Espías bien remunerados
El rey Luis XIII de Francia (1601-1643), que vivió en una corte llena de intrigas y a los 14 años fue obligado a casarse por razones de Estado con la infanta española Ana de Austria, decía irónicamente que los diplomáticos eran “espías bien pagados y mal comprendidos”. Es innegable que uno de los objetivos de este oficio desde los tiempos de la Serenísima República de Venecia ha sido obtener información privilegiada sobre los otros países, tanto rivales como aliados, así como inmiscuirse e influir en sus acontecimientos políticos.
Profesionales de la conspiración.
Sabemos, por ejemplo, que Bernardino de Mendoza (1540-1604), embajador español en Londres durante el reinado de Isabel I, ayudaba a la opo- sición católica contra los Tudor y fue expulsado después de seis años en el cargo por participar en una conjura contra la reina. Mendoza se comunicaba con Felipe II mediante cartas cifradas en un código que solo ellos dos conocían. Sin salir del Reino Unido, el Foreign Office –Ministerio de Asuntos Exteriores– montó tras la Primera Guerra Mundial la Escuela de Código y Cifrado, consagrada a investigar las comunicaciones de otros países en tiempo de paz. No pocos diplomáticos británicos han sido espías ocultos. Uno de los más relevantes fue Kim Philby (19121988), doble agente al servicio del KGB que terminó pasándose a la URSS. Miembro de una red de espionaje conocida como Los Cinco de Cambridge, Philby fue primer secretario del consulado británico en Estambul y de la embajada en Washington, cargos que le valieron de tapadera para su trabajo como jefe de inteligencia.
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