realmente almacenar el pasado, sino ayudar a imaginar el futuro. Olvidar lo malo, recordar los deseos satisfechos y teñirlos con una dosis de fantasía es, generalmente, una buena estrategia para afrontar la existencia. Nuestra capacidad retentiva es pobre, si juzgamos nuestra memoria como un mero depósito de las cosas que nos han ocurrido. La verdadera importancia de los recuerdos es que son muy eficaces para hacer frente al porvenir. En función de él, seleccionamos unos u otros, o incluso, si es necesario, nos los inventamos. Los experimentos de la matemática y psicóloga Elizabeth Loftus 4 sobre la memoria humana y las posibilidades de modificarla demuestran que ciertas técnicas como la hipnosis pueden inducir a la formación de recuerdos falsos.
Se juega en el hipocampo.
La neurociencia avala también esta idea. La psicóloga irlandesa Eleanor Maguire, catedrática de Neurociencia Cognitiva en el Instituto de Neurología de la University College de Londres, descubrió en una reciente investigación que al imaginar el futuro se activan las mismas zonas del cerebro que cuando se evoca el pasado. Según sus estudios, el hipocampo es la estructura que recopila aspectos parcialmente fragmentados de la memoria para anticipar el porvenir. Para ello, reúne todos los recuerdos en un hilo argumental en el que integra no solo lo que realmente hemos presenciado y vivido de primera mano; también asume como propias las anécdotas que nos han contado, los acontecimientos en que nos gustaría haber estado presentes o las
conversaciones en las que podríamos haber participado. Por su parte, Morris Moscovitch, neurólogo de la Universidad de Toronto, en Canadá, precisa que “el hipocampo no se encarga realmente ni del recuerdo del pasado ni de imaginar el futuro: lo que hace es crear historias acerca de c u a l q u i e r momento de nuestra vida para ayudarnos a afrontar las circunstancias que se presenten”. En todo caso, hay muchas razones por las cuales los seres humanos somos contadores y oyentes de historias y fábulas. Como hemos dicho, nos sirven para organizar y optimizar la memoria, pero también para aprender a comportarnos –la capacidad moralizadora de los cuentos infantiles es un buen ejemplo de su función adaptativa–, para prever posibles riesgos, para estar alerta cuando ocurre algo nuevo y para entendernos a nosotros mismos. Como decía la psicóloga estadounidense Harlene Anderson, una de las fundadoras de la psicoterapia colabora- tiva, “la vida consiste en contarnos a nosotros mismos historias acerca de la vida, de saborear historias sobre la vida contadas por otros, de vivir la vida de acuerdo con tales historias y de crear historias nuevas y más complejas. Y esta composición de historias no es hablar sobre la vida: es la vida misma”.
Puro drama. Otra razón por la que el cerebro humano es proclive a las historias es que estas suelen tener un protagonista o un héroe con el que podemos simpatizar e identificarnos. Además, normalmente cuentan con los tres elementos presentes en la estructura de toda buena película
u obra de teatro: planteamiento, nudo y desenlace. Según Pamela Rutledge, “hay una sensación cognitiva confortable cuando somos receptores de una historia. Podemos tolerar bien la ansiedad que produce el reto que se nos plantea al principio, porque sabemos que se va a resolver en el desenlace”. Como dijo el psicólogo estadounidense Jerome Bruner, “las historias tratan de las vicisitudes del deseo y las intenciones humanas, los problemas que se plantean en ellas dirigen el drama”.
Verdades y mentiras.
Una de las cuestiones más intrigantes sobre las historias es el de la verosimilitud. ¿Qué hace que ciertas narraciones resulten creíbles y otras parezcan ficticias? La cuestión ha sido muy debatida en la psicología forense, donde la credibilidad de los testigos es esencial para esclarecer la mayoría de los delitos. Por eso, la ciencia trata de encontrar métodos y técnicas fiables que permitan averiguar cuándo un testimonio es verídico. Jaume Masip 5 , psicólogo e investigador en procesos cognitivos de la Facultad de Psicología de la Universidad de Salamanca, habla de ello en un interesante artículo titulado ¿Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo? Dice Masip que existe toda una serie de creencias populares sobre los indicadores conductuales del engaño y que en la vida diaria manejamos indicios y trucos para poner a prueba la veracidad de una historia. Por ejemplo, si nuestra pareja se ríe mientras nos cuenta que solo se ha tomado un par de cañas con los compañeros de trabajo, es posible que no la creamos o que sospechemos que oculta algo. Si un hijo mira hacia otro lado para decir a su padre que el examen le ha salido muy bien, tres cuartos de lo mismo. Mucha gente piensa que los mentirosos mueven más las manos, parpadean más, gesticulan, cambian con mayor frecuencia de postura o tamborilean con los dedos sobre la mesa. Sin embargo, Masip pone en duda esos trucos psicológicos caseros. En su opinión, los indicadores no verbales de un posible engaño no se ven corroborados por la evidencia empírica. Diversos estudios han probado que la precisión para juzgar correctamente una declaración está en torno al 55 %. Es decir, de cada cien mensajes, acertamos 55 y fallamos 45. Casi como si tiráramos una moneda a cara o cruz. Por otra parte, según Masip, hay sujetos más confiados y crédulos que tienden a dar por cierto lo que les cuentan, mientras que otros son desconfiados por naturaleza. Estos últimos engloban la categoría que el psicólogo forense David Sha
piro 6 , de la Nova Southeastern University de Florida, denomina
personalidad detective. Como sabuesos aficionados que son, consideran que lo que parece evidente no debe ser creído porque la verdad siempre se esconde lejos de la superficie. Detrás de todo mensaje, dicen, hay algo oculto que se puede averiguar si se bucea lo suficiente.
El ojo que todo lo ve.
Su minuciosidad para analizar los detalles de una narración y su habilidad para sacar conclusiones a partir de ellos les proporciona ventajas adaptativas. Reciben la información en estado de hipervigilancia, porque quieren entender todo lo que sucede alrededor de la trama principal, como verdaderos investigadores de la realidad. Son buenos para resolver problemas, pillar a los mentirosos, buscar las causas de los sucesos y desmontar leyendas y mitos. Claro que esa forma de usar el cerebro también tiene desventajas. La principal es que hace muy difícil parar la pulsión de desconfianza. Según Shapiro, los individuos con personalidad detective tienden a desarrollar teorías infalsables, es decir, hipótesis que ningún dato podría desmentir, y a enredarse en ideas conspiranoicas que nunca tienen fin. Su suspicacia provoca que las personas que los rodean se vean atrapadas en la continua necesidad de probar la veracidad de los actos más irrelevantes de la vida diaria. Son como réplicas de Sherlock Holmes, quien en una de las novelas de Conan Doyle pregunta a un policía si no ha notado lo que ha pasado con el perro. “¿El perro? Pero si no ha hecho nada especial en toda la noche”, responde el agente. “Eso precisamente es lo más sospechoso”, remata Holmes.