La fuerza del placebo
Muchos estudios sugieren que la administración de placebos –pseudofármacos inocuos presentados como compuestos terapéuticos– alivian los síntomas de algunas enfermedades. ¿Pero de verdad funcionan?
La fe mueve montañas, se advierte en ocasiones. A nadie se le ocurriría tomar tal cosa en sentido literal. Y sin embargo, la simple convicción de que un tratamiento médico es eficaz puede resultar curativa, incluso aunque consista en ingerir pastillas de azúcar carentes de cualquier principio activo. En medicina y farmacología, este fenómeno se conoce como efecto placebo .
1 Se podrían hacer muchas especulaciones sobre su origen. Tanto los vendedores medievales de mila
grosas reliquias de santos como los buhoneros que suministraban falsos elixires curalotodo en el siglo XIX seguramente se aprovecharon, sin saberlo, de esta peculiar y contradictoria respuesta del organismo. Suele atribuirse a Henry K. Beecher, de la Universidad de Harvard, el primer estudio que abordó este asunto en profundidad. En su ensayo “The Powerful Placebo”, publicado en 1955 en la revista Journal of the
American Medical Association, este anestesiólogo señalaba que “es evidente que los placebos tienen un alto grado de efectividad en el tratamiento de las respuestas subjetivas”, y afirmaba que en aproximadamente el 35 % de los casos producían un efecto terapéutico real, lo que, además, podía afectar de forma notable a los ensayos clínicos. A partir de las investigaciones de Beecher se multiplicaron los estu- dios sobre los placebos, que empezaron a usarse ampliamente para comparar la respuesta de las personas a las que se administraba un fármaco con las de un grupo de control al que, en su lugar, se proporcionaba un compuesto inerte de aspecto similar. En la actualidad, numerosos científicos, desde expertos en comportamiento hasta biólogos, creen que estudiar cómo tiene lugar la respuesta placebo podría ser clave para determinar hasta qué punto interviene el cerebro en el proceso curativo.
Parece cosa de magia... Es posible que las expectativas y creencias de los enfermos afecten al desarrollo de una enfermedad. Sin embargo, algunos científicos matizan que el efecto placebo ocurre de una forma tan peculiar que puede darse independientemente de que estemos convencidos o no de su eficacia. Un equipo de expertos en psicología médica de la Universidad de Duisburg-Essen, en Alemania, y de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich, en Suiza, relaciona este fenómeno con una especie de condicionamiento subliminal que llevaría al organismo de los enfermos a intentar reproducir los efectos de un fármaco que hubieran tomado previamente. Para ello, llegaría incluso
a liberar hormonas y provocar una respuesta del sistema inmune. Para demostrarlo, inyectaron a unas ratas ciclosporina, un compuesto inmunosupresor que suele administrarse tras un trasplante para prevenir el rechazo del nuevo órgano. Al mismo tiempo, les dieron agua edulcorada. Según parece, las ratas acabaron relacionando el fármaco con el sabor del líquido. De este modo, cuando más tarde solo les proporcionaron agua dulcificada, comprobaron que la actividad de su sistema inmune se reducía. Como estaba claro que los roedores no podían discurrir, como lo haría una persona, que la bebida tenía un efecto terapéutico, los científicos llegaron a la conclusión de que en el cerebro de los animales debía producirse una especie de asociación inconsciente. La respuesta en humanos era similar, lo que, en opinión de estos expertos, venía a significar que para que se produzca el efecto placebo no es preciso que el paciente espere o crea que se vaya a producir una reacción positiva si lo toma. Es más, las últimas investigaciones apuntan que se puede dar una respuesta placebo aunque este no se administre.
Puesta en escena. En 2010, un grupo coordinado por Damien G. Finniss, del Instituto de Investigación y Tratamiento del Dolor de la Universidad de Sídney, en Australia, publicó un exhaustivo análisis sobre este asunto en la prestigiosa revista médica The Lancet. En su informe, que lleva por título “Biological, clinical, and ethical advances of placebo effects”, Finniss dejaba bastante claro que la respuesta placebo depende en buena medida del primer encuentro que se tiene con el médico, la atención que este presta al caso y la relación que establece con el enfermo. También añade que el efecto aumenta cuanta mayor es la expectación del paciente hacia el tratamiento. La simple experiencia de sentirse bien tratado o verse atendido por profesionales vestidos con una bata blanca puede poner en marcha distintos procesos biológicos capaces de aliviar algunas dolencias. Esto es, la eficacia del efecto placebo muchas veces no solo se basa en la administración de un pseudofármaco, sino en la puesta
Una buena atención médica inicia una respuesta analgésica en algunos pacientes
en escena que rodea todo el proceso, como un espectáculo de ilusionismo que fuese capaz de transformar la realidad. Muchos especialistas llaman a este fenómeno el ritual terapéutico. Por otra parte, observar que algo funciona en una persona puede ser un importante placebogénico. El problema, según Finniss, es que, en teoría, algo que es inocuo no debería provocar reacción alguna. Y aun así, parece ocurrir.
Un fenómeno irrelevante. Algunos expertos recalcan que el efecto placebo solo afecta a los síntomas y su influencia se extiende, como máximo, a afecciones muy concretas, como la depresión o el síndrome del colon irritable, donde algunos estudios muestran que es eficaz en
alrededor del 40 % de los casos. Está claro que, por bien que se engañe al cerebro del paciente, los placebos no sirven para colocar un hombro dislocado, soldar una pierna rota o despejar una arteria obstruida. Es más, muchos profesionales no confían en ellos.
Así es, en mayo de 2001, The New
England Journal of Medicine publicó un estudio realizado por un equipo de investigadores daneses que alienta las suspicacias de los escépticos. En su informe ¿Es el
placebo ineficaz? , estos expertos
2 señalan que, tras analizar a conciencia 114 pruebas, encontraron que en la gran mayoría existían pocas evidencias de que el uso de placebos tuviera efectos terapéuticos o presentasen otros resultados objetivos apreciables. Aunque resaltaban que podrían ser moderadamente eficaces en el tratamiento del dolor, uno de los firmantes del ensayo, el profesor de Filosofía Médica de la Universidad de Copenhague Asbjørn Hróbjartsson, indicaba que el poderoso efecto placebo que ha venido destacándose en muchos artículos científicos es en realidad la consecuencia de una defectuosa metodología de investigación. El artículo de los nórdicos causó una cierta controversia. De hecho, en 2010 actualizaron su ensayo con más casos que parecen apoyar sus conclusiones. Sin embargo, en los más de diez años que han pasado desde su publicación original, se han producido hallazgos que sugieren que el uso de placebos estimula una serie de procesos cerebrales que muchas veces se traducen en una potente respuesta analgésica.
¿Dolor? ¿Qué dolor? En 2005, un estudio realizado por el Departamento de Psiquiatría y el Instituto de Neurociencias Moleculares y de Conducta, en la Universidad de Míchigan, y publicado en el Journal of
Neuroscience puso de manifiesto que el sistema nervioso central de los pacientes sintetizaba endorfinas cuando estos se centraban en la desaparición de su aflicción. Se trataba de la primera prueba directa que confirmaba que estos neurotransmisores moduladores de la percepción del dolor juegan un papel destacado en el efecto placebo. Para verificarlo, los científicos monitorizaron mediante tomografía por emisión de positrones (TEP)
3 la actividad cerebral de unos voluntarios a los que habían suministrado un supuesto fármaco que en teoría tendría efectos analgésicos. Así pudieron percatarse de que cuando les indicaban que les iban a proporcionar la medicación y les daban placebo se ponía en
La administración de placebos plantea dudas éticas entre muchos profesionales
marcha la producción de estos opioides endógenos. Otro estudio impulsado por esa misma institución y coordinado por el neurocientífico de origen español Jon-kar Zubieta estableció que la 4 eficacia del placebo podía variar en función de cómo el cerebro anticipaba sus efectos. Su ensayo, publicado en 2007 en la revista Neuron, demostraba la existencia de un marcado vínculo entre este fenómeno y la actividad de un neurotransmisor denominado dopamina en el núcleo accumbens. Esta región del encéfalo, clave en el sistema de recompensa cerebral, está relacionada con las adicciones y la capacidad de experimentar placer. En un comunicado de la Universidad de Míchigan, Zubieta señalaba que “los resultados de estos estudios mediante técnicas de imagen funcional y molecular indican que la actividad de la dopamina en respuesta a un place- bo es proporcional al potencial beneficio que el individuo anticipa”. A principios de ese mismo año, el profesor de Neurociencia Donald D. Price, de la Universidad de Florida, mostró en la revista Pain que mediante imágenes por resonancia magnética funcional (IRMf) podía apreciarse que cuando un paciente aquejado de síndrome de colon irritable recibía un placebo disfrazado de analgésico se detectaba una significativa reducción del dolor y de la actividad neuronal en varias estructuras del cerebro relacionadas con esa sensación, como el tálamo, las cortezas somatosensoriales, la ínsula y la corteza cingulada anterior.
El sello bioquímico. Su estudio concluía que “aunque en la analgesia placebo influyen muchos factores, se observa que en determinadas condiciones clínicas viene acompañada de una reducción en la forma en que es procesado el dolor en el cerebro”. A mediados de los años 90, Fabrizio
Benedetti , del Departamento de
5 Neurociencia de la Universidad de Turín, en Italia, ya había señalado que buena parte de este efecto tenía base bioquímica. Este experto demostró que la administración de naloxona, un compuesto que contrarresta la acción de la morfina y se utiliza para tratar a personas intoxicadas por opiáceos, podía bloquear asimismo la acción de los placebos. Casi una década después, Benedetti anunció que estos también podían ocasionar cambios en la actividad de algunas neuronas en el núcleo subtalámico del cerebro de los aquejados por el mal de Parkinson. En opinión de este experto, estas alteraciones están estrechamente relacionadas con la mejora del enfermo. De hecho, tras administrar un placebo a algunos afectados que
previamente habían recibido un tratamiento que reducía los temblores y la rigidez muscular, este investigador apreció que esas células se volvían menos activas, se relajaban los tejidos de los brazos de los pacientes y estos podían moverlos con más facilidad.
Bendita ignorancia. De momento, sigue sin estar claro hasta qué punto pueden condicionar los placebos el desarrollo de muchas enfermedades. La literatura científica relacionada con el uso de estos pseudo medicamentos suele citar un caso recogido por el psicólogo alemán Bruno Klopfer en un artículo de 1957 titulado Variables psicológicas en el cáncer humano. Según Klopfer, el tamaño de los tumores de un enfermo terminal aquejado de cáncer de los ganglios linfáticos se redujo a la mitad tras recibir un nuevo compuesto del que el paciente había oído hablar positivamente. La recuperación fue tan espectacular que pudo abandonar el hospital diez días después. Sin embargo, a los dos meses tuvo que ser ingresado de nuevo. Su salud había empeorado tras leer que, en realidad, el tratamiento no era eficaz para combatir su mal. Según parece, la extrema gravedad del caso impulsó a su médico a mentirle. Le aseguró que aunque algunas partidas habían salido defectuosas, en general funcionaba bien y que, además, podía administrarle una nueva versión aún más concentrada. En verdad, la dosis que recibió era un placebo que no contenía ni una molécula del fármaco. Aun así, el paciente experimentó una notable mejoría y siguió una vida más o menos normal durante unas semanas, cuando se hizo público que, efectivamente, el preparado no tenía utilidad alguna contra el cáncer. Falleció a los pocos días de conocer la noticia. Hoy, el efecto de los placebos no solo es perceptible en los enfermos. La propia industria farmacéutica podría ser sensible a ellos. Así, la revista Wired ha informado que en los últimos años la Administración de Alimentos y Medicamentos de EE. UU., la conocida FDA, solo ha aprobado el uso de unos pocos nuevos fármacos. Esto se debería a que al menos la mitad de los nuevos tratamientos presenta en las últimas fases de pruebas clínicas los mismos resultados terapéuticos que una pastilla de azúcar. Y eso a pesar de las multimillonarias partidas que las compañías del sector destinan a investigación. Pero más allá de las repercusiones económicas, está claro que el uso de estos compuestos presenta una im- portante controversia. En su mayor parte, su administración se limita a ensayos clínicos y experimentos con voluntarios. La prescripción a pacientes, sin embargo, plantea un dilema ético, ya que si bien podrían aliviar algunos síntomas, los enfermos tienen derecho a ser informados del tratamiento que van a seguir. Es más, ¿sería conveniente ocultárselo si se demostrase que indicarles que van a tomar un complejo sin poder terapéutico reduce su eficacia? ¿Te lo cuento o no? En 2009, un grupo de investigadores del Centro Médico de la Universidad de Rochester, en Nueva York, propuso en la revista Psychosomatic Medicine que podría utilizarse una combinación de fármacos y placebos para tratar enfermedades crónicas como la esclerosis múltiple, el asma o la psoriasis. Aunque, quizá, sencillamente no tenga sentido no informar. Así lo cree Anthony Lembo, del Centro Médico Diaconisa Beth Israel, en Boston. Y es que, según este experto en síndrome de colon irritable, durante una prueba en la que investigaba los límites del efecto placebo se encontró para su sorpresa que en muchos casos este funcionaba incluso cuando los afectados sabían perfectamente lo que estaban recibiendo.