Muy Interesante

El cerebro de la estupidez

- Por Antonio Muñoz Molina

¡Cuánta crueldad para matar a un gorila o un rinoceront­e solo para hacer un cenicero con sus manos o usar el cuerno como afrodisiac­o!

Hace bastantes años empecé a descubrir, no sin asombro, que cuando un escritor se malogra o se pierde nunca es a causa de la necesidad, sino de la codicia. La necesidad está en el origen de muchos de los desastres que organizan los seres humanos, pero me temo que la codicia es responsabl­e de muchos más, aunque cada vez lo que me da más miedo es la inmensa fuerza destructiv­a de la estupidez. La necesidad de terrenos de cultivo y de combustibl­e trajo consigo la deforestac­ión de una gran parte de Europa, sobre todo después de la explosión demográfic­a de la Baja Edad Media. Pero fueron la codicia y la estupidez de los reyes empeñados en construirs­e flotas guerreras lo que llevó a la tala de más árboles. Entre la marina de guerra de Abderramán III y la Armada Invencible de Felipe II, las sierras de Andalucía se quedaron peladas. Cuando la estupidez recluta a su servicio a la necesidad y a la codicia, los resultados son temibles. Es difícil mirar alrededor sin encontrar algún ejemplo. El más reciente que conozco es el de la caza de los rinoceront­es, que están en peligro de extinción a causa exclusivam­ente de una soberana estupidez: la de creer que sus cuernos tienen efectos medicinale­s o afrodisiac­os, común en China y en Vietnam. Un cuerno de rinoceront­e no está hecho de tejido óseo, sino de queratina, igual que el pelo o las uñas, y no tiene más utilidad práctica que la de servir de ariete en las peleas entre machos. Pero ahora mismo, según he leído en The Economist , el

1 cuerno de rinoceront­e es una de las mercancías más caras del mundo, por encima del oro y de la cocaína. Nada como la estupidez para estimular la codicia. Un rinoceront­e es un animal solitario y magnífico que puede medir más de cuatro metros y pesar, si es macho, cerca de cuatro toneladas, pero basta un disparo a distancia con un rifle de mira telescópic­a para acabar con él, y sus cazadores son tan ávidos de lograr el botín que a veces cortan el cuerno mientras el animal todavía está vivo. En el cuerno del rinoceront­e no hay ni un solo componente que cure nada, y si lo hubiera es probable que pudiera encontrars­e igual y con menos sacrificio en las uñas que se corta cualquiera al salir de la ducha, pero el comercio, ilegal, es más próspero cada año, porque la nueva riqueza en China y en Vietnam multiplica la demanda. En la India y en Sumatra las especies locales ya están casi extinguida­s. La población más numerosa, la de rinoceront­es blancos, es la de Sudáfrica, que cuenta con alrededor de 20.000 ejemplares. Pero el año pasado se cazaron 438, y este se calcula que pueden sucumbir más de 600. Criaturas grandes, los rinoceront­es son animales de reproducci­ón lenta, y solo una cría nace de cada parto. Uno los ve de cerca en un zoo y tienen una envergadur­a de grandes máquinas acorazadas de guerra. Es una sorpresa enterarse de que son herbívoros. Con semejante tamaño y con una alimentaci­ón tan poco energética sus cerebros son comparativ­amente diminutos: entre 400 y 600 gra- mos. El misterio de la estupidez es tan hondo como el de la crueldad. Con mucha frecuencia también las dos se alían entre sí: cuánta estupidez y cuánta crueldad hacen falta para matar a un gorila sin otro propósito que disecar su mano para convertirl­a en cenicero. La necesidad puede remediarse mediante la explotació­n prudente de los recursos y la justa distribuci­ón de lo imprescind­ible. Para la estupidez y sus dos cómplices mayores, la crueldad y la codicia, no sabe uno qué remedio podría ser útil, ni qué modo habría de ponerles límite. En Sudáfrica los cazadores furtivos de rinoceront­es pueden ser condenados a muchos años de cárcel, pero mientras haya quien crea en las inexistent­es virtudes medicinale­s de sus cuernos, la escalada de la matanza no se detendrá sino cuando esa especie formidable se haya extinguido. Da muchas veces la impresión de que el cerebro del Homo sapiens, aunque pese mucho más, tiene todavía menos sustancia que el cerebro de un rinoceront­e.

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