Un pequeño gran logro
De todos los premios nobel que he conocido, el menos consciente del reconocimiento universal que había generado su descubrimiento fue Robin Warren. A él, lo que más parecía interesarle era la fotografía: gracias a esa afición, pudo reproducir y convencer a todo el mundo de que, en un lugar tan ácido y siniestro como el estómago, podía vivir la bacteria Helicobacter pylori. Hasta entonces, este microorganismo era el causante de la muerte de millones de personas que no acababan de saber qué les pasaba. Su historia me recuerda a la del médico húngaro Ignaz Philipp Semmelweis (1818-1865), que trabajaba en un hospital vienés cuando todavía no había microscopios para ver las bacterias que nos carcomían. Sus compañeros salían de la sala de operaciones donde manipulaban los cuerpos de personas que habían muerto súbitamente o en accidentes y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, sin ni siquiera cambiarse la bata llena de manchas de sangre, pasaban a la sala de partos. Semmelweis se lavaba las manos meticulosamente, pero sus compañeros no querían aceptar que la brusca bajada en los fallecimientos de las parturientas tratadas por él se debía, pura y simplemente, a una práctica de higiene tan elemental. Solo unos años después resultaría claro que eran imprescindibles simples medidas de asepsia antes de pasar de las autopsias a la obstetricia. El médico precursor de esta revolución, que iba a ahorrar millones de muertes, tuvo que soportar lo suyo en un manicomio porque nadie le hizo caso. A Robin Warren sí lo tomaron en serio. Le concedieron el Premio Nobel por sus investigaciones y pericia en conseguir que el resto de la comunidad científica cambiara de parecer sin demasiados traumas. Como me apuntó el propio Warren, “a los médicos les molestaba que alguien pudiera creerse que eran responsables de los fallecimientos simplemente por no lavarse las manos”. Pero su caso era totalmente distinto: lo que nadie creía es que las bacterias pudieran anidar en un lugar tan inhóspito como el estómago. El ácido estomacal las mata. Por eso, la idea de que algunas pudieran crecer allí tranquilamente le parecía ridícula a todo el mundo. Así fue supuesto durante más de cien años; desde que se había empezado a estudiar la vida y la muerte de estos microbios era muy lógico que nadie creyera que podían vivir en el estómago. Y así se enseñaba en los libros de texto que los médicos habían estudiado. La primera enseñanza de la vida científica de nuestro autor es, pues, la conveniencia de conjugar el interés propio –la microbiología– con otra disciplina como la fotografía. El hecho innegable es que esa atención compartida le dio a Robin Warren una cierta serenidad y calma que resultó muy provechosa a todos. No se enfadó lo más mínimo por la negativa de
Como sabía que era muy mal vendedor, necesitaba un portavoz capaz de convencer al resto de la comunidad científica
Muy sus compañeros a admitir que las bacterias podían vivir en el estómago; sencillamente, se dedicó a la fotografía mientras esperaba a que el resto del mundo cambiara de opinión. “Por favor –nos está sugiriendo Robin–, no os obcequéis. Cambiad de profesión un rato si esto no funciona”. La segunda gran enseñanza que aflora en la actitud del descubridor de la bacteria Helicobacter pylori es el apego necesario a la multidisciplinariedad. Este investigador delicado y extremadamente inteligente sabía que, sin embargo, era muy mal vendedor. Su empeño necesitaba un portavoz que fuera capaz de comunicar y convencer al resto de la comunidad científica de que tenía razón. Y su socio Barry Marshall era exactamente lo que necesitaba el proyecto. Supieron formar una piña invencible. Por eso ganaron.