Muy Interesante

De caza y toros

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En la caza deportiva y los espectácul­os taurinos se trasluce un ancestral gusto del ser humano por causar dolor que se manifiesta, sobre todo, entre los hombres.

Nunca he entendido qué tipo de placer, salvo el más indigno de matar por matar, encuentra el tirador que aguarda a que un elefante pase cerca para pegarle un tiro. Tampoco comprendo a quienes desde un puesto esperan a que les azucen unas aves para ponerse a disparar como locos. Sí entendía a mi abuelo, que se levantaba al alba y se ponía a patear los campos. Al atardecer podía volver, o no, con un par de liebres o una perdiz que después mi abuela preparaba en un guiso delicioso. Eso sí lo llamo cazar, y, salvo por el tipo de arma, es lo que llevamos haciendo desde hace miles de años para alimentarn­os. La diferencia es sustancial: el cazador de puesto se vanagloria del número de piezas abatidas, mi abuelo se alegraba si traía alguna a casa para comerla. Lo mismo me pasa con los toros, otro vestigio del gusto que encuentra el ser humano en causar dolor. No hablo solo de las corridas, sino de todas esas expresione­s culturales –lo que no quiere decir que sean moralmente aceptables– que jalonan las fiestas de los pueblos, y donde se tortura a un animal por diversión. Eso sí, tal comportami­ento suele estar en manos de los hombres, no de las mujeres. Disfrutar al ejercer la crueldad física es un distintivo masculino. Llevemos marcada o no en los genes nuestra propensión a la violencia, asumimos que ello te hace “muy macho”. Quizá por eso no es extraño que el mundo de los toros sea insultante­mente machista. “No se me ocurre ir con falda corta a la plaza”, me decía hace poco una amiga aficionada al toreo. “A veces hay más tíos mirando hacia arriba que al ruedo. Además, no hacen más que fijarse en tus manos para ver si estás herrada (casada)”. El término denota la idea que se tiene de las mujeres. Y ojo, porque si alguna sube a la habitación de un torero que conozca, entra en el patio de cuadrillas o se queda a solas con un hombre en un despacho de la plaza, las habladuría­s no tardarán en aparecer. En la cultura del toreo vive implícita una crueldad física, que anima a regocijars­e con la muerte de un ser de otra especie, y otra aviesa, por la que se menospreci­a a la mitad de la propia.

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